Estado democrático y derechos históricos

Por Pascual Tamburri Bariain, 27 de noviembre de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.

Hay precedentes históricos del debate constitucional de 1978, en los que surgió la idea de un «derecho histórico» superior a la soberanía nacional española. Entre los siglos XVII y XVIII hubo en España tendencias centralizadoras. Desde los arbitristas y el conde-duque de Olivares hasta los primeros Borbones, parecía conveniente que las instituciones se hiciesen modernas y eficaces, diluyendo o suprimiendo los privilegios. Era lógico que todos los españoles pagasen impuestos, cumpliesen el servicio militar y asumiesen por igual el peso de la vida nacional. En las provincias vascas y Navarra, dada su fidelidad a la dinastía reinante en Madrid y su cercanía a la frontera francesa, no se modificó el régimen foral. Al fin y al cabo, toda España entonces era un inmenso conjunto de privilegios y derechos particulares.

Antes de 1808, y a lo largo de todo el Antiguo Régimen, España se había organizado política, social y culturalmente en torno a la diversidad. Cada comunidad regional, cada corporación profesional o religiosa, cada estamento social tuvo su propio fuero, sus normas jurídicas que definían sus relaciones con la monarquía y entre sí. Estas normas arrancaban en muchos casos de la Edad Media, cuando el ejercicio del poder público nunca terminó de unificarse por completo. La existencia de tales leyes privativas no contradecía el sentido unitario de España, pues la pluralidad nunca se entendió como opuesta a la plena soberanía regia ni a la unidad nacional, colocadas siempre en un plano superior.

Para los ilustrados, la persistencia de los fueros vascos y navarros, amparados en una tradición medieval, era motivo de preocupación. Parecía entonces ineficaz que algunos españoles, por el hecho de haber nacido al norte del Ebro, pagasen menos impuestos y no contribuyesen a las quintas. Los intentos reformadores, protagonizados por los ministros de Carlos III y por Manuel Godoy, iniciaron un camino hacia la modernización de los fueros; no se trataba de uniformar España, sino más bien de hacer eficaz y moderna toda la administración. Aunque con matices, vascos y navarros estaban de acuerdo en este principio. Sin embargo, el Antiguo Régimen se derrumbó antes de completar estos proyectos.

El Diccionario Geográfico-Histórico de España de la Real Academia de la Historia (Madrid, 1802), y las obras del canónigo Llorente, entre otros trabajos científicos, habían tratado de definir la naturaleza de los «derechos históricos» más allá de la retórica fuerista; descartando los mitos, se trataba de ver qué había de positivo y de asimilable en la tradición foral vasca y navarra. Ya en 1829, el vasco J.M. de Zuaznávar afirmaba, en su «Ensayo histórico-crítico sobre la legislación de Navarra» que «es el rey quien hizo fueros y ordenanzas»; no se trataba, en consecuencia, de negar las autonomías forales, sino de adaptarlas a la nueva forma de Estado. Hay que recordar, incluso, que frente a una izquierda uniformista y directa importadora del modelo jacobino francés, siempre hubo un patriotismo liberal conservador que, sin negar la igualdad de derechos y la unidad nacional, estaba dispuesto a asumir el modelo competencial foral para vertebrar la descentralización administrativa de toda España. Tales ideas llegaron, a través de Cánovas, hasta Maura y Ortega y Gasset.

En el nuevo Estado liberal nacido de la Constitución de 1812, que después se hizo democrático, se unen autoridad y potestad plenas, y el liberalismo añade la idea de nación y su lógica consecuencia, la igualdad de todos ante la ley. En otras latitudes, la transición del Estado foral-absolutista al Estado liberal fue menos brusca, y permitió la salvaguardia de peculiaridades administrativas, regionales o sociales; fue el caso de Alemania y de Gran Bretaña, en buena medida. El Nuevo Régimen político derogó todos los privilegios, incluyendo los forales. En las décadas sucesivas, el absolutismo fue el partido de esos privilegios (más de los sociales que de los regionales), restaurándolos en 1814 y en 1823, y el liberalismo el partido de la igualdad jurídica, imponiéndola en 1812, en 1820 y en 1836. En la práctica, el liberalismo no duró lo suficiente como para implantar sus instituciones, y el régimen foral siguió en pie, con breves paréntesis. Desde 1833, los dos bandos se enfrentaron la primera guerra civil carlista; el carlismo prometió la restauración foral plena y el liberalismo la negó, en nombre de la unidad nacional. En el carlismo comenzó a vivirse un nuevo clima de exaltación foral, aunque los tradicionalistas siempre fueron patriotas españoles y antepusieron a los fueros la religión, la monarquía y su patriotismo. Faltó, en ambos lados, mesura y equilibrio.

