Constitución y «derechos históricos» (2)

Por Pascual Tamburri Bariain, 12 de noviembre de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.

Origen de los derechos históricos

Para el nacionalismo, practicante o no de la violencia, la autodeterminación es un derecho, irrenunciable, con fundamentos jurídicos desde tiempos de los romanos. O incluso antes. Esta singular idea sigue siendo el eje de la agenda política española. En pleno siglo XXI, para el nacionalismo, una comunidad humana dotada de todas las perfecciones físicas y morales se instaló entre el Cantábrico, el Ebro y el Pirineo en un tiempo remoto, asumió su soberanía y la ha legado hasta el presente a sus herederos, que son los vascos. Toda una proeza.

Francisco Fernández Pardo se preguntaba hace una década, en su ensayo «La independencia vasca. La disputa sobre los fueros» (Nerea, 1990): «¿Fue el País Vasco una unidad política independiente que se confederó con Castilla? ¿Fue un dominio más de los reyes castellanos, aunque ofreciera alguna singularidad respecto de otros dominios? (…) ¿Existían razones, además de intereses económicos, locales, más o menos coyunturales, para la existencia de características políticas diferenciales de los vascos?». El nacionalismo vasco responde afirmativamente a las tres, contra toda evidencia histórica y jurídica, y apoya en ese mito -pues de mito se trata – su incesante reivindicación autodeterminista, soberanista, independentista. He ahí, dicen, los «derechos históricos».

Los nacionalistas sueñan: para ellos, hubo soberanía vasca, y hasta Estado vasco, antes de la llegada de los celtas; los romanos, en consecuencia, tuvieron que pactar con los fieros vascones (y el nacionalismo no tiene empacho en identificar plenamente los vascones de antes de Cristo con los vascos de después de Ibarreche). Los godos, por supuesto, jamás domeñaron la rebeldía de los éuscaros. De esta soberanía nunca interrumpida derivan los nacionalistas sus «derechos históricos». Frente al mito, los hechos. Antes de la invasión musulmana, la hipotética Euskalherria no había estado jamás unida ni había sido independiente. Cuatro pueblos (várdulos, caristios y autrigones de lengua céltica, además de los vascones) ocupaban el territorio a la llegada de los romanos. Roma, como después los visigodos, controló la zona, pacíficamente o por la fuerza, transmitió su religión y su cultura, asentó nuevas poblaciones y ejerció íntegramente la soberanía. En esta época, en efecto, toda «Euskalherria», al menos al sur de los Pirineos, estuvo unida, pero dentro de la diócesis de Hispania o del reino de Toledo, junto a toda la Península, bajo un poder soberano único. Es muy notable la ausencia de estudios serios y globales, antroprométricos y arqueológicos, sobre este largo período histórico. ¿Es que las instituciones autonómicas tienen miedo de ver demostrada científicamente la falsedad de la doctrina sabiniana en este punto?

Pero es en la Edad Media donde el nacionalismo sitúa, desde Sabino Arana, el eje del problema y el origen de su pretensión a estos «derechos históricos». Para el nacionalismo, los vascos, libres y soberanos en su solar milenario, pactaron con el Islam sin ceder su soberanía; en libre federación vivieron al margen de la empresa de la Reconquista, demostrando a cada paso su voluntad de vivir unidos e independientes, contra todos su vecinos (reyes astures y francos y emires cordobeses). Para los discípulos de Sabino Arana, los vascos (vascos, gascones y navarros, en realidad) recuperan en la Edad Media su plena soberanía, primero viviendo esa independencia de hecho, y después vinculándose libremente, en pacto revocable sólo por ellos, a las monarquías reconquistadoras. Tanto la constitución interna de la monarquía pamplonesa (que sería el «Estado vasco» por excelencia) como la inserción de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya en Castilla tendría ese sentido pacticio, revocable y provisional, mero oropel de una permanente soberanía popular vasca. ¿Con qué forma jurídica? A través de los fueros. Cada comunidad habría elaborado un ordenamiento jurídico propio, basado en la costumbre y ajeno al Derecho romano, en el que se recogería la trabazón constitucional de la soberanía originaria vasca. Así, para el nacionalismo, los fueros locales y territoriales, aún antes de haber sido escritos, manifestarían la soberanía popular vasca y su negativa a aceptar el sometimiento a ningún poder que no se colocase por debajo de tales leyes, considerándolas intangibles, eternas y sagradas.

