¿Quién cree en España?

Por Pascual Tamburri Bariain, 27 de julio de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.

Una nación de 40 millones habitantes se ha asomado al siglo XXI con un notable bienestar material y con una completa ausencia de política exterior. Los españoles que llenan las playas en agosto de 2001 son más ricos, están mejor alimentados y trabajan menos por más dinero que sus abuelos en 1901. Pero nietos y abuelos comparten un problema: el país no tiene una misión propia en el mundo, y por esa misma razón no se da a las nuevas generaciones más sentido de la vida nacional que la ulterior acumulación de riquezas, el beneficio individual y un hedonismo mal velado.

Distintos fueron los españoles de otros siglos; más pobres y escuálidos, es cierto, pero más seguros de sí mismos, y más seguros sobre todo de querer ser españoles y como tales de cumplir un papel importante en el orbe. Espléndida la España de 801, aferrada a sus montañas custodiando valores augustos; magnífica la España de 1201, a las puertas de las Navas y del Guadalquivir; imperial la España de 1501, dispuesta a llevar la lengua de Castilla, la fe de Cristo y el Derecho de Roma a los confines del orbe; gloriosa pese a todo la España de 1801, que habría de asombrar al mundo en una resistencia nacional sin precedentes.

España tiene, por su posición geopolítica, por el legado de la historia y por las circunstancias internacionales, unas obligaciones en el mundo actual. No son conscientes los españoles de esa situación. Tampoco suelen serlo sus gobernantes, sobre todo de un aspecto siempre olvidado de nuestra proyección exterior: España tiene amigos.

No hablamos aquí de las potencias y alianzas con las que nos unen tratados explícitos, de los que se derivan exigencias más o menos acordes con nuestros intereses, nuestro genio y nuestro sentir nacional. Se trata de algo mucho más modesto, y a la vez infinitamente más valioso. Todos los siglos anteriores que España ha vivido han generado, en los continentes donde llegaron nuestras armas y nuestras letras, una cierta imagen. Imagen muchas veces negativa e irremediablemente hostil, pero imagen en otras muchas ocasiones positiva, amistosa. Pues bien, del mismo modo en que la España de 2001 no sabe dónde ir, y en todo caso su clase política se resiste a ir sola y a preferir el interés nacional, tampoco sabe qué hacerse de estos amigos.

Amigos perdurables dejó la España católica entre las comunidades cristianas del orbe entero; pero nadie recuerda esto al diseñar nuestra política mediooriental y asiática. Amigos e hijos fieles dejó la España imperial en todo el hemisferio americano; pero la España actual no pasa allí de las reuniones folklóricas y del más sórdido y rapaz neocolonialismo empresarial. Amigos tiene España incluso en Europa, entre las gentes que siguen admirando nuestra cultura, nuestra manera de vivir, nuestras gestas pasadas; pero nuestros gobiernos suelen preferir la amistad menos sólida aunque más brillante de los poderosos. Amigos tiene España en África, secuelas de un colonialismo mísero y desafortunado, aunque innegablemente generoso; pero nuestra diplomacia ha renunciado tiempo atrás a los rifeños, a los saharauis y a los guineanos, buscando quién sabe qué otras metas.

España es amada en el mundo. Más de lo que creemos, y muy a pesar de la abulia colectiva y del masoquismo oficial. España no ha sido hasta ahora generosa con sus amigos, de los que ha recibido mucho más de lo que ha dado. Y sin embargo, fieles más allá de toda esperanza, ahí están, esperando tal vez el momento en que España vuelva a necesitarlos para algo más que para los tristes negocios a los que se reduce por ejemplo la vieja Hispanidad.

Por Pascual Tamburri Bariain, 27 de julio de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.