El populismo que no pudo ni quiso ser

Por Pascual Tamburri Bariain, 24 de abril de 2002.
Publicado en El Semanal Digital.

Los bienpensantes, los políticos profesionales y los periodistas apesebrados han liquidado el éxito electoral Jean-Marie Le Pen – uno más – como una victoria de la «extrema derecha» o incluso como una prueba tangible de la amenaza «fascista» contra la paz en Europa.

Palabras demasiado grandes para hechos pequeños y cotidianos. Unos cuantos millones de ciudadanos franceses no quieren más delincuencia en sus calles, ni más inmigrantes a costa del erario público, ni más imposición de recetas económicas y administrativas desde el extranjero. Obreros, estudiantes, parados, pensionistas y amas de casa, como las clases medias y bajas, quieren un país democrático, seguro, libre e independiente, como lo conocieron en otro tiempo. Y bastantes de los que comparten esos sentimientos han votado a Le Pen, aunque otros no se hayan atrevido a hacerlo por los indudables cataclismos que vienen anunciando los medios de comunicación.

Ese 20% que obtuvieron Le Pen y su ex-discípulo Bruno Mégret no equivale a un 20% de fascistas en Francia. Si ése fuese el caso, los fascistas controlarían las calles y alcanzarían el poder por sus medios. Mussolini llegó a la jefatura del gobierno con bastante menos.

En realidad, el único fascismo que se ha visto en Francia es el de los enemigos de Le Pen: violentos, intolerantes y antidemócratas que desahogan en las calles y en la gris candidatura de Jacques Chirac toda su frustración por unos resultados electorales que no comparten. Le Pen es un hombre del pueblo, un sujeto pragmático con respuestas a los problemas concretos. Y no es un político profesional. Si representa algún tipo de derecha, se sale de lo establecido para las opciones políticas de ese signo: no es clasificable, y eso enerva a sus rivales.

Un fantasma recorre Europa: la voz del pueblo pidiendo soluciones efectivas para los problemas de cada día. Hay quien lo llama fascismo, para otros es chovinismo, para muchos se llama populismo; da igual, pues los que eligen esos partidos miran más a lo tangible que a las grandes palabras.

¿Y en España?

Aunque en menor escala, en la Península se dan todos los elementos que han hecho posible el fenómeno Le Pen: periferias urbanas degradadas, barrios conflictivos, inmigración ilegal masiva, campos abandonados, autoridad del Estado puesta en discusión, delincuencia extranjera, recursos públicos regalados a los recién llegados, paro y subempleo. Hay un hueco electoral para un lepenismo español, que no llenan ni el PSOE, causante en su momento de todos estos males, ni el PP, tibiamente acomplejado y que en seis años no ha puesto las cosas en su sitio.

Pero en España hemos asistido en esos mismos años a un experimento populista mucho más bufonesco: Jesús Gil y Gil, con su partido de negocios, pareció en un momento a punto de abrirse hueco en la política nacional. Hasta tal punto esa posibilidad pareció cercana que los grandes partidos establecidos unieron sus fuerzas y comenzaron a salir a la luz todos los escándalos de la era GIL.

Jesús Gil es un populista de ocasión, lanzado a la política para defender sus intereses. Ni tenía un programa, ni su vocación era servir al pueblo. Como Le Pen, Gil no es clasificable en la izquierda o en la derecha. Como Le Pen, Gil irrita a los políticos profesionales porque se ha demostrado capaz de sustraerles una parte del pastel electoral. Pero ahí terminan las similitudes: el Frente Nacional francés tiene un programa y unos objetivos políticos declarados, mientras que el GIL es un grupo de amigos unido en torno a unos negocios no muy limpios.

Desde Amberes a Bucarest, desde Roma a Rotterdam, en Viena como en París, una parte creciente de la opinión pública rechaza los estereotipos fósiles de izquierda y derecha, y entrega su voto a partidos «populistas», heterodoxos. Tal vez el GIL pudo recibir algunos votos por ese conducto: pero no cabe duda de su completa y radical alienidad del patrón nacional-populista de Le Pen. Los distintos movimientos asimilables al Frente Nacional francés son interclasistas, si se quiere xenófobos e indudablemente radicales en sus posturas, aunque no son ni de izquierdas ni de derechas. Y son, a diferencia de Jesús Gil, los portavoces de los perdedores de la globalización y de la unificación bruselesa.

«No tengáis miedo de soñar vosotros, los pequeños, los sin grado, los excluidos (…). los mineros, los metalúrgicos, las obreras y los obreros de las industrias arruinadas por el euromundialismo de Maastricht (…9 Quiero reconstruir … la unidad de la República, la independencia de Francia, nuestra patria, restablecer la seguridad en el conjunto del territorio nacional y liberar a nuestros compatriotas del fiscalismo y de la burocracia»: son las palabras con las que Le Pen recibió su triunfo del 21 y comenzó su campaña para el 5 de mayo. ¿Las imagina alguien en boca de Jesús Gil y Gil?

Por Pascual Tamburri Bariain, 24 de abril de 2002.
Publicado en El Semanal Digital.