Las cosas fueron de otro modo. Convertidos al Islam parte de los magnates vascones o de área vascona, conservaron otros el cristianismo, pero sometidos al poder cordobés. Sólo tras casi dos siglos de presencia musulmana, a partir de 905 Sancho Garcés I constituye una monarquía pamplonesa, cristiana, independiente y reconquistadora entre Aragón y la Rioja. Para entonces, Vizcaya y Álava llevaban un siglo gravitando, en torno a Castilla, dentro del reino de Asturias – León. Las tres provincias vascas y Navarra sólo estuvieron unidas políticamente en la Edad Media entre 1029 (cuando Sancho III el Mayor de Pamplona pasó a ser también conde de Castilla) y 1076 (al repartirse el reino navarro Castilla y Aragón). En el momento del reparto, las poblaciones de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya no se opusieron a su vinculación con Castilla, tradicional, conveniente para sus intereses y deseada por sus minorías dirigentes. Aún más significativo es que, aunque Sancho VI el Sabio de Navarra recuperó en el siglo XII la mayor parte del País Vasco, éste acogió triunfalmente a Alfonso VIII de Castilla en 1199-1200. En ambos casos, los vascos se unen a Castilla separándose de Navarra, en definitiva no por conquista sino por propia voluntad, lo que es la mejor prueba de que Navarra nunca fue el «Estado vasco», ni tuvieron vascos y navarros un proyecto propio distinto del común a todos los reinos de España, más eficazmente representado por Castilla y por Aragón.

Al nacionalismo no le importa que los primeros fueros, como se explicará más adelante, sean sólo del siglo XI (¿es que no hay soberanía antes del siglo XI?), ni que se refieran sólo a algunos grupos privilegiados, precisamente los más ajenos a la lengua vasca y al Edén rural de los sabinianos. Como, andados los siglos, en la Edad Moderna los fueros vascos y navarros se hicieron territoriales, se aplicaron a la masa de población, y en definitiva se convirtieron en símbolo de identidades colectivas (siempre provinciales, nunca pan-vascas), los juristas nacionalistas, atrevidos ellos, retrotrajeron la función colectiva del fuero a la alta Edad Media, y le adjudicaron, ahí es nada, un contenido soberano. Ya tenemos la soberanía vasca originaria, pues en el imaginario nacionalista los reyes de Castilla y de Navarra sólo habrían reinado en Euskadi tras aceptar y jurar los fueros, que habrían quedado siempre por encima de ellos y como garantía de la … soberanía originaria.

Jurídicamente, los fueros presentan una naturaleza mucho más compleja y densa que en la vulgata soberanista. Como ha demostrado José María Lacarra, cada lugar, especialmente los núcleo de población urbana, franca y a menudo ligada al Camino de Santiago, manifestaron a partir del año 1000 la necesidad de un ordenamiento jurídico escrito y fiable. Los reyes, de Aragón, de Pamplona o de Castilla según los casos, fueron concediendo a sus villas y ciudades ordenamientos o leyes propias (iura propria) que regían la vida de comunidades, estamentos, personas y corporaciones. Estos fueros locales se dan en toda España, sin ser jamás peculiares del País Vasco y de Navarra. Sus fundamentos eran la costumbre local, el Derecho romano y los usos conforme a los cuales se organizó la vida de unos y otros grupos humanos. Su formalización (puesta por escrito, promulgación y sanción soberana) vino determinada por la ausencia de normas generales, en toda España o en cada uno de los reinos, que pudiesen resolver eficazmente todas las variadas situaciones. Cada grupo veía así recogidos en su fuero sus derechos particulares, sus privilegios e inmunidades, concedidos por el rey.