Para la navarra Mari Cruz Mina Apat (Fueros y revolución liberal en Navarra, Alianza, Madrid, 1981), los fueros eran una fórmula jurídica característica del Antiguo Régimen, cuya conservación o modificación fue un tema totalmente marginal a la primera guerra carlista, librada por razones políticas y dinásticas, no territoriales ni menos nacionalistas. Tanto el punto de partida, el régimen foral ya modificado por la práctica de siglos, como el de llegada, con el encuadramiento de ciertas peculiaridades autonómicas de cuño foral en las unidad constitucional liberal, respondían por entero a las peticiones y los deseos de los vascos y navarros que en aquel tiempo representaban democrática y socialmente a sus provincias. El País Vasco y Navarra, así, adaptaron sus instituciones a la modernidad y al Estado de Derecho en los albores de éste; pero toda España, en un momento u otro, había pasado por ese trance, y no se trataba en modo alguno de una discriminación negativa ni de una represión de la inexistente identidad «euskara».

El liberalismo constitucional arbitró fórmulas para convertir las partes subsistentes de los ordenamientos forales (una cierta autonomía administrativa y un régimen fiscal especial) en normas jurídicas normales. Los fueros, cualquiera que fuese su naturaleza anterior, se convirtieron, por voluntad del legislador en Madrid, en virtud de la única e indivisible soberanía nacional, en unas leyes de autonomía regional. Algunos argumentaron que esas leyes, de «confirmación de fueros», eran el reconocimiento de una soberanía previa y subsistente, injustamente aplastada por el Estado español. Es la opinión del lehendakari Ibarreche, cuando dijo en 2000 que «Euskadi es una nación con derecho histórico a la autodeterminación, en conflicto con España hace al menos 160 años». Esta hipótesis, jurídicamente insostenible tanto en el ordenamiento de 1812-1837 como en el de 1978, la ha hecho propia el nacionalismo; para los nacionalistas, en fin, esas leyes forales, administrativas y fiscales de la primera mitad del siglo XIX serían la enésima aceptación, degradada, del sacrosanto principio de la soberanía nacional vasca, incorporada a España sin perder su naturaleza.

Si el liberalismo del XIX fue torpe e imprudente al intentar (y no conseguir) hacer tabla rasa de las identidades regionales españolas, el nacionalismo despertó una discordia que aún dura. La pluralidad consagrada en los Fueros y privilegios era difícil de encajar en el marco del Estado liberal. El problema se solucionó torpemente, y de esa herida mal cicatrizada nacieron los separatismos. Las últimas fuerzas carlistas del frente Norte se rindieron a partir del Convenio de Vergara, el 31 de agosto de 1839. Allí, el general Baldomero Espartero prometió «recomendar con interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los fueros». El liberalismo, vencedor militarmente, podía ser generoso en materia administrativa y fiscal, sin sacrificar sus principios, que eran los del Estado nacional español. Así, la Ley de 25 de octubre de 1839, votada por las Cortes -plenamente soberanas- de Madrid, «confirma los fueros de las provincias vascongadas y de Navarra, sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía», obligando al Gobierno a iniciar un procedimiento legislativo para confirmar las partes de los fueros que, oidas los interesados, fuesen compatibles con el ordenamiento constitucional. Tras los oportunos trámites, por ejemplo, en el caso de Navarra esto dio lugar a la Ley de 16 de agosto de 1841, de Modificación de los Fueros de Navarra. Pese a su nombre, era lo más parecido a un régimen autonómico, definiendo las competencias especiales de la Diputación provincial. Lo mismo sucedió en el País Vasco.

Jurídicamente, los nacionalistas argumentan con esa base su pretensión secesionista: Euskadi, unido en un momento a España, conservaría su capacidad de separarse, ya que España seguiría siendo poco más que una confederación. Resulta doloroso que esta idea tan peregrina y tan lejana de nuestro constitucionalismo haya recibido el apoyo de Miguel Herrero de Miñón, viejo prohombre del centroderecha español, infeudado ahora por ignotas razones al separatismo más cerril. La verdad es que en las Facultades de Derecho los argumentos del PNV no pasan de ser tomados a chiste. Eso sí, un chiste sangriento, como demostró el asesinato de Tomás y Valiente y los intentos de acorralamiento al fuerismo navarro, fiel a los hechos y a la realidad como no lo son las versiones sabinianas de los tres foralismos vascongados.

