El Señor de los Anillos. II. Las Dos Torres.

Por Pascual Tamburri Bariain, 20 de diciembre de 2002.
Publicado en El Semanal Digital.

Una película para adultos, y para niños. Una epopeya en celuloide, nacida de una pluma genial. El Señor de los Anillos, en su segunda entrega, es un éxito comercial, pero sobre todo un fenómeno cultural. El mundo asiste al triunfo de un producto artístico basado en la tradición cultural europea, y ajeno a los principios políticamente correctos del mundo moderno. Una película que simboliza el renacer de una cultura que no es de izquierdas.

¡Un año! Después décadas de espera, en diciembre de 2001 se presentó la versión cinematográfica del primer volumen del el Señor de los Anillos. Y doce meses después, por fin, hemos asistido al estreno más esperado. El Señor de los Anillos (II) es, una vez más, una película para todos los públicos, para jóvenes de edad y para jóvenes de espíritu. La adaptación cinematográfica de ‘El Señor de los Anillos’ no defrauda a los más exigentes expertos en Tolkien. No es una película para pasar el rato, no es una película de acción y poco tiene que ver con un Harry Potter infantil y globalizado.

Tolkien enfrenta principios eternos – el sacrificio, la abnegación, el amor, la lealtad, la lucha más allá de toda esperanza razonable – a la amenaza, oscura, viscosa y seductora, del Mal. Es, sin duda, una síntesis de la mitología europea para una Europa que ha olvidado demasiado deprisa sus raíces espirituales y míticas. Allí donde haya un joven que se identifique con Boromir, un niño que admira a Frodo, un adulto que comprenda el drama de Gandalf, hay un síntoma de renacimiento cultural, frete a décadas de dictadura izquierdista, materialista y globalizante.

Tolkien, con su obra, quiso expresamente rebelarse contra el sistema de valores materialistas y productivistas del mundo moderno. El Ciclo del Anillo refleja la lucha entre dos mundos antitéticos, que no se asemeja a ninguno de los conflictos del siglo XX sino, más bien, a la crisis del mundo europeo occidental que está culminando en el siglo XXI. En los corazones intrépidos, reconfortados por esta admirable película, la Compañía del Anillo debe seguir marchando.

Razones para ver, y para leer

Por David Fontaneda Calzada

Aún recuerdo cuando mi padre me recomendó por primera vez que leyese El Señor de los Anillos, me dijo que a él le marcó y que a partir de entonces vería las cosas de otro modo. Supongo que por la rebeldía (y la estupidez) de la adolescencia no le hice caso y fueron pasando los años hasta que por fin me decidí a leerlo. Empecé casi por casualidad, sin querer, uno de esos fines de semana en los que la juventud española se encuentra vacía, sin nada que hacer.

Los primeros pasos fueron temblorosos, confusos, sin saber muy bien cómo y porqué aparecía tanta gente y qué demonios tenían que hacer. Una vez superados los primeros contratiempos que se le presentaban a alguien como yo, que no estaba acostumbrado a leer, me sumergí en un mundo paralelo que me traía a la memoria aquellos tiempos de aventuras y de grandes gestas, tan propios de nuestra historia, y que hoy han quedado apartados, en el fondo del baúl, como si nos diese vergüenza recordarlos o como si no tuviesen nada que ver con nosotros.

El libro te envuelve, te abraza y te obliga a seguir, una página más, un capítulo más. Van pasando las horas y cuando ya por fin te ves obligado a dejarlo y volver al mundo real, lo haces con pena, y no dudas en buscar unos minutos para retomar otra vez el espíritu de la Tierra Media. Y cuando por fin lo terminas, la tristeza te embarga y te preguntas dónde se puede seguir disfrutando de ese mundo maravilloso, tan distinto al actual, donde reina el amor verdadero, el compañerismo y el sacrificio.

Quizás a la juventud actual le vendría mucho mejor dedicar su tiempo libre a bucear en la obra de Tolkien, en vez de preocuparse tanto por el «botellón», por hacer tanta huelga de estudiantes y por tanto fútbol y por tanto partido del siglo. Sería interesante ver qué ocurriría si los jóvenes españoles tomasen como ejemplo a seguir a los singulares miembros de La Compañía del Anillo, en vez de a tanto Gran Hermano, a tanto cantante de karaoke o a tanto futbolista.

Tolkien, los intelectuales y el jabón

Por P.O.

