Los «derechos históricos» en el debate constitucional

Por Pascual Tamburri Bariain, 19 de noviembre de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.

El constitucionalismo español del XIX fue claro en los principios pero inconsecuente de hecho en el tema de los «derechos históricos» regionales. Se afirmó, en definitiva, la soberanía nacional única y el pleno poder constituyente de las Cortes elegidas por sufragio, pero se preservaron instituciones precedentes, tolerando que se crease la equivocada idea de su superioridad sobre la propia norma constitucional. En parte como consecuencia de esa indefinición, y en cierta medida como consecuencia imprevista y no deseada del carlismo, surgieron los nacionalismos periféricos, catalán y vasco en primer lugar.

Los nacionalismos nacieron y crecieron en un régimen político que no reconocía la existencia de tales «derechos históricos». El liberalismo en su versión canovista, sin embargo, permitió la subsistencia de hecho de amplias autonomías provinciales en el País Vasco y en Navarra, y consintió la propagación de la idea de una hipotética «España foral», recuerdo de los que habían sido territorios históricamente forales y en parte ya no lo eran (las provincias de la Corona de Aragón). El nacionalismo catalán también nació en ese contexto. Es importante recordar que la ecuación fueros / derechos privativos = derechos históricos soberanos es un invento nacionalista de principio a fin, o mejor dicho, es un mito medievalizante, remozado por los románticos y elevado a categoría de principio por los nacionalistas. Y así, por ejemplo, ninguna de las ciudades, valles y comarcas que en Castilla conservaba su fuero medieval en 1808 pretendió después ser nación milenariamente independiente, ni lo pretendieron las villas y ciudades vascas y navarras, catalanas o aragonesas que perdieron, frente al Estado liberal, su régimen secular. Sólo los nacionalistas inventaron su «derecho» reinventando la historia de sus regiones.

Mientras España fue constitucional y de alguna manera democrática las cosas se mantuvieron así: tanto la Restauración como la segunda República sintieron las normas forales como algo ajeno, pero las asumieron en su propio ordenamiento, amparadas eso sí en el nuevo poder nacional constituyente, sin reconocer ninguna soberanía previa o subsistente. En cambio, en los momentos de ruptura del parlamentarismo (la Dictadura de Primo de Rivera hasta 1930 y el régimen de Franco hasta 1975), las cosas fueron más complejas. Se ha dicho muy a menudo que las dictaduras conservadoras se esforzaron en suprimir las identidades regionales. Tal vez sea cierto; pero sólo en esas dictaduras, libres de las ataduras constitucionales, y libres del respeto a la soberanía popular, se pudo admitir perfectamente la pluralidad de ordenamientos: las dictaduras salieron en cierto modo de los cauces del Estado moderno, liberal, y en algunos momentos parecieron avalar, como el Antiguo Régimen, algunos principios blandidos como argumentos por los soberanistas.

Si alguna duda quedaba, terminó en 1978. La Constitución establece claramente como valores superiores, como normas axiomáticas de la vida española, que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (art. 1) y que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» (art. 2). Son los viejos principios nacional-liberales, en la expresión más clara que han encontrado desde 1812: el poder constituyente recae en el pueblo español, por entero, y el valor de todas las normas jurídicas, de todos los derechos y de todas las obligaciones se deriva única y exclusivamente de esa acto de voluntad nacional. Hablar a partir de ahí de «derechos históricos» en relación con la soberanía, con el poder legislativo o con un hipotético confederalismo es un acto positivo de mala fe. Así como nada de eso cabe en función de la verdad histórica (como se ha demostrado), nada cabe tampoco en función de la legalidad vigente. Alterar esa situación no es posible en el actual ordenamiento; y tampoco es posible modificar la Constitución, ya que se trataría de un cambio de Constitución, no de una mera reforma. Puesto en discusión el hecho incontrovertible de la plena y única soberanía nacional, todo quedaría en entredicho, salvo precisamente la existencia del pueblo español, autor de la Constitución.

Sucede sin embargo que ha habido interpretaciones divergentes de la Constitución; unas legítimas y otras malintencionadas, unas basadas en una fácil rendición a los dogmas nacionalistas y otras inspiradas en las propias ambigüedades de un texto que no deja de ser consensuado y por ende confuso en ciertos puntos. En cuanto a los «derechos históricos», en verdad, la confusión procede del período constituyente, pues no hay que olvidar que las reivindicaciones nacionalistas fueron muy tenidas en cuenta, que los propios nacionalistas participaron en la redacción de la Constitución, y que contaron además con la ayuda – sincera o interesada – de conspicuos representantes de los partidos mayoritarios. La ambigüedad del siglo XIX perdura en cierto modo en la Constitución, pues según A. Bonime-Blanc (Spain’s Transition to Democracy, Boulder, 1987, p. 52 – 53), el consenso constitucional español de 1978 fue «una nueva forma de negociación política [que implicó] el uso de cualquier medio necesario – secreto o público, parlamentario o extraparlamentario – para alcanzar un compromiso político». Para algunos, en la redacción final y consensuada de la carta magna cabe desde el Estado centralista hasta una hipotética confederación de Estados soberanos; no es cierto, pero en efecto se han apuntado algunos argumentos para afirmarlo.

