Por Pascual Tamburri Bariain, 24 de enero de 2003.
Publicado en El Semanal Digital.
Donald Rumsfeld ha sembrado el disgusto y el desconcierto entre los aliados europeos de Estados Unidos. Disgusto entre los ahora díscolos franceses y alemanes, y desconcierto entre los ahora más próximos, como británicos, italianos y españoles. En un momento muy delicado de la Unión Europea, las declaraciones despectivas del gobierno norteamericano no sólo son intempestivas, sino que fuerzan incluso a los máximos atlantistas a un profundo examen de conciencia.
La «Vieja Europa» ha hecho mucho para merecer el desdén del imperio al que pertenece. Porque, guste o no, el continente depende de Washington, que participa en su defensa, que ha participado decisivamente en las dos grandes guerras civiles europeas y que ha extendido su modo de vida, su sistema de valores y hasta sus modas desde Finisterre hasta Vladivostok.
Estados Unidos se considera autorizado a hablar en nombre de Europa y a defender a los europeos de cualquier amenaza, real o imaginaria. Europa, para muchos norteamericanos, es una especie de abuela excéntrica a la que hay que defender incluso de sí misma. Durante décadas la división entre los europeos, la extensión de la ideología norteamericana y su asunción fervorosa por los mismos europeos ha hecho que Estados Unidos pueda adoptar, en nombre del bien común, decisiones que afectaban a todos, en la seguridad de no recibir más que parabienes o, en el peor de los casos, negativas retóricas.
Las cosas han cambiado. Estados Unidos ya no tiene, frente a Europa, el cheque en blanco que suponía su defensa frente al comunismo. Washington muestra, con pudor menguante, su peor rostro imperial. Y lo peor es que ese imperio en el que la historia nos ha colocado no es un impero como el romano o el británico, dotados de una doctrina y una misión universales. Bush no es un emperador romano en su relación con Europa, nueva Grecia. Washington es Cartago, es decir, un imperio mercantil con una identidad mixta y una meta puramente material y mercantil. No hay para Estados Unidos más ideal que la riqueza, y cualquier justificación es buena si se trata de controlar Irak beneficiando a un tiempo a Israel.
Más allá de gestos como el de Chirac y Schröder, que habrá que valorar con prudencia y cuyos gestos son más efectistas que reales, Europa debe pensar de nuevo en sí misma. Irak es la excusa para una decisión que no puede aplazarse más. Si Europa quiere ser algo más que un apéndice de Estados Unidos, o más que una serie de satélites coaligados de Estados Unidos, ha de tener un papel propio en el mundo. Para que Rumsfeld deje de tener razón, Europa ha de tener una política exterior y un Ejército. Más aún, ha de tener una visión sólida, única y renovada del mundo y de las posibilidades de lo europeo en él. Aznar tiene razón: Europa no puede no estar presente en el escenario mesopotámico en el que se decide la historia inmediata; pero después de esa batalla, a cualquier precio, Europa puede ser el contrapeso necesario, con Rusia, al imperio. Porque afortunadamente no descendemos de Aníbal, sino de Escipión.
Por Pascual Tamburri Bariain, 24 de enero de 2003.
Publicado en El Semanal Digital.