Por Pascual Tamburri Bariain, 20 de mayo de 2002.
Publicado en El Semanal Digital.
La ofensiva nacionalista no tiene precedentes desde la Transición. La sangrienta agonía de Eta está uniendo y radicalizando al nacionalismo. El proyecto de referendum coloca a vascos y navarros al borde del conflicto, con enorme peligro de estallido social. Hace falta claridad y energía. Y el PSOE no anda sobrado ni de una ni de otra.
El futuro inmediato es sombrío, el horizonte no debe serlo
Juan José Ibarreche ha reiterado en los últimos tiempos que «la sociedad vasca será la que decida su futuro», y que se servirá de todos los resquicios legales para convocar una consulta sobre la pertenencia o no del País Vasco a España. Ante la inevitable ilegalización de Batasuna, el nacionalismo parece decidido a unirse en un proceso de radicalización que pocos entienden fuera del País Vasco y Navarra.
En un país democrático, en una pura lógica democrática, habría una explicación razonable para lo que está sucediendo entre el Ebro y el Cantábrico: el PNV, moderado, esperaría heredar los votos etarras coqueteando con el independentismo pero, en definitiva, «normalizando» la situación. Así, alguien podría pensar que Arzallus e Ibarreche, con las gentes de Garaicoechea, se disponen a rendir un gran servicio a la democracia, integrando en las instituciones y en la legalidad a los secuaces de Otegui.
Esto no es así. En el País Vasco no hay ni democracia ni mucho menos libertad, ya que la expresión de un sentimiento españolista lleva al ostracismo, el exilio o la muerte. El PNV no es un partido moderado, sino que, fiel a su tradición racista, está empleando las instituciones constitucionales para romper la Constitución y la Nación. Lejos de «normalizar» la situación, aprovechando la renovada energía antiterrorista del Partido Popular, los nacionalistas están llevando a vascos y navarros a una situación de tensión sin precedentes en veinticinco años.
«Quitémonos la careta, ¿la sociedad vasca tiene o no tiene derecho a ser consultada?». La pregunta de Ibarreche, muchas veces repetida, no puede ser más inocente y sencilla: si España es una democracia, evidentemente los vascos tienen derecho a decidir su futuro. Ahora bien, contra lo que piensan los sabinianos, los vascos ya han decidido. Lo han hecho durante los últimos milenios, formando parte de España y teniendo un papel protagonista en la historia de ésta. Y, por supuesto, lo han hecho como parte de la nación española, actualmente en su encaje democrático nacional (la Constitución) y regional (el Estatuto).
El País Vasco ya se ha autodeterminado, y el pueblo vasco ya es soberano: como parte del pueblo español. De Navarra ni se hable, porque los navarros han realizado un doble proceso de autodeterminación: autodeterminación democrática nacional, junto con todos los españoles, aceptando el actual marco jurídico e institucional; y autodeterminación democrática regional, definiéndose como comunidad diferenciada, a la par de cualquier otra región española pero sin pertenecer a ninguna otra.
Al sur del Ebro puede parecer ocioso reiterar estas evidencias. Sin embargo, las obviedades son negadas y discutidas cada día en dos regiones españolas. Muchos han perdido la libertad y la vida por defenderlas. Y el futuro inmediato se presenta difícil, con un nacionalismo capaz de movilizar tal vez 800.000 votos y decidido a incumplir la letra y el espíritu de las leyes en vigor para construir un nuevo Estado. En boca de los nacionalistas, la democracia no es más que una palabra, porque el único pueblo al que reconocen derechos es al formado por sus partidarios.
El ministro de Administraciones Públicas, Jesús Posada, ha declarado con ejemplar corrección que «el Gobierno se opondrá radicalmente a cualquier quebrantamiento de la legalidad». No podía ser de otro modo. El día 23 de mayo comienza en las Cortes el debate de la Ley de Partidos, que cuenta en principio con un consenso muy amplio, logrado por el PP con grandes concesiones a las necesidades de imagen del PSOE. Aznar, que no va a ir a las elecciones de 2004, piensa en sus obligaciones, mientras que Zapatero y Caldera piensan más bien en encuestas y en votos. Hay quien se alegra incluso de que España «ya no vaya tan bien».
La tensión crece día a día. El hastío de los españoles – no ya sólo por el terrorismo, sino por el nacionalismo en sí mismo – crece constantemente. La hipoteca separatista distrae energías y tiempos que mejor se emplearían en resolver otros problemas nacionales, más graves y reales. Eta no va a desaparecer por las buenas. Y una consulta, referéndum o plebiscito puede romper definitivamente la convivencia democrática, aparte de colocar técnicamente a Ajuria Enea fuera de la ley.
El horizonte inmediato es sombrío, visto desde Vitoria y desde Pamplona. Sin embargo, hay soluciones legales, pacíficas, sencillas y democráticas. Bastaría que el nacionalismo – el vasco, en este caso, pero todos ellos, en definitiva – entiendese y asumiese que sólo y todo el pueblo español es soberano, y que no hay ni va a haber jamás ni mayores autonomías, ni autodeterminaciones regionales ni posibilidad alguna de independencia.
Probablemente ya tienen claro que el PP, en su inmensa mayoría, nunca va a transigir con eso. Queda pues, para garantizar la paz y la convivencia, que el PSOE deje igualmente claras en público y en privado sus convicciones al respecto. Cualquier veleidad separatista perdería su sentido si no fuesen posibles concesiones y abandonos por parte de políticos sin palabra y sin alma. He ahí la raíz última de todo el problema y la vía directa a su resolución: la unidad nacional y la renuncia al interés de partido.
Por Pascual Tamburri Bariain, 20 de mayo de 2002.
Publicado en El Semanal Digital.