El otro día presencié una curiosa escena en el metro. Dos veinteañeros discutían sobre «El señor de los Anillos». Uno de ellos, con la bolsa de deporte al hombro, hablaba emocionado, -entusiasmándose más y más a medida que se oía a sí mismo-, del arrojo de Gimli, del carisma de Aragorn, de la agilidad y elegancia de movimientos de Legolas, de lo épico de la redención de Boromir…

A tan inocentes ilusiones no tardó en responder el otro con gestos cargados de la agresiva indiferencia de quien se sabe por encima del bien y del mal. «Yo no me rebajo a sentir las humanas emociones», parecía querer decir con los paulatinos levantamientos de su ceja agujereada. Su pelo, hábilmente enmarañado y grasiento, era todo un alegato contra el Sistema imperante. Con sus exagerados gestos iba desacreditando las palabras de su compañero, que él había convertido en combatiente. Y así hasta que llegó el momento en que, extasiado ante tanta inmadurez, tuvo que coger al toro por los cuernos y esbozar unas nociones básicas sin las cuales el pobre y desorientado tolkieniano tendría seguramente muchos problemas en la vida. Qué todo es mucho más difícil, que el mundo es un asco, que el heroísmo no existe, que esa película de los duendes es para niños, que qué bobadas hace la humanidad, que ser humano apesta, etc. No digo yo que esté totalmente en desacuerdo con este chico, pero creo que era un necio. Y sobre todo era cruel. Cruel y despiadado, por empeñarse en contagiar su nihilismo y desesperación a quienes sí son capaces aún de ilusionarse en esta Europa agonizante.

Hoy en día la sociedad occidental emana pesimismo por todos los poros, por razones fáciles de detectar e imposibles de denunciar. Puede llegar a resultar comprensible que un hombre maduro se sienta asqueado después de trabajar horas incontables durante décadas para poder pagar con ello a los de siempre los intereses de la hipoteca de su celda en una colmena de hormigón, todo ello aderezado con el humo y los pitidos del tráfico. E incluso que durante las pocas horas libres de que dispone no tenga ganas de disfrutar, de puro cansancio, de los hijos que ya no tiene y prefiera enfangar su espíritu con la telebasura.

Pero es el colmo de la pedantería el pesimismo «como estilo» que en los últimos veinte años les ha dado por adoptar, se deduce que por contagio, a tantos adolescentes. Y son cada vez más. Unos deciden hacerse «okupas», otros «porretas», otros «heavies». Muchos, drogadictos de uno u otro tipo. Y la mayoría de ellos, pesimistas. Aunque sólo sea para hacerse los interesantes, incapaces de llamar la atención de las chicas de su edad de otra forma más digna. Se desea con serenidad el paso de esta moda, vacía y absurda por definición, como todas las demás. Y el retorno a tiempos más luminosos, en que se vuelva a recuperar la ilusión, en que la palabra «emprendedor» se vuelva a asociar con ámbitos de la vida ajenos a los mundos económico y financiero, y en que los intelectuales recuperen el sano hábito de enjabonarse periódicamente.

Allí estaban los dos, dos mundos opuestos, dos concepciones enfrentadas de la vida: la ilusión frente al pesimismo, el alegre frente al parásito.

La coyuntura parece indicar que los hombres-hongo seguirán proliferando. Cada vez más. Ha llegado su hora, y seguramente ni siquiera tengan ellos la culpa. Pero la obligación de los tolkienianos, de los que aún crean poder seguir haciendo algo constructivo en esta época difícil en que nos ha tocado vivir es hacerlo, sin pararse a pensar en sus posibilidades de éxito. Si Frodo hubiese concedido un sólo segundo a la reflexión, el Anillo habría caído sin remedio en manos de Sauron.

«Las dos Torres»: vuelve el mito

Por Eduardo Segura, doctor en Filología por la Universidad de Navarra

Hoy me he parado a contemplar el cartel promocional de «Las dos Torres» en la parada del autobús. A menudo pasamos la mirada ante estos productos del marketing sin demasiada atención. Yo al menos así lo hago. Pero, quizá llevado por mi interés en este cuento, esta vez me han llamado la atención dos cosas: un color sepia difuminado, que envuelve la historia en esa dimensión exacta de lejanía, misterio e inalcanzable belleza que posee «El Señor de los Anillos»; y dos fortalezas desafiantes y colosales ribeteadas de ejércitos innumerables, como una marea tumultuosa.

