Por Pascual Tamburri Bariain, 23 de enero de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.
Desde el Génesis hasta el siglo XXI parece haberse cumplido sin excepciones la admonición bíblica «Ganarás el pan con el sudor de tu frente». Todas las sociedades, arcaicas o progresistas, blancas, negras o amarillas, han organizado el trabajo de las gentes buscando a la vez una producción cada vez mayor de lo necesario para vivir y distribución más o menos eficaz del producto de ese esfuerzo colectivo. Sin el trabajo no hay sociedad, es decir, no hay vida humana, y por supuesto no hay civilización.
Tras épocas más oscuras, en las que el trabajo manual era vil y despreciable, en las que unas minorías cerradas disfrutaban del trabajo de la mayoría, las cosas han cambiado. En el siglo XX, Europa ha vivido una verdadera revolución del mundo del trabajo, no por pacífica menos radical: todos los trabajos son necesarios para la sociedad, y tienen por consiguiente la misma dignidad, merecen el mismo respeto, y deben ser retribuidos, conforme a la productividad y a la cualificación de los trabajadores, de modo que la vida de éstos y de sus familias sea digna. Así, la Constitución de 1978, como muchas de nuestro entorno europeo, define el trabajo como valor social y como derecho de todos los ciudadanos. La Constitución italiana de 1947, en esto más explícita, declara que aquella es «una República democrática basada en el trabajo».
En los comienzos del siglo XXI están cayendo algunas sombras sobre estos principios que antes considerábamos inmutables. Cierto, las leyes siguen defendiendo la dignidad del trabajo y de los trabajadores, y la esclavitud lleva dos siglos abolida. En principio, nadie puede ser obligado a trabajar en condiciones degradantes, por salarios casi simbólicos o durante jornadas laborales de sol a sol. Y sin embargo estas cosas están sucediendo en España. Los jóvenes son contratados en prácticas y en formación para desempeñar puestos de trabajo ordinarios a un tercio del salario; muchos necesitan entregar una parte de su salario a las Empresas de Trabajo Temporal para garantizarse un primer empleo; la precariedad laboral no es un concepto, sino una dura realidad, ya que no sólo es más barato despedir sino que de hecho de los mal llamados contratos fijos son escasísimos. Los nuevos contratos de trabajo, aprobados por el Partido Popular en el Gobierno, colocan a los trabajadores más desfavorecidos (mujeres, jóvenes, parados mayores de 45 años) en la peor de las situaciones: trabajar mucho, cobrar poco y no saber qué pasará al día siguiente.
Es totalmente correcto hablar de explotación y de esclavitud; los sindicatos oficiales lo hacen poco y con la boca pequeña, pero es así. La siguiente pregunta nadie se atreve a formularla: ¿a quién beneficia esta situación? PSOE y PP han legislado para que todo esto sea posible, y saben también que la reducción del paro no se debe a estas medidas sino a la situación económica general. Los dos partidos, cuando han gobernado, lo han hecho para favorecer a una clase empresarial ávida: los beneficios de las grandes empresas se están haciendo sobre la espalda de los trabajadores más humildes, de la clase media, de los pequeños ahorradores y de los pequeños y medianos empresarios. El trabajo de los españoles y sus impuestos están sirviendo para que unos cuantos se hagan más ricos y más poderosos. Es un paso atrás, un olvido de la dignidad del trabajo que creíamos haber conquistado. Ojalá haya remedio, y ojalá sepamos encontrarlo pronto.
Por Pascual Tamburri Bariain, 23 de enero de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.