Por Pascual Tamburri Bariain, 4 de febrero de 2002.
Publicado en El Semanal Digital.
El campo español goza de una aparente buena salud. Más ingresos, sectores altamente competitivos, modernización de infraestructuras y una cierta atención institucional hacen pensar en una agricultura satisfactoria y sin problemas. Nunca ha sido tan alta como ahora la renta agraria teórica, y nunca tan estado técnicamente capacitados los agricultores y ganaderos.
Si la agricultura fuese como la industria, si todo el agro español fuese una inmensa fábrica de productos vegetales y animales, esto podría ser cierto. Si la única misión de los agricultores fuese producir mercancías de calidad creciente a costes progresivamente reducidos, tal vez, sólo tal vez, podría decirse que el campo español goza realmente de buena salud.
Sin embargo, el campo es algo más que un sector de la economía nacional. El agricultor es, ante todo y como siempre, el principal operador ecológico del país. El 80% de la superficie nacional, incluyendo las áreas más sensibles desde el punto de vista natural, sólo es recorrido, explotado y tutelado por el campesino, que no recibe ninguna compensación relevante por este servicio a la comunidad. Además, la agricultura es el fundamento último de la existencia de esa comunidad nacional: un pueblo incapaz de producir sus propios alimentos, al menos hasta un nivel de subsistencia, no sería un pueblo soberano e independiente; no se trata tanto de hacerlo cuanto de poderlo hacer en hipotéticos tiempos de crisis Si éstos llegasen ¿qué pasaría en España?. En otro orden de cosas, sólo la agricultura y la ganadería permiten fijar habitantes en la España interior, cuya despoblación histórica se debe a las sucesivas revoluciones agrarias, y que está en muchos casos ya en el límite de poder ser considerada geográficamente un desierto.
Económicamente, el campo español va más o menos bien. Los agricultores son pocos y de edad avanzada, y pocos jóvenes van camino de reemplazarlos, pero de momento viven razonablemente bien (aunque con un nivel de vida muy inferior al de las ciudades, por lo que nadie protesta). Sin embargo, el mantenimiento de la producción, y de la población, depende exclusivamente de un factor: las ayudas y subvenciones europeas. Ningún agricultor piensa en rechazarlas, pero pocos notan hasta qué punto están siendo un regalo envenenado: se paga igual al buen campesino que al haragán, se paga por cumplir unos trámites burocráticos y no por lograr de la tierra un buen producto. La mentalidad generada es enfermiza, y débil, como sin duda mostraría el masivo abandono de tierras y de pueblos que seguiría a una supresión de dichas ayudas.
Hay un camino alternativo: en vez de pagar a la España rural por hacer mal su trabajo, en vez de hacer burócrata al labrador, convengamos todos en remunerar con justicia las funciones que viene desempeñando gratis. Si la agricultura da vida a los pueblos, si mantiene el ecosistema, si da solidez a España ante cualquier eventualidad extrema, paguemos a quienes desempeñan esas misiones. Más aún: hagamos que especialmente la juventud urbana, tan ajena a la vida real de los campos, de los que sin embargo procede su estirpe y sigue nutriéndose ella misma, conozca y reconozca el alto valor de los que cada mañana recorren los caminos polvorientos. Un modo de vida que por muchas razones no debe desaparecer.
Por Pascual Tamburri Bariain, 4 de febrero de 2002.
Publicado en El Semanal Digital.