Por Pascual Tamburri Bariain, 11 de diciembre de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.
Dentro de España, los nacionalistas vascos sostienen que la soberanía de «Euskalherria» (incluyendo Navarra) estaba consagrada en los Fueros, injustamente suprimidos en los dos últimos siglos o reducidos sólo a meras reliquias; o mejor, dicho, suprimidos de hecho pero no de Derecho. La igualdad de los españoles ante la ley, expresada en las leyes de modificación o supresión de Fueros de 1839, 1841, 1876 y 1937, debería someterse a una revisión sincera, que repare por fin «la injusticia del contrafuero y se reconozca y ampare los derechos del pueblo vasco». El mecanismo propuesto desde ámbitos cercanos al PNV está muy claro: la autodeterminación, eje de la «construcción nacional», no sería una concesión de España, sino el reconocimiento de un derecho largo tiempo conculcado y susceptible de regulación por arbitraje internacional. La sibilina lectura de la disposición constitucional sobre este asunto permite afirmaciones como la que sigue: «En cuanto a reformar la Constitución, ya hemos dicho que no es necesario; basta con llevar a cabo los trámites que hemos apuntado. Añadimos a lo dicho otra razón, y es que no se trata de algo que afecta a la soberanía del pueblo español, sino de devolver lo que pertenece a otro». Un nacionalista vasco, del ámbito del PNV, ha escrito estas palabras con el seudónimo de F. Aretxaga (Soberanía vasca, cuestión de justicia, Editorial Ttarttalo, San Sebastián, 1998).
Para los separatistas vascos, la independencia originaria e irrenunciable de su «nación» es «una asignatura pendiente que tienen los españoles, y es una gran responsabilidad de quienes depende la tarea de educar, de hacer opinión pública y de formar actitudes éticas y las conciencias en el Estado español». «Ya se están dando pasos en este sentido. Estamos en una democracia. Aunque tenga sus deficiencias, tenemos abiertos todos los medios y foros -los parlamentos incluidos- para exponer la verdad. Es un hecho que la verdad del contrafuero cometido con los vascos se va abriendo camino. Cuando los vascos hablan de sus derechos, se oye su voz dentro del estado español y fuera. A las personas demócratas de corazón, la verdad es algo que les mueve a actuar en consecuencia. Hay una relación entre la verdad expuesta con claridad y la justicia y la paz». No hay manera más clara de expresar el chantaje en sus términos esenciales: los «derechos históricos», entendidos al modo de Arzallus, no sólo permiten, sino que imponen una salida soberanista e independentista. Que el argumento sea falaz importa poco, ya que siglo y medio de propaganda y veinticinco años de control de los medios de comunicación por el PNV hacen las cosas mucho más llevaderas.
El nacionalismo vasco quiere la independencia, es decir, la construcción a cualquier precio de un estado nacional vasco independiente. Para el PNV, y para todos los nacionalistas, no se trata de defender la independencia como una opción posible, sino de considerarla la única salida aceptable para «Euskalherria»: de hecho, se niegan a aceptar ninguna otra, amparados en la imprescriptibilidad de sus derechos y en el reguero de sangre que en otro caso no cesaría. Ese camino a la independencia pasa por la autodeterminación, y la autodeterminación exige un fundamento objetivo, como se ve, susceptible de reconocimiento internacional. Así, los nacionalistas sostienen que «Euskalherria» es objeto del colonialismo hispanofrancés, y para demostrar este imposible modifican toda la historia del pueblo vasco y su ordenamiento jurídico histórico.
Más aún: ya se ha visto que la existencia de los «derechos históricos» poco tiene que ver, en la realidad histórica española y en el ordenamiento constitucional, con lo que los nacionalistas entienden por tal cosa. Pues bien, hay más: que existan derechos históricos amparados por la Constitución – menos y de menos enjundia de cuanto desearían los nacionalistas – no supone, en modo alguno, que esos derechos culminen en un derecho supremo a la secesión de España, en un derecho a la autodeterminación. Hay evidentes razones jurídicas y sobre todo históricas que invalidan semejante lectura del constitucionalismo español.
Legalmente, los «derechos históricos» definidos en 1978 amparan la existencia de ciertos matices y variantes en el régimen autonómico español. En concreto, como derechos históricos pueden considerarse los derechos civiles forales, y derechos históricos son también ciertas competencias e instituciones que Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra poseen por haberlas poseído ya en 1978 las correspondientes Diputaciones. Derechos históricos pueden ser, a lo sumo, las vías extraordinarias de acceso a la autonomía que se previeron para Galicia, el País Vasco y Cataluña, por haber tenido Estatutos entre 1932 y 1936.
