Por Pascual Tamburri Bariain, 28 de agosto de 2002.
Publicado en El Semanal Digital.
Poco de bueno puede decirse sobre la cumbre de Johannesburgo. Incluso su título, centrado en el «desarrollo sostenible» es de una insostenible hipocresía. No hay ningún «desarrollo sostenible», el desarrollo económico ya es insostenible en este momento; y cualquier aumento mundial de «desarrollo» tendrá ulteriores efectos negativos para la vida de las plantas, de los animales, de los ecosistemas y de las generaciones presentes y futuras de humanos.
Poco importa a qué tecnologías se apele, poco importa qué fuentes de energía se empleen: cualquiera de ellas, empleada en la masa que sería necesaria para elevar la media de vida del planeta a sólo un cuarto de la europea, supondría una catástrofe ecológica. Los responsables técnicos y políticos de la cumbre de Johannesburgo lo saben. Y por eso mismo es legítimo proclamar su hipocresía.
También es imposible, y por ende hipócrita, ligar el desarrollo económico del Tercer Mundo a la mejoría de las condiciones medioambientales. Las dos variables, por definición, no pueden correr en la misma dirección. Si un país se embarca con éxito en el modelo industrial de desarrollo, inevitablemente su ecología se resentirá. Si todo el Tercer Mundo emprende un improbable desarrollo de este tipo, la crisis ecológica será rápida, global e irreversible.
Los habitantes de los países industrializados son menos de mil millones, y ya se ha visto cómo están dejando el planeta tras dos siglos de desarrollo industrial, muy especialmente en las dos últimas décadas. Es ahora políticamente correcto afirmar el «desarrollo» como un derecho de los pueblos. Pocos recuerdan el límite ecológico del proceso; menos aún recuerdan que el desarrollo industrial es un concepto creado y desarrollado por y para los pueblos de cultura europea, que no tiene por qué valer universalmente.
Por supuesto que hay soluciones para garantizar a todos los habitantes del planeta un nivel de vida digno. Para la pobreza interior del mundo occidental, sería posible concebir un alto al desarrollo industrial, una reorientación con criterios ecológicos y una nueva distribución del trabajo y de la riqueza. Aunque esto es difícilmente compatible con la versión ultraliberal del capitalismo hoy más de moda.
Y sería posible convencer a los pueblos del Tercer Mundo de que no adopten nuestro modelo de desarrollo, y menos aún nuestro estilo de vida. Nada puede ser peor que el destino que les aguarda si siguen rondando la entrada al mundo de la globalización económica.
En realidad, Occidente es tecnológicamente capaz de diseñar un desarrollo que, en el siglo XXI, respete los recursos naturales, las materias primas y la mano de obra de Asia, África y Sudamérica, creando allí las condiciones de un desarrollo autógeno y equilibrado. Pero Occidente es miope, y no entiende que ése y no otro es su primer interés.
A corto plazo, las cuentas de resultados de las grandes empresas y de los Estados se benefician de la conquista de nuevos mercados y proveedores subdesarrollados. Nadie piensa en el día de mañana. Y cuando un país emprende el camino hacia una economía sostenible e independiente (por ejemplo, la República Islámica de Irán) se convierte en enemigo.
El problema, sin embargo, no está tanto en el subdesarrollo de aquellos países cuanto en el modelo occidental de desarrollo, que es insaciablemente voraz de más mercados y de más países, de modo terriblemente parecido al más viejo y peor de los imperialismos. Los problemas de Johannesburgo deben solucionarse antes aquí.
Por Pascual Tamburri Bariain, 28 de agosto de 2002.
Publicado en El Semanal Digital.