Por Pascual Tamburri Bariain, 5 de diciembre de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.
El derecho de autodeterminación es un concepto jurídico elaborado tras la Primera Guerra Mundial, cuando los aliados vencedores trataron de dar un contenido democrático al principio de las nacionalidades y a sus propios objetivos militares. Este principio se refiere al derecho de una nación -comunidad cultural, histórica, biológica y/o jurídica- a dotarse de una organización política propia e independiente. De hecho, el primer ámbito de aplicación de este principio, la Europa Central posterior a 1918, demostró su inviabilidad. La mezcla inextricable de pueblos, grupos lingüísticos, étnicos, religiosos y culturales hizo imposible una aplicación sensata de la idea. En realidad, el derecho de autodeterminación, que consiste en hacer subjetiva y voluntaria la adscripción a una nación (hecho hasta entonces puramente objetivo e innegociable), sentó las bases de la Segunda Guerra Mundial.
La Carta de las Naciones Unidas, en sus artículos 1 y 55, reconoce el principio de libre determinación de los pueblos, pero no eleva ese principio a la categoría de derecho, de tal manera que la autodeterminación implica, en el contexto internacional, unos requisitos objetivos (límites razonables a su ejercicio, sin los cuales cada región, cada pueblo, cada aldea y cada familia podrían ser sujetos teóricos de ese principio). Un pueblo, un grupo humano, tiene derecho a la independencia, a definir su propio régimen jurídico, cuando ha sido colocado bajo condiciones coloniales – cosa por otro lado explícitamente declarada en las resoluciones 1415 y 2625 de la Asamblea General de las Naciones Unidas. El principio de autodeterminación sería, así, aplicable a los pueblos sin estado, colocados violentamente bajo la soberanía de otros, mantenidos en situación de sometimiento y privados de sus instituciones privativas.
El nacionalismo vasco afirma que «Euskalherria», en virtud de su historia, posee un «derecho histórico» a la autodeterminación, es decir, a la independencia. Ya que los nacionalistas identifican sus «derechos históricos» con los recogidos en la Constitución de 1978, es necesario preguntarse quién es titular de éstos, para poder saber quién tiene derecho, según el PNV, a separarse de España. La disposición Adicional Primera de la Constitución de 1978 «ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales». Es la única mención del término de este rango. Territorios forales pueden ser, por una lado, los que tenían en 1978 Diputaciones con atribuciones especiales, forales: las tres vascas y Navarra. Territorios forales pueden ser también las regiones y provincias con Compilaciones propias de Derecho civil foral: cada uno de los de la vieja Corona de Aragón y Galicia se añadirían así a la lista. Foralidad, en sentido lato, podría ser cualquier matiz o variación en el ordenamiento jurídico que cree una especificidad local o territorial: y así, por ejemplo, Canarias, Ceuta y Melilla tendrían «derechos históricos» derivados de sus peculiaridades fiscales, más que centenarias, o Málaga los tendría por el derecho de gracia de la cofradía de Jesús el Rico. Y no faltará quien halle instituciones jurídicas consuetudinarias y privativas en la gestión del agua del Segura (derecho histórico murciano), en el paso de ganados por las cañadas (derechos históricos castellanos), o en la división de la herencia fundiaria en la cornisa cantábrica.
¿Todas las regiones tienen, entonces, «derechos históricos»? Parece que sí, lo que diluye el problema y hace inviable tanto la peculiaridad nacionalista como la conexión entre soberanía originaria y «derechos históricos». El filonacionalista Herrero de Miñón resuelve el problema con una tautología, diciendo que los derechos históricos se reconocen no por otorgar una competencia, sino por definir una identidad. Con esto, para el ilustre ex-político, los derechos históricos se clasifican en dos tipos: los constitutivos de una nación y los que no la constituyen, perteneciendo a regiones de la España residual. Bien, si esto es así hay que asignar cada caso a una de las dos posibilidades. Para los nacionalistas vascos, para Herrero y para la propia letra de la Constitución, no hay duda: Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra tienen tantos derechos históricos como es posible. Sigamos: ¿y Cataluña? Herrero aduce, ante la inexistencia de vestigios forales fuera del Derecho civil, en 1978, la idea de los «derechos históricos tácitos»: en efecto, la abolición foral del siglo XVIII se equipararía a la de 1876, y Cataluña podría disfrutar de su condición de «nación histórica». ¿Y después? Galicia, con una remotísima y fugaz experiencia como reino, y con su Compilación civil en vigor. ¿Alguien más? Para los nacionalistas, no: el Estado español consta, según ellos, de cuatro naciones: Euskadi, Cataluña, Galicia y España, con derecho histórico a la secesión y con la posibilidad de unirse voluntaria y confederalmente a la Corona.