Miguel Herrero de Miñón ha tratado, desde fuera de los separatismos periféricos, de dar carta de naturaleza a la existencia de «derechos históricos» derivados de la previa existencia de regímenes forales. En realidad, sus escritos más conocidos al respecto («Idea de los derechos históricos», Madrid, 1991; «Derechos históricos y Constitución», Madrid, 1998) parten de una premisa no jurídica que devalúa irremediablemente lo que como político y profesional del Derecho pudo aportar: Herrero de Miñón cree en la existencia de varias naciones dentro del Estado español. Más allá de concretas incoherencias del presente, que ha denunciado eficazmente J. Ramón Parada («España: ¿una o trina?», en «Revista de Administración Pública», 141, septiembre-diciembre, 1996), la cuestión es tan sencilla como tautologica: para Miñón, hubo regímenes forales (cosa innegable); como esto suponía la práctica existencia de ordenamientos jurídicos diferentes dentro de España antes de las revoluciones liberales, se concluye que, con arreglo a una lógica propia sólo del liberalismo, a cada uno de tales ámbitos corresponde la dignidad y derechos de una nación. Esta posición es intelectualmente insostenible, porque, por la misma razón cada familia, cada gremio, cada ciudad y cada clase social dotados de derechos privativos antes de 1808 podrían proclamarse nación soberana, libremente confederada (o no) en un ente indefinible llamado España.

Si cierta parte del contenido material de los fueros pervivió lo hizo precisamente como emanación del legislativo nacional, constitucional. Pero la idea de pacto penetró hondamente en las minorías dirigentes vascas y navarras, hasta confundirse con las resabios de privilegio inherentes al decaído régimen foral. En la práctica, los Gobiernos de Madrid fueron siempre deferentes hacia los vascos y navarros, y escucharon su opinión en estas materias, pero por cortesía y conveniencia, nunca por obligación. Una cuestión es capital en todo este asunto: el Estado español, desde los albores del liberalismo, nunca fue plenamente centralista. La tentación jacobina fue siempre moderada por unos regímenes autonómicos que, con variable fortuna, obtuvieron Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra. En cada momento constituyente, se volvió a plantear el debate, en general entre una izquierda centralista y uniformadora, una derecha regionalista y diferencialista y, a partir de cierto punto, unos nacionalismos que quisieron ver en los regímenes forales (conservados o perdidos) la justificación de una independencia nacional. Incluso en pleno franquismo Navarra fue, por esta vía, ampliamente autónoma.

Es ciertamente discutible, en cada modelo constitucional, el grado y calidad de la autonomía regional conservada. Pero ninguno de ellos aceptó el confederalismo de base histórica, ni pudo aceptar la pretensión de Sabino Arana de que «las instituciones que se llaman Fueros vasko-nabarros (…) son leyes propias de estos pueblos libres con libertad originaria, creadas libremente y con soberana potestad por ellos mismos para sí mismos, sin injerencia de ningún poder extraño». Algunos pretenden extender esta posibilidad a otros territorios, incluso a todas las regiones (es el caso de Herrero de Miñón); otros, como Arzallus, sostienen que sólo «Euskalherria» sería depositaria de esta dignidad. Pocos, en cambio, recuerdan que la existencia de «derechos históricos» superiores a la voluntad popular, ajenos a cualquier control democrático, pudo ser compatible con el Antiguo Régimen, con regímenes mixtos o de transición en el XIX, e incluso con el peculiar Estado de Francisco Franco, en ciertos momentos, pero no es coherente con la soberanía democrática de un Estado moderno.

En el debate constitucional de 1978 se deslizaron algunas ambigüedades que, extrapoladas, han permitido a especuladores de mala fe elaborar toda una teoría sobre la posesión de tales «derechos», y sobre su vertiente autodeterminista. Olvidan unos y otros un dato esencial: el único derecho a la autodeterminación vigente en España es el del pueblo español, del que emanan todos los poderes del único Estado existente. Lo demás es ignorancia o mala fe.

Por Pascual Tamburri Bariain, 27 de noviembre de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.