Por Pascual Tamburri Bariain, 5 de noviembre de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.
La nación española es un organismo que tiene fines, vida y medios de acción más amplios, por su fuerza y su duración, que los de los individuos y los grupos que la forman. Es una unidad permanente (moral, política y económica), que se realiza integralmente en el Estado de Derecho. España, aunque no a todos guste, es un hecho, con una innegable vitalidad presente además una larga historia a su espalda.
Los españoles del siglo XXI son los herederos de este pasado. Sus gobernantes, sucesores tanto de don Rodrigo como de Witiza, de Isabel II como de don Carlos, son depositarios de la voluntad popular y están llamados a preservar la unidad del país y la libertad de los ciudadanos. Entre sus obligaciones está informar a éstos y formar a las próximas generaciones en la conciencia de las glorias y las miserias, de los triunfos y de los errores de la nación. España, como todas las naciones europeas, no puede prescindir de un patriotismo moderno y sin complejos: un amor reflexivo de los españoles a España, una capacidad colectiva de entrega y de sacrificio por el bien común, una identidad respetuosa de las diferencias pero sin remilgos pueriles.
El patriotismo constitucional que propuso Jürgen Habermas consiste en la identificación colectiva de la nación con los valores de justicia, libertad y solidaridad que establece la Constitución de 1978. Es la expresión actual de una vieja necesidad: el patriotismo. Desde antes de morir Francisco Franco ha habido en España un insólito pudor a declararse patriota, es decir, solidario con el destino del país y con sus valores históricos. Sólo después de tres décadas José María Aznar ha vuelto a dar carta de naturaleza a la expresión, y al sentimiento, que otras naciones jamás habían abandonado. Enrique Arias Vega ha escrito que cuando un político no necesita ya mercadear con los electores se siente más libre para decir lo que piensa. La renuncia del presidente del Gobierno a las elecciones de 2004 ha tenido al menos un efecto positivo: nuestro sistema político está recuperando un doloroso déficit democrático, creado por unos y tolerado por otros.
La Constitución, para completar su desarrollo, para estar plenamente vigente en democracia, debe coronar la vida de una nación consciente de serlo y dispuesta a defender su existencia contra cualquier enemigo interior o exterior. El pueblo español, soberano, no puede admitir ni la tutela prepotente de políticos, clases o grupos de presión centrados en sus intereses egoístas ni la coacción ilegítima de los presuntos detentadores de «derechos históricos» que, si existieron, nada valen frente a las necesidades y la voluntad de una nación joven y fuerte.
Por Pascual Tamburri Bariain, 5 de noviembre de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.