En particular, el debate se centra en el alcance de la disposición Adicional primera, y de la disposición Derogatoria segunda, en las razones de su inclusión y en las vías para su aplicación. Por la primera, se da consagración constitucional a los derechos históricos forales, abolidos o mantenidos en hibernación. Por la segunda, se derogan las leyes abolitorias o modificadoras de Fueros, con las que terminaron las dos guerras carlistas. La disposición Adicional Primera de la Constitución de 1978 «ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales», previendo su actualización en el marco de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía. Por un prurito historicista, la Disposición Derogatoria de la Constitución, en su apartado segundo, derogó la Ley de 25 de octubre de 1839 en lo referido a Álava, Guipúzcoa y Vizcaya (no a Navarra), pero ni esta norma ni la Adicional Primera colocan a vascos y navarros fuera del marco constitucional.

La gestación de estos artículos, en 1978, fue sin duda accidentada. Mientras ETA asesinaba a discreción, y mientras el PNV amenazaba con no participar en el consenso que trajo la democracia, unos políticos de cortos vuelos se encargaron de definir el marco de convivencia nacional. Así, Miguel Roca, al alimón con Miguel Herrero de Miñón, creó el sustantivo «nacionalidades» y lo introdujo, sin definición, no en el Título VIII, sino en el artículo 2. Así, tratando de seducir al PNV y tratando de apaciguar a los muy nacionalistas socialistas vascos y catalanes, se llegó a la derogación de unas normas que no estaban en vigor (las leyes del siglo XIX, que no habían sobrevivido a tantos vaivenes constitucionales) y a la afirmación de un principio ambiguo como el «amparo» a los derechos forales.

Como la doctrina jurídica ha afirmado reiteradamente, esto significa que ciertas competencias subsistentes de regímenes forales pasados podrán ser asumidas por las respectivas Comunidades Autónomas; así ha sucedido, por ejemplo, con todas las Comunidades dotadas de Derecho Civil privativo; así ha sucedido, en el caso que nos ocupa, con las Haciendas Forales vascas y la navarra, subsistentes desde las leyes de 1839 – 1841. Se trata, en todo caso, de matizar los regímenes autonómicos, creando en todo caso nuevos subtipos estatutarios y definiendo un diferente reparto de competencias. Así se ha entendido, por ejemplo, sin ningún problema, en el foralísimo caso de Navarra: la Ley Orgánica de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra de 1982 distingue las competencias derivadas del Estado de las Autonomías de las derivadas del «acervo foral», que se concreta en el acceso a atribuciones a las que otras Comunidades no pueden llegar por medios ordinarios, y en un procedimiento especial de reforma. Pero nadie pretende que Navarra, con un régimen foral más generoso que la autonomía vasca, tenga por ello «derechos históricos» a la secesión.

En definitiva, no se trata tanto de la convicción jurídicamente expresable de unos derechos preteridos, cuanto de una manipulación política e histórica, de mala fe y a décadas vista, pensando en construir nuevos Estados independientes. Cuando, por ejemplo, en el Título VIII se definieron las regiones «históricamente» autónomas, los nacionalistas trataron implícitamente de concluir que esa especificidad se derivaba de su independencia originaria, cuando en realidad la cosa se circunscribía a las regiones en las que se había plebiscitado un Estatuto conforme a la Constitución republicana. Pero los nacionalistas y sus acólitos dan a las palabras y a los hechos un sentido siempre muy especial.

Hay, en algunos casos, un acervo foral de competencias ejercidas autónomamente que las nuevas Comunidades Autónomas recogieron, con el límite explícito de la unidad constitucional. No se sanciona en modo alguno un «derecho histórico» a la secesión, sino el ejercicio de ciertas competencias. Y no son sólo vascos y navarros: por ejemplo, todas las regiones con Derecho civil foral privativo tienen la competencia de su desarrollo. ¿Las convierte eso en «comunidades históricas? ¿Tiene más derecho a la secesión el País Vasco, que jamás tuvo instituciones comunes, que Aragón o el concejo de Cuenca, con fueros vigentes hasta el siglo XVIII? ¿Convierte el mínimo y arcaico Derecho civil gallego a Galicia en una nación? El Estatuto Vasco de 1980 asume como propias las competencias forales, y hace mención expresa de no renuncia a los «derechos históricos que pudieran corresponder al pueblo vasco». Retórica nacionalista aparte, ya está visto cuáles son esos derechos: las atribuciones de las Diputaciones Forales antes de la autonomía regional.

