Privilegios de casta, trabajo de borregos

Por Pascual Tamburri Bariain, 27 de junio de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.

Nadie habla del asunto, porque el asunto es espinoso. Sin embargo, circula la propuesta, casi la exigencia, de que los sueldos de los diputados en el Congreso suban hasta equipararse con los Secretarios de Estado. los argumentos son contundentes: los diputados españoles estarían entre los peor pagados de Europa, y tanto su dignidad como el prestigio de la nación sufrirían de mantenerse la actual situación.

Los diputados y senadores son, bien es verdad, depositarios de la voluntad popular, es más, son la voz y el rostro del país. Cada uno de ellos ostenta la representación de esa soberanía, y ciertamente nadie querrá discutir su posición de superioridad. Desde el siglo XVIII, los regímenes parlamentarios han ido introduciendo las remuneraciones de los cargos electos, por razones prácticas bien comprensibles. Se trataba de hacer accesible el sufragio pasivo a todas las clases sociales, ya que en otro caso sólo los más afortunados podrían dejar sus ocupaciones para servir al pueblo en las Cortes. Es lógico que los diputados cobren, y que esa remuneración sea de cierta entidad porque están llamados a una posición social destacada, durante la vigencia de su mandato. Otra cosa es cuánto, por qué concepto y durante cuánto tiempo se haya de mantener ese salario.

En primer lugar, los diputados deben cobrar no por serlo, sino por ejercer como tales, es decir, por una parte, por mantenerse en contacto con sus electores y sus inquietudes, y por otra por asistir activamente a las sesiones parlamentarias y a todas las demás tareas relacionadas. Esto excluye a los diputados absentistas, que los hay y de muchos tipos, empezando por los parlamentarios batasunos y siguiendo por otros casos menos conocidos pero también indignantes; y excluye a los que desde la política sirven sus intereses más que los de su pueblo.

En segundo lugar, los diputados deben cobrar mientras lo sean; es razonable que se devenguen unos derechos sociales de los años de trabajo público, pero no es razonable que el desempeño de un cargo publico, o la lejana elección para un escaño en el Congreso den derechos escritos y no escritos a colocaciones, prebendas y pensiones que el pueblo paga con sus impuestos.

Por último, los diputados deben cobrar de modo que ni sus familias sufran una merma en sus ingresos -sería el caso de muchos profesionales liberales, al menos en teoría- ni se den casos de indecorosa necesidad entre los electos; pero también hay que considerar un hecho esencial: nadie puede enriquecerse con la política, que es servicio y entrega al bien común. Por tanto, no es lógico que el acceso a una Cámara suponga un ascenso social y económico desmesurado.

El actual sistema de remuneraciones de los diputados es patológico. Favorece por un lado las vocaciones políticas de personas sin una vida profesional propia, profesionales sólo de la política, que encuentran en ella un puerto más o menos seguro. Favorece por otra las candidaturas de funcionarios del Estado, que se reincorporan sin más dificultades, en su caso, al puesto que abandonan para ir a Madrid. Y se favorecen en fin, ay, las carreras de personas que a la política llegan para conseguir poder, influencia y riqueza a costa del erario público, personas que del sueldo hacen poco caso, porque como se ha visto en España durante años la política da dinero por muchos conductos.

Evidentemente, se perjudica el acceso a la política de pequeños y medianos empresarios, de profesionales y artistas, de personas que ni pueden abandonar fácilmente su quehacer, ni de hacerlo se verían compensados por unas remuneraciones que los discriminan. Es un déficit democrático que hay que corregir. En cualquier caso, vengan de donde vengan los diputados y senadores, si de verdad se van a ganar el ya importante sueldo que reciben, o el más jugoso que se autoconcederán en breve, deben evitar espectáculos como el pasado debate sobre el estado de la Nación. No hay mayor déficit democrático, ni sueldos más inútiles, que los de una masa de parlamentarios sin personalidad, atentos sólo a los jefes de filas de cada partido, ignorantes de que sólo en ellos, y no en los partidos, está la voluntad popular.

Por Pascual Tamburri Bariain, 27 de junio de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.