Recuerdo que he pensado: ¿qué distancia habrá entre esas dos torres de apariencia tan amenazadora? Y, sobre todo: ¿cómo es ese mundo que se extiende a lo largo de un camino plagado de peligros? Es entonces cuando mi memoria ha vuelto a la experiencia única que supuso leer «El Señor de los Anillos» por primera vez. Aquella sensación de una profundidad histórica que se extendía más allá de los bordes de un libro envejecido después de tantas visitas; los ecos del lamento élfico ante la irrecuperable caída de un mundo largo tiempo amado, pero destinado a pasar; la esperanza forjada y esculpida a golpe de lealtad; la muerte digna de ser alabada en un glorioso cantar de gesta; esa pugna entre el amor, la muerte y la inmortalidad como caras de una misma realidad de perfiles «afilados como espadas», en palabras de Tolkien; el reconocimiento de los propios límites; el arrepentimiento y la piedad; la vuelta a la naturaleza, a un modo de vivir esencialmente contemplativo, de tempo lento; la lucha entre el bien y el mal librada en los campos de batalla de esa casi infinita gama de grises; o el final feliz que se torna amargo… porque la vida es un cuento de hadas hecho realidad, y la realidad es tan dura y tan feliz, en ocasiones, como una epopeya. Y al revés…

Y así se me ha pasado el tiempo, pensando y recordando. ¿Reflejará «Las dos Torres» este tumultuoso ir y venir de pensamientos de manera adecuada? ¿Sabrá Peter Jackson mantener la tensión épica que logró con «La Comunidad del Anillo»? Tengo para mí que sí, que estamos ante una saga cinematográfica que va a volver a fundar la épica y el arte de convertir una historia única en un poderoso guión cinematográfico. Es más: estoy convencido de que a J.R.R. Tolkien le habría gustado esta película. Pero me quedo con este pensamiento, mientras subo al autobús que me acercará al cine, donde podré ver -por fin- la película: la puesta en escena de «El Señor de los Anillos» es una ocasión única para volver a esa irrepetible experiencia que significa leer una obra de arte. Es ésta una oportunidad estupenda de recorrer el camino de vuelta desde la pantalla hasta las páginas de un libro que forma parte de la cultura de Occidente por derecho propio. Y, una vez hecho esto, no comparar: disfrutar.

El cine cuenta las cosas de una manera necesariamente distinta a como se narran los mismos hechos entre las páginas de un libro. Ambas son experiencias enriquecedoras. Así pues, ante el que nos ha sido vendido como el estreno de esta Navidad, «pasen y vean»… y lean.

Sabino y la Tierra Media

Por el Colectivo de Vascos Sin Libertad

Tras un año de espera, interminable para los muchos millones de apasionados del mundo de Tolkien esparcidos por todo el mundo, la segunda parte de la trilogía de El Señor de los Anillos ha llegado a las pantallas con el éxito esperado.

El imaginario mundo modelado por el lingüista inglés en los años 50 es una de las creaciones más originales y potentes del siglo XX, y su eco y ejemplo en escritores posteriores del género aún no se ha acallado. La extraordinaria fuerza creativa del profesor oxoniense dio a luz todo un mundo inexistente, la Tierra Media, poblado de razas inexistentes (hobbits, orcos, trasgos, elfos, ents), con una historia inexistente, que hablan lenguas inexistentes y se llaman con nombres inexistentes. El apasionante mundo tolkieniano, inspirado en la mitología y la épica de los pueblos celtas y germanos, ha subyugado a lo largo de medio siglo a lectores de todo el mundo, que han adaptado y recreado sus hechos y personajes con múltiples fines. Las Sociedades Tolkien se distribuyen por todo el mundo, se han organizado campamentos-hobbit, se han cocinado cenas-hobbit, se han construido casas al estilo hobbit, las páginas y chats en Internet se cuentan por docenas…; incluso ha habido quien ha aprendido el Sindarin, la lengua élfica inventada por Tolkien con todo su vocabulario y gramática.

Pero, sin ánimo alguno de eliminar un ápice del mérito del escritor británico, se hace necesario recordar la figura de otro creador genial que se adelantó medio siglo a Tolkien en la invención de todo un mundo imaginario, y que ha sido injustamente olvidado. Nos referimos, naturalmente, a Sabino Arana.

Pues este autor español también creó un mundo en su imaginación, al que dotó de todos los elementos para que fuese creíble.

La nación surgida de su fantasía tiene un nombre inventado (Euskadi) simbolizada por una bandera inventada (la ikurriña); una nación con una historia inventada, con enemigos inventados (los españoles); un mundo poblado por una raza inexistente (los del Rh negativo) enfrentados con criaturas maléficas (los maketos); que hablan una lengua inventada (el batúa), con ortografía inventada (llena de kas, txes y otros elementos nunca antes utilizados en vascuence), abarrotada de neologismos (muchos de ellos, de los más conocidos: batzoki, aberri, abertzale, azkatasuna o ikurriña) que la hacen incomprensible para un verdadero vascoparlante; y que se llaman con nombres inventados (Aitor, Kepa, Koldo…).