Desde García Pelayo, pasando por Tomás Ramón Fernández (Los derechos históricos de los territorios forales, Madrid, 1985) y naturalmente hasta Eduardo García de Enterría (Estudios sobre autonomías territoriales, Madrid, 1985), ha quedado perfectamente definido el sentido constitucional de los «derechos históricos»: normas de eficacia y vigencia derivada de la Constitución, como todas, las peculiaridades «históricas» matizan, pero no alteran la esencia única e indivisible del ordenamiento y de la soberanía. No hay camino a la soberanía, ni a la cosoberanía, a través de la Constitución, como no lo hay, y nunca lo hubo, a través de la reivindicación histórica.

Todo esto es lógico, en una Constitución del siglo XX redactada pensando en el XXI. Lo contrario sólo tiene cabida teórica en el Antiguo Régimen, es decir, ignorando el constitucionalismo, las libertades, la soberanía nacional y por supuesto la democracia. El último país de Europa que, de alguna manera, aceptaba la existencia de varios Ordenamientos en un Estado, o de varios Estados en unión personal, con normas inalterables basadas en una historia mítica, desapareció en 1918. Precisamente al Derecho constitucional histórico austrohúngaro han vuelto sus ojos los defensores de una España dividida, plurinacional.

Ernest Lluch y Miguel Herrero de Miñón, olvidando a Kelsen y a Schmitt, evocando en cambio al conde Andrassy y a otros eximios estadistas y juristas danubianos, perfectamente desconocidos salvo como culpables del desastre de 1914 y del sangriento caos posterior, afirman la existencia de derechos preconstitucionales y supraconstitucionales, inmunes a revisión por parte del poder constituido, que definen una reserva permanente de autogobierno (y de competencias), y que al mismo tiempo definen la existencia, al margen de la nación, de otra comunidad, un cuerpo político con hecho diferencial. Como muchos nacionalistas, creen algunos que España es una «cárcel de naciones», y que la única fórmula aceptable para su pacificación es la existencia de varios Estados nacionales, confederados y compartiendo de hecho sólo la Corona y la política exterior.

Juan Carlos I sería, así, el depositario de aquellos míticos pactos entre las «naciones» sometidas y sus antepasados, y, como el viejo Francisco José I, sería el único garante de la unidad española (ya no «nacional» y ni siquiera «estatal»). Es más: para los Roca y Miñón, y para el difunto Lluch, y para los paniaguados del nacionalismo, y para los tontos útiles a derecha e izquierda, esta situación sería provisional, pues habría un derecho, también «histórico» a la secesión total. Nuevamente las ilusiones nacionalistas van contra la realidad: la Constitución de 1978 no reconoce el derecho a la autodeterminación, ni legitima ningún mecanismo que pueda llevar a la secesión de una parte de España (como sería por ejemplo el caso de un referendum). Jordi Solé Tura ha dicho que la convocatoria de ese plebiscito exigiría una reforma total de la Constitución, por el complejo procedimiento agravado, de modo que sería una nueva Constitución. Más contundentemente, Gregorio Peces Barba ha dicho que si el gobierno vasco convocase ese referendum por su cuenta y riesgo, entraría de lleno en tipos delictivos previstos en el Código Penal.

Lo más triste del caso es que en la redacción de la Constitución pesaron determinantemente los chantajes y la violencia antedichos. Con políticos débiles y asustadizos, o entregados de lleno a esa coacción, se explican los matices y dudas introducidos en la cuestión. El Estado de las Autonomías no puede generar desigualdad entre los españoles ni basarse en desigualdades; por tanto, si hubiese derechos históricos los habría para todos, o para ninguno, porque la soberanía recae en el pueblo, no en las regiones, ni en el rey, ni en los políticos de cada provincia. España es una nación política en el sentido de H. Heller, pues vive en un Estado; España es además una nación cultural, pues su pueblo se ha formado en los mismos factores culturales; es además una nación histórica, pues ha sido un sujeto unido durante milenios, y su formación ni fue pactada ni respetó la existencia de entes soberanos. En definitiva, en la Constitución de 1978 quedan esencialmente claros estos tres conceptos, para desesperación de quienes han hecho oficio de su exégesis partidista.

Por Pascual Tamburri Bariain, 19 de noviembre de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.