Toda esta alegre confusión de imposibles plantea varias dudas y muchas preguntas. Ante todo, ¿por qué el límite gallego? ¿No son Castilla, Valencia o Baleares igualmente «históricas»? En segundo lugar, ¿Existe un derecho histórico a la autodeterminación?; es más, ¿hasta qué punto han influido los intereses partidistas en la definición de los derechos históricos? Por último, se da la gran paradoja de que los «derechos históricos» afirmados para regiones más o menos modernas, como el País Vasco, o países de ciencia ficción, como Euskalherria, son negados a los verdaderos y genuinos «territorios históricos» que sirvieron de pretexto a la polémica. A continuación se debatirá, en consecuencia, la razón que lleva a los nacionalistas y sus acólitos a fijar en uno u otro punto el límite de la titularidad de «derechos históricos».
Cuando en 1880 se planteó dar un último impulso a la codificación del Derecho español, el ministro Álvarez Bugallal incluyó entre las regiones «forales», es decir, con normas jurídicas propias que iban a verlas respetadas por el Código Civil. Sin embargo aquel no pasó de ser un capricho del ministro, pues Galicia tenía unas costumbres jurídicas no más divergentes de las que iban a ser normas comunes que Asturias, la Montaña, los demás valles del Norte de Castilla, las comarcas ibéricas, etc.. La especificidad gallega, sin embargo, fue considerada «foral» por razones simplemente políticas -los favores políticos del caciquismo canovista-, y así Galicia se encontró siendo «foral» junto a la Corona de Aragón, Navarra y el País Vasco. Sin duda otras provincias tanto o igualmente peculiares perdieron su costumbre, que en ninguno de los casos superaba lo anecdótico. Pues bien, ese «foralismo» gallego impulsó intelectualmente el neonato nacionalismo gallego, y ha permitido que Miguel Herrero considere a Galicia «nación». Si en 1880 el ministro de Justicia hubiese sido de Santander, o de Cáceres, tendríamos ahora, sólidamente basadas en su foralidad, las naciones montañesa o extremeña. ¿Tiene Galicia, en virtud de este hecho, más o menos derecho a la autodeterminación que vascos, catalanes, navarros o cacereños?
En realidad tienen razón los más intransigentes nacionalistas vascos: con la Constitución en la mano sólo los territorios que conservaron sus fueros después de las revoluciones liberales son poseedores de ciertos derechos históricos colectivos, privativos de cada uno de ellos. La foralidad, después de la Constitución de Cádiz, definía una suerte de autonomía de las cuatro provincias afectadas: no de Cataluña, no de Galicia, no de Cazorla ni de Aracena de la Sierra: sólo de las tres provincias vascas y de Navarra. Este régimen autonómico siguió vigente para Navarra hasta 1982, mientras que las provincias vascas lo vieron en parte recortado y en parte suprimido con motivo de la tercera guerra carlista y de la guerra civil de 1936. Los nacionalistas afirman seriamente que los vascos han visto aplastada su independencia por la derogación foral, y que conservan en la legislación foral residual en embrión de su independencia, que deben ejercer. Nunca el Estado español, al margen de sus variaciones políticas, dio por buena esta teoría; ni Azaña ni Franco aceptaron jamás el mito nacionalista de que los vascos serían españoles sólo mientras quisieran y porque quisieran. Esto sería jurídicamente insostenible, como se ha visto.
La foralidad no genera un derecho colectivo a la autodeterminación. Los fueros, sea cual sea su origen y su categoría, se limitan a afirmar unas normas institucionales, jurídicas y fiscales, que distinguían a los vizcaínos de los guipuzcoanos, o a los alaveses de los navarros, del mismo modo en que era diferente el estatuto jurídico de los vecinos de Sepúlveda respecto al de los conquenses. Si vascos y navarros, por separado, tienen una autonomía especial, es en virtud de la proclamación constitucional de la misma, pero obviamente dentro de los límites de dicha Constitución y de sus principios. Otras Comunidades no tienen esa especificidad autonómica, y sólo por un juego muy extraño de equilibrios políticos se ha podido extender a ellas la idea de «derechos históricos» en el sentido técnico. Sólo alaveses, navarros, guipuzcoanos y vizcaínos han tenido hasta hoy derechos «históricos», y esos derechos ni son sagrados e inviolables fuera de la Constitución ni pueden sacar de ésta a aquellas provincias. Que es, una vez más, en lo que se equivoca el PNV y se equivocan sus turiferarios maketos.
No deben engañarse los hombres y mujeres del Partido Popular, en especial, con este aspecto del debate sobre la identidad plural. España es una nación, sólo una nación libre y sólo un pueblo soberano, hecho que debe afirmarse desde la Constitución y desde la historia. Esta postura puede ser llamada «esencialista» por los desengañados de uno y otro signo, como el ya citado Herrero, y otros (J.M. Sánchez Prieto, «La alternativa vasca: ¿conflicto o hecho diferencial?», en «Nueva Revista», 76, julio-agosto 2001), pero la verdad vale algo más que las conveniencias políticas y que las modas intelectuales. El patriotismo que en este momento de la vida nacional puede surgir no ha de ignorar los derechos históricos regionales, pero no puede hacer de las pequeñas patrias una opción alternativa a la gran patria. Y menos, dando por buena la mentira.
Por Pascual Tamburri Bariain, 5 de diciembre de 2001.
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