Por Pascual Tamburri Bariain, 10 de abril de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.
La corrección política ha elevado la tolerancia a valor moral. De hecho, la tolerancia es en sí misma sólo una circunstancia, el hecho de admitir en nuestro entorno (político, académico, profesional: humano en definitiva) actitudes y personas diferentes de nosotros mismos. Nada más. Tolerar puede ser éticamente correcto desde una perspectiva franciscana, como sacrificio inherente a la mísera condición humana; puede ser una simple aceptación de la realidad, que siempre será imperfecta y por consiguiente distinta de nuestros ideales más elevados; o puede ser una concesión a las ideologías políticas del siglo XIX, que de esa imperfección, de las debilidades del hombre, de sus ambiciones, sus miedos, su codicia y su pequeñez han querido hacer programa y bandera.
Y la tolerancia, que era una mera necesidad impuesta por la convivencia en sociedad, se ha convertido en valor supremo. Resulta sin embargo que la existencia misma de la sociedad y del Estado, de la familia y de la libertad, queda en entredicho por esta moda intelectual. En efecto, en las últimas décadas hemos aprendido no ya a ser tolerantes con lo diferente, o con lo molesto, o hasta con lo inconveniente: las últimas generaciones de españoles se han educado para ser tolerantes con lo radicalmente ajeno, con lo mortalmente peligroso, con … lo intolerable. Buena es y será una sana tolerancia en lo político, en lo opinable, en lo evanescente y pasajero; es positiva la tolerancia en todo lo intrascendente, como puede ser el fútbol, la gastronomía o la vida privada, y en lo discutible, como puede ser el sistema fiscal o la división entre izquierdas y derechas. Pero la tolerancia bien entendida no debe ir más allá.
Sin embargo, en nombre de la tolerancia se está sugiriendo, incluso en las últimas semanas, el diálogo y el respeto frente a los separatistas vascos; algunas fuerzas están identificando con esa «tolerancia» el ser o no ser demócratas. Y la verdad es que la única opción correcta en ese caso es la intolerancia. Con los enemigos de la Nación, con quienes niegan al Estado el derecho a existir y a sus representantes el derecho a vivir, con quienes silencian la verdad en las plazas y las escuelas, con quienes embriagan de mentiras a los jóvenes y de promesas falaces a los mayores, no hay tolerancia posible. Con los asesinos, y con sus hermanos pequeños de la algarada callejera, y con sus párrocos del PNV, y con sus financiadores ocultos en las brumas empresariales vascongadas, y con sus cómplices más o menos evidentes e interesados en el resto de España, la tolerancia es suicida y antidemocrática.
España, como realidad milenaria y viva, ha sido siempre abierta y tolerante cuando su continuidad y su identidad no estaban en peligro. Un individuo aislado puede llegar a la santidad y aceptar con alegría y el martirio, asistir al escarnio y a la mentira con una sonrisa en los labios; pero una sociedad no puede suicidarse así. Es hora de hablar con claridad: hay que ser intolerantes con la mentira, con el delito y con el maquiavelismo de sacristía, porque de esa tríada nefanda se deriva un peligro mortal para cada uno de los españoles. Seamos tolerantes con quienes discrepen de nosotros, pero dejemos la tolerancia a un lado si lo que se discute es quiénes somos y dónde hemos de ir.
Por Pascual Tamburri Bariain, 10 de abril de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.