Históricamente, los «derechos históricos» en relación con la autodeterminación podrían ser los de aquellas partes de España que, antes de la unidad política nacional, fueron reinos soberanos. Así, Aragón, Valencia, Mallorca y Navarra, por ejemplo, pueden demostrar que, en un tiempo remoto, tuvieron soberanos privativos. Naturalmente que aquellas glorias pasadas no generan un derecho efectivo a recuperar tal soberanía, entre otras cosas porque fueron soberanos los reyes de aquellos reinos, no sus pueblos, y aquella soberanía quedó subsumida indisolublemente en el proceso dinástico de unidad nacional. Si por arte de magia resucitasen aquellos reinos con sus instituciones medievales, su rey sería a todos los efectos Juan Carlos I, como sería rey de Castilla. En todo caso, España, que ya era una nación cultural y étnica, entre tanto se ha hecho una nación política, y nadie puede pretender hurtar su soberanía al pueblo, su unidad al Estado ni su dignidad a la nación.
Y la historia es además burlona en este caso. Nunca fue soberano el señor de Vizcaya, sino siempre súbdito y vasallo de un rey (el de Castilla o el de Pamplona), hasta que el mismo rey de Castilla se hizo señor de Vizcaya desde el siglo XIV. Así, nunca fue soberana la provincia por excelencia, Guipúzcoa, ni Álava. Tampoco fue soberano el condado de Barcelona, o por mejor decir la agrupación de condados catalanes en la dinastía condal barcelonesa. Hasta el siglo XIII el conde de Barcelona fue súbdito y vasallo del rey de Francia, y desde entonces el condado estuvo unido al reino de Aragón. Resulta, pues, que los dos territorios que con más insistencia reclaman su derecho histórico a la autodeterminación y a la soberanía nunca han sido soberanos, ni han tenido soberano privativo, ni han sido otra cosa que partes de un conjunto desordenado que se llamaba España y que trabajosamente recuperó, tras ocho siglos de luchas, su unidad, por la que tantos vascos y catalanes empeñaron sus vidas.
Sólo la ignorancia maligna e incurable del nacionalismo, bien asentada en inconfesables intereses, ha podido convertir la historia, las peculiaridades jurídicas regionales y las glorias del pasado en justificación y sustento de una imposible soberanía originaria. Nunca el País Vasco ha sido soberano, ni ha estado administrativamente unida antes del siglo XX, y de hecho sus fueros proceden precisamente de la fidelidad de aquellos valles a los reyes de Castilla y de España. Además de su inexistencia histórica, la soberanía vasca carece evidentemente de valor jurídico actual, ni con esta base ni con ninguna otra.
Pero conviene señalar la extrema debilidad doctrinal del nacionalismo: olvidados los pruritos religiosos sabinianos, perdido prudentemente el recurso al argumento étnico y racial, hecho inservible por la realidad vasca el argumento lingüístico, abandonada de cara a la galería la revolución nacional marxista, los paladines de la nación vasca se han reagrupado en torno al argumento soberanista y a la exigencia de un ámbito vasco de decisión (léase autodeterminación) sólo a partir de argumentos histórico – jurídicos. El nacionalismo es una opción acorralada, ya que ha encontrado su única salida en un evidente y fragilísimo sofisma. Esa misma debilidad ha facilitado la gran coalición nacionalista vigente de hecho desde la tregua etarra, y aun desde antes: todos los nacionalistas vascos comparten un solo camino hacia sus objetivos. No ha que menospreciar, en fin, la importancia del mito de la soberanía originaria para movilizar a una parte importante de la sociedad vasca, mucho más allá de la envergadura racionalmente admisible del montaje.
Tal irracionalidad no se oculta en absoluto. Toda discusión sobre la extensión y titulares de esa hipotética autodeterminación es pura especulación: la hipótesis nacionalista ha de tomarse o dejarse tal y como está formulada. Evidentemente, desde la verdad histórica, desde la doctrina jurídica, desde la Constitución actual y todos los ordenamientos jurídicos nacionales anteriores, en España el único soberano, el único detentador del derecho a la autodeterminación es el pueblo español. Pero al nacionalismo vasco, ya lo sabemos, ni le importa la verdad ni le asusta la incoherencia, y está siempre dispuesto a cabalgar el argumento más interesante en cada momento para sus fines. Y lo que es peor, sabe encontrar a menudo compañeros de viaje muy útiles dentro de la acomplejada y ahora «federalista» izquierda española.
Sobre la mentira histórica y la ignorancia jurídica se ha construido el nacionalismo. Un nacionalista está dispuesto a comulgar con ruedas de molino para afirmar una soberanía futura a partir de una nebulosa realidad pretérita, que además ignora, tergiversa y manipula según las necesidades del momento; y lo que es peor, está dispuesto a matar, o a tolerar que otros maten, o a aprovechar esas muertes, al servicio de ese proyecto. No hay derechos históricos a la autodeterminación; los derechos históricos de la Constitución son de otra naturaleza; el pasado, objetivamente estudiado, no habla de historias secesionistas sino de esfuerzos unitarios compartidos y de una sola soberanía, indivisible, y muchas veces defendida con ahínco precisamente por los vascos, antepasados de una juventud a la que se ha educado en el desconocimiento de la verdad.
Por Pascual Tamburri Bariain, 11 de diciembre de 2001.
Publicado en El Semanal Digital.