En el caso de los fueros municipales, su desarrollo estuvo vinculado al proceso de repoblación y fundación o restauración de villas y ciudades entre los siglos XI y XV, siendo los fueros (o cartas pueblas) siempre otorgados por un rey o un señor para estimular el poblamiento y la creación de ciudades en sus dominios. Recientemente el historiador Ángel Martín Duque, máximo e indiscutible experto navarro en este asunto, ha recordado que los fueros medievales fueron una realidad muy variada, destinada a regir comunidades tan dispares como un estamento nobiliario, un municipio, un grupo social, una comarca o una zona de frontera. Aunque se trataba de leyes particulares, de muy variada índole, los historiadores han observado que los fueros se inspiraban unos en otros, y que se pueden formar «familias» según el modelo que cada comunidad adoptaba para reglamentarse y que, bajo su aparente diversidad, presentan cierta uniformidad normativa peninsular, que no respeta en cambio las arbitrarias fronteras entre los reinos hispánicos. Por ejemplo, Jaca y Huesca en Aragón, Pamplona y Estella en Navarra, y San Sebastián en Guipúzcoa tenían fueros de una misma «familia», gestada en el siglo XI.

Al parecer, en unos lugares se aplicó el fuero de otros por considerarlo modélico y eficaz; es el caso del fuero de Logroño, concedido por el rey castellano Alfonso VI en 1092, que el rey navarro Sancho el Sabio confirmó un siglo después a Vitoria, durante su ocupación de la ciudad, y que los señores de Haro extendieron a la misma Haro y a todo su señorío de Vizcaya. Cáseda, en Navarra, tiene el mismo fuero que Daroca, en Zaragoza; el fuero riojano de Viguera se extiende por el sur de Navarra; y así sucesivamente, sin que quepa hallar muestras razonables del «hecho diferencial» de los «derechos históricos». En otros casos, los reconquistadores y repobladores llevan a sus nuevas tierras su derecho originario; así sucedió en el caso de los fueros de Cuenca y de Toledo en tierras manchegas y extremeñas. Por último, en cierta medida, algunos reyes y señores tratan de aplicar en todos sus dominios un modelo foral más o menos uniforme, como los usatges de Barcelona que se extendieron a Urgel, Tortosa, Rosellón, Cerdaña y Ampurias.

Ya en el siglo XIII se utilizaron claramente modelos en la elaboración de fueros, que de manera natural tendieron a uniformarse en grandes áreas de la Península, y que en cierta medida revelan un trasfondo jurídico común. Incluso en aquel momento, el fuero es una norma jurídica de rango inferior al resto de la legislación regia, y a la tradición jurídica romano-goda (vgr. Fuero Juzgo). Los fueros españoles, pues toda la Península adoptó las incontables formas de este particularismo jurídico, nada tuvieron que ver con la soberanía, salvo que el último extremo su vigencia dependía precisamente del poder soberano que los otorgaba y confirmaba. El País Vasco y Navarra no muestran en este momento ninguna anomalía jurídica; vascos y navarros se colocan al amparo de distintos fueros, o de ninguno (en el caso de la mayor parte de las comunidades rurales), sin mostrar en ningún caso síntomas de un improbable «hecho diferencial».

El drama del nacionalismo vasco es que, habiendo reencontrado a finales del siglo XX un gran filón argumental en el asunto de los «derechos históricos», su verdadero caballo de batalla tanto en la «construcción nacional» frente a España como en la agitación y movilización de la sociedad en aquellas provincias, sabe que el asunto es intelectualmente insostenible. No hay fundamentos científicos para defender la ecuación jurídica entre los fueros medievales, su limitada vigencia actual, la hipotética soberanía vasca en la noche de los tiempos y la autodeterminación. No hay ni habrá fundamentos históricos para creer que Euskalherria haya sido jamás un Estado soberano independiente, y de hecho hay datos y hecho incontrovertibles que desbaratan toda la argumentación. ¿Por qué insiste el nacionalismo, entonces, en su ofensiva histórico-jurídica por los derechos históricos? En principio, porque es lo mejor que pueden ofrecer; además, porque aunque la razón no les asista, los nacionalistas son conscientes de que por esta vía apelan a la pura voluntad política de todos los independentistas, arropados por una fe común y cegadora; en segundo lugar, porque sus argumentos conectan con un cierto sentimiento popular de diferencia y superioridad, una cierta manera de entender popularmente la cuestión foral que aún ha dejado residuos aprovechables para sus fines. Y a esto se limita la cuestión: a un nacionalismo volcado en un camino político irracional, veleitario y mítico, pues, como se va a ver, entre los fueros medievales y la independencia prometida el único nexo de unión es la calenturienta imaginación de los políticos separatistas.