Siguiendo la estela de Sabino, sus seguidores llevan un siglo jugando a ser nación e inventándose toda la parafernalia que lo rodea (ritos, símbolos, lenguaje, cargos). Como unos niños jugando a los médicos: tú vas a ser presidente, para lo cual nos inventamos la palabra lehendakari; presidirás un gobierno, pero como un gobierno vasco no puede llamarse como los demás, se denominará jaurlaritza; y la policía que dependerá de ese gobierno no se llamará policía, sino ertzantza. Y así hasta los más pequeños detalles.

En fin, todo un mundo nacido en la imaginación de Sabino y construido en laboratorio por sus seguidores en un derroche de imaginación y farsa.

Y con una enorme diferencia respecto del mundo tolkieniano, pues Sabino y sus seguidores han conseguido que una parte muy importante de los vascos hayan tomado todo este admirable esfuerzo creativo por real.

¡Gloria al precursor!

El Prestige y Tolkien

Por Iñigo Mugueta Moreno

Cabría comparar las sórdidas cavernas de Isengard con las bodegas del Prestige, y el «chapapote» en las playas con los orcos arrancando y talando árboles de Fangorn. A los voluntarios «enfuelados» con los ejércitos de Góndor, y a las mafias rusas residentes en Gibraltar (y su alianza con Albión), con Mordor, Minas Morgul, Sauron y los Nazgûl.

Y en verdad, creo que Mariano Rajoy es Radagast el pardo, Radagast el domesticador de pajaritos, Radagast el simple, Radagast el tonto (en palabras de Saruman el Blanco). No es cuestión de hacer un manifiesto ecologista, sino de defender el mundo tal y como lo es y quiere la gente (que, la juventud lo está demostrando, es de otra manera, diferente de cómo está organizada la España de 2002 en más de un aspecto).

Así que menos Radagast el pardo, menos Sarumanes sentados en su poltrona de Orthanc, y más Gándalfes viajeros, activos y presentes cuando y donde se les necesita. Y más entes dispuestos a regenerar la naturaleza emponzoñada por un progreso mal entendido. Progreso hacia la riqueza material, pero también hacia la pobreza espiritual, la destrucción de la naturaleza y el suicidio colectivo. «Porque mucho de lo que se ha salvado perecerá». La edad de los Hombres, que Gandalf anunciará a Aragorn en la tercera película, dentro de doce meses, no es tan limpia como desearíamos.

La música para el cine: Mea culpa de un escéptico

Howard Shore ha compuesto la banda sonora con el mismo criterio que en la primera entrega: una música enteramente nueva, compuesta en su totalidad para la obra, hilando temas comunes con las otras partes pero dotada de una coherencia propia.

Desde las páginas de elsemanaldigital.com, en diciembre de 2001, se expusieron algunas dudas obre el buen hacer de Howard Shore. Sin criticar la banda sonora, que era y sigue siendo lo mejor que la industria del cine ofreció el pasado año, nos parecía entonces que un respeto estricto al espíritu de Tolkien habría exigido recurrir a fragmentos clásicos, de música romántica, en cierto moco en la línea de «Excalibur».

Escuchando las bandas sonoras de ambas películas es hora de reconocer que aquella observación era errónea. Shore ha compuesto auténtica música, con entidad propia y digna del más alto reconocimiento. No sólo una música adecuada a la película, sino una parte esencial de la obra de arte cinematográfica. Y más aún.

Por un lado, en «El Señor de los Anillos», como antes en «Gladiator» e incluso en «La Guerra de las Galaxias» grandes producciones épicas, de profundo calado ético, llegan a una perfecta simbiosis con sus bandas sonoras. En el caso que nos ocupa, Shore ha alcanzado una de las cimas recientes de su arte. La identificación musical de los personajes, la asociación de Leitmotiv a determinados hechos, la brillantez lírica y por supuesto épica, todo esto y mucho más sería impensable sin la música. Y además en perfecta sintonía con los valores de John Tolkien y con su criterio. El mal se asocia a motivos africanos y asiáticos, siendo Mordor la síntesis de todo lo que Europa – la Europa de Tolkien – no es. Y por el contrario las fuerzas del bien se asocian a música popular europea, empleándose incluso instrumentos y temas escandinavos para los Rohírrim, manifiestamente inspirados en los germanos protomedievales.

Por otro lado, aún más importante, hay que considerar el papel de obras como «Las Dos Torres» en la historia de la música. El gran cine, en especial el poco que se hacer inspirado en valores diferentes de los políticamente correctos, es la reserva ecológica de la música culta europea. La música ligera, o peor aún, las distintas variantes de música sincopada, dominan el mercado y los ambientes. Sólo el cine permite que se siga creando verdadera música Shore merece, aunque sólo sea por esto, un Óscar. Esta vez sí.

Por Pascual Tamburri Bariain, 20 de diciembre de 2002.
Publicado en El Semanal Digital.