Corrupción y ética política

Por Pascual Tamburri Bariain, 2 de mayo de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.

En España sabemos mucho de corrupción, ya que, prescindiendo de experiencias anteriores ya olvidadas y de rumores posteriores que el tiempo confirmará, el Gobierno nacional ha estado en manos de un partido político sostenido sobre el latrocinio y el engaño. Hemos tenido ministros y altísimos cargos procesados, y algunos condenados. Y nos queda todavía por ver en qué quedan algunos casos famosos. Además, hemos tenido la ocurrencia de inventar el Estado de las Autonomías, que multiplica por 19 las tentaciones de la clase política de recurrir a expedientes dudosos para financiar las campañas electorales, la vida regalada, el chalé de las queridas y hasta el colegio de los chicos. Entre 1982 y 1996 muchos metieron las manos en la bolsa del Estado. Y siempre existe el riesgo de que esto vuelva a pasar.

Italia nos lleva algo de ventaja en estas cosas. Nacida a la democracia treinta años antes que España, la Italia de la postguerra ha sido un país asombroso, pues su crecimiento económico no ha tenido paralelos en Europa, y el país se ha convertido de nuevo en una potencia de primera sin que su clase política pusiese el mínimo empeño en conseguirlo. Los políticos italianos se dedicaron durante cincuenta años a incomprensibles juegos de poder que eran completamente ajenos a la vitalidad de aquella sociedad, y la receta milagrosamente funcionó. La sociedad fingía no ver la corrupción, y los políticos parecían vivir en un mundo aparte. Izquierdas y derechas por igual se repartieron los cargos, las prebendas, las comisiones, los contactos con la mafia y los enchufes. Y todo parecía ir bien.

La gran coartada del sistema había sido el miedo al comunismo, que justificaba todo. A partir de 1992, Italia se sublevó contra la colonización que sufría a manos de sus propios partidos políticos, y buscó una nueva clase dirigente. Creyó encontrarla en fuerzas hasta entonces marginales, como el regionalismo de la Liga Norte y el populismo postfascista de Alianza Nacional; en ese contexto nació Forza Italia como partido y Berlusconi como político. Silvio Berlusconi era un hombre del pasado, para nada libre de corrupción, pero supo encarnar los deseos del pueblo. No sabemos aún si fue honesto al dedicarse a la política, o si es sólo un gran estafador. Lo seguro es que millones de italianos confían en él como salvador de la nación.

En un mundo ideal, no existiría Berlusconi, como tampoco habría políticos de turbio pasado, ministros ladrones, consejeros autonómicos con las manos en la masa, alcaldes prevaricadores, concejales comprados y vendidos, delincuentes en el Parlamento, gente honrada en la cárcel o dinero público en bolsillos privados. Pero en el mundo real, todo esto existe, porque el beneficio está por encima de la moral, porque el enriquecimiento se ha convertido en valor moral, y la gente está cansada. Los italianos tienen que elegir entre dos males, entre una izquierda prepotente, ignorante, encastillada en el delirio progresista y corrupta, y una derecha, reciclada en centro, que puede ser igualmente corrupta pero que al menos deja vivir en paz al ciudadano y que alberga en sus filas gentes honorables y ideas regeneradoras.

La elección de los ciudadanos parece estar clara: Berlusconi, aunque corrupto, es una esperanza de que la corrupción termine, de que otras fuerzas lleguen a imponerse, y de que termine medio siglo de asfixia política. «El País» cree que debería estar en la cárcel, y puede tener razón. Ahora deberíamos construir la cárcel en la que quepan todos los corruptos, italianos, españoles o franceses, amigos o enemigos de Berlusconi. Como de momento no es posible, tal vez tengamos que alegrarnos de que el corrupto Berlusconi sea primer ministro, porque al menos en Italia el clima moral mejorará, para alejarse de la usura, la especulación y la corrupción.

Por Pascual Tamburri Bariain, 2 de mayo de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.