Los fueros no fueron, en su origen, más que la consagración de los privilegios (en sentido etimológico: derechos privativos) de unas minorías urbanas y diferenciadas frente a la mayoría de la población, que carecía de fuero propio. Naturalmente, el hecho foral generó envidias y emulaciones. En determinados momentos, los reyes, deseando ampliar su base urbana y tratando de buscar aliados entre la burguesía de las ciudades aforadas frente al poder de la nobleza, favorecieron nuevas concesiones de fueros. Gradualmente, los fueros tendieron a hacerse territoriales. El reducido ámbito de una ciudad o de una villa no bastaba a las ambiciones de las minorías dirigentes, y por otra parte la necesidad de una norma jurídica objetiva era cada vez más extensa y sentida, especialmente por parte de los reyes. Las evidentes similitudes entre fueros geográficamente próximos, unidas a la voluntad uniformadora de los soberanos y a los intereses de los poderosos hicieron imparable el proceso, general en toda España con diversos matices. El Fuero Real castellano se propone, por ejemplo, como patrón común de los regímenes municipales en toda la España occidental. En otros casos son los señores jurisdiccionales los que extienden el fuero a una región entera: es el caso ya mencionado de los Haro en Vizcaya. En fin, el circunstancias excepcionales, son los propios súbditos los que ponen por escrito sus privilegios y los convierten en territoriales. Es el caso de la nobleza y las ciudades de Navarra, que en 1234 y después en 1328, con motivo de la instalación en Pamplona de dinastías francesas, obtienen de éstas un Fuero General, común a todo el reino, síntesis de los fueros locales.

Es particularmente interesante el caso navarro. La ciudad de Tudela tenía un fuero propio, posterior a la reconquista, concedido y confirmado por sucesivos reyes. En él, como en otras normas de la misma «familia», se invocaba un origen histórico mítico: Sobrarbe (en el corazón del Pirineo aragonés) se habría alzado contra la invasión musulmana y, organizada la resistencia, aquellos montañeses se habrían dado a sí mismos un generosísimo ordenamiento de libertades y franquicias. Naturalmente, nada hay de cierto históricamente en todo ello, y la referencia a Sobrarbe y sus fueros heredados por Tudela pretendía sólo dignificar por antigüedad y origen guerrero una norma puramente urbana y por tanto mercantil. El primer Cronista de Navarra, José de Moret, demostró en el siglo XVII la inverosimilitud de este y otros mitos. Pero, entre los siglos XIII y XIV, el fuero de Tudela sirvió de base para la elaboración del Fuero General; con la territorialización del Derecho, avanzó en Navarra la mitificación de sus fuentes, obviando el hecho evidente pero incómodo de que ese Derecho procedía de la voluntad soberana (activa o pasiva), es decir, de la voluntad de los reyes. Similares en buena medida son los casos de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, con parecidas gestaciones, si bien menos tardías; pero no menos idealizadas o reinventadas en función ennoblecedora.

En ningún caso se pretende que estos fueros, territorializados, sean signos de soberanía colectiva, ni por supuesto que se coloquen sobre el rey. Si los fueros cambian de naturaleza, lo hacen más o menos por igual en toda España. Entre otras cosas, no hay que olvidar que la mayoría de los españoles, y con ellos la mayoría de los vascos y navarros, no obtenían ningún provecho ilegítimo de la foralidad, ajena incluso a buena parte de ellos, como por ejemplo a los siervos y a los territorios y villas colocados bajo señores laicos y eclesiásticos, fuera del dominio regio directo. Así, como segunda nota añadida por el tiempo al sistema foral, junto a la voluntaria ilusión sobre sus orígenes, tenemos su extensión a territorios más o menos compactos.

Al convertirse muchos vascos – nunca todos – en privilegiados dentro de Castilla, se generó en las tres provincias, y muy especialmente en Vizcaya, una mentalidad genuinamente privilegiada y seudonobiliaria. Ya que los nobles en la Edad Media, por definición, no pagaban impuestos, y teniendo en cuenta que muchos vascos tenían por fuero el privilegio de no pagarlos, surgió el mito de la nobleza – hidalguía – colectiva de los vascos. Y ya que la nobleza era en sustancia equivalente a la limpieza de sangre, ser vasco empezó a ser una ventaja, y un timbre de orgullo, en la España de la Inquisición. Lógicamente, al menos en la lógica del Renacimiento y del Barroco, se trató de buscar orígenes remotos y antiquísimos a esa nobleza colectiva y «foral». Jon Juaristi ya ha analizado el mito de la pureza vasca originaria, que aparece en este momento. desde el punto de vista de los derechos «históricos», también en este momento nace la idea, en círculos más o menos nobiliarios, de que los vascos eran libres e inmunes desde el Diluvio. La realidad histórica, como se ve, era mucho más prosaica.

Navarra, por su parte, siguió un camino propio. El reino se incorporó a la Corona de Castilla, y a través de ella al Estado nacional español, tras la conquista de 1512 y las Cortes castellanas de Burgos en 1515. Navarra conservaría en todo sus instituciones medievales, sometidas a las de Castilla y en unión personal indisoluble con Castilla. La foralidad navarra, que era mucho más práctica y mucho menos «nobiliaria» que la vizcaína, no se vio afectada por estos sucesos. Naturalmente el rey juraba, a través de sus virreyes, el respeto y «amejoramiento» de los fueros y privilegios, pero sin prejuzgar la posibilidad de modificarlos a su conveniencia soberana, en diálogo con las Cortes. Surgió también en Navarra una construcción mítica y fantasiosa para hacer milenario y casi celestial el origen de los fueros, pero los navarros de estos siglos eran bien conscientes de la naturaleza de los derechos de que disfrutaban.

¿Dónde queda, pues, la singularidad de los Derechos vascos y navarro? Se ha visto cómo hay fueros y derechos privativos en toda España; pero por circunstancias históricas, los ordenamientos de todos los reinos fueron uniformándose, quedando las peculiaridades vascas y navarras como testimonio de la Edad Media. ¿Signo de la soberanía originaria y consecuencia de la resistencia antiespañola? No. Muy al contrario, los fueros vasconavarros se preservaron por la fidelidad de vascos y navarros a la Corona; fidelidad no a un pacto entre iguales, sino al Estado nacional en sus distintas y variables representaciones. A pesar de los debates sobre la bondad o maldad de los fueros, derivadas de su mal uso por parte de ciertas oligarquías de la tierra y del comercio, inmediatamente antes del «estallido» nacionalista no se discutía tanto el hecho de los fueros cuanto el abuso de los mismos y la tergiversación mítica, inocente en principio, de su origen, como hizo el incomprendido canónigo Llorente. Ya en el siglo XIX, en la Guerra de la Independencia, los guerrilleros vascos y navarros combaten por España, su rey y su religión, a pesar de que los franceses utilizaron el vasco en su propaganda y ofrecían cierto cauce autonomista y hasta independentista, incluso con el proyecto de la frontera en el Ebro. Los Fueros no fueron en cambio tema de movilización popular. Los Mina, Longa y Jáuregui lucharon por España, no por los derechos de sus provincias.

En el origen de la doctrina sabiniana sobre los «derechos históricos» hay un malentendido colosal: de lo que fueron en el Antiguo Régimen normas civiles y administrativas propias de cuatro provincias (por separado; y de infinidad de villas, comarcas, valles y estamentos, dentro y fuera de ellas), se quiso hacer justificación de una independencia, partiendo nada menos que de unas versiones semiliterarias idealizadas en plena Edad Media. Creen así los nacionalistas que antes de que existiesen Francia o España, la patria de los vascos vivía libre, feliz, soberana y con instituciones propias, hasta que por la fuerza las sucesivas invasiones obligaron a adaptar esa soberanía a marcos político – administrativos impuestos, pero con la rara habilidad de no renunciar nunca al principio soberanista, y de mantenerlo en situaciones muy variadas. Mentiras de grueso calibre, pero mentiras por las que cientos de miles de personas se declaran dispuestas a morir; al menos, por desgracia, a matar.

Por Pascual Tamburri Bariain, 12 de noviembre de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.