Por Pascual Tamburri Bariain, 5 de enero de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.
Uno tiende a recordar, inevitablemente en días como éste, la infancia, más o menos cercana, más o menos terminada. La noche del día 5 de enero tiene, al menos para las generaciones de españoles que han conocido la televisión en blanco y negro y con carta de ajuste, un poso mágico. Y el amanecer del día de Reyes es siempre, aún hoy, una apuesta por lo maravilloso, por lo inesperado, por lo sobrenatural a la medida de ese niño que fuimos y que llevamos dentro.
La fiesta de Reyes es, no por casualidad, y no sin sentido, la Epifanía, es decir de la revelación de lo trascendente -de lo sobrenatural- para los pobres, para los necios como Parsifal, para los niños. La tradición europea ha conservado, a través del cristianismo, la pedagogía constante del regalo. El niño que cree en los Magos es también un niño abierto a las realidades no materiales y no racionales de la vida; lo es también quien vive esa Epifanía, en países distintos de España con otras variantes de la misma tradición milenaria: san Nicolás de Bari (Sankt Niklaus), o la misma hada/bruja Befana -la encarnación itálica de la Epifanía-.
Pero lo esencial de esta pedagogía no es el regalo como objeto, sino como signo tangible de que Dios existe para todos, de que todo es posible, de que no todo es contable y mensurable. Lo de menos es el objeto, lo de más es la ilusión: ilusión de quien espera y no espera, de quien recibe, de quien regala. Esa ilusión no tiene precio, pero sí tiene fruto; el fruto es la esperanza.
Vivimos en un tiempo extraño, como suelen ser los tiempos de grandes cambios espirituales. Nunca como ahora se han celebrado las fiestas de Navidad y Reyes, con derroche de medios, de dinero y de regalos; pero nunca como ahora la tradición, y la ilusión, se han pervertido en beneficio de la religión emergente, la religión materialista del mercado, de lo contable y mensurable. Así como las viejas tradiciones espirituales no insistían tanto en el objeto regalado y consumido cuanto en los sentimientos entrelazados y elevados de quien da y quien recibe, ahora la religión de los grandes almacenes ha invertido los términos. La subversión ha llegado a la infancia, a la ilusión, y a la esperanza.
¿Qué es «Santa Claus»? ¿Quién es este extraño inmigrante que llegó con la identidad supuesta y afrancesada de «Papa Noël»? No es más que el vehículo propagandístico con el que la ideología del mercado ha tratado de revestir el viejo ciclo solar de la Natividad y la Epifanía. Un señor gordo y barbudo, vestido de rojo, pero que ha sido indelicadamente desprovisto de sus específicos atributos episcopales -porque san Nicolas era un obispo-, y de su dimensión espiritual, para reducirse a nuevo idolillo de la panza, de la compra, del exceso gastronómico y enológico, de la opulencia y de la cuenta corriente. Pero no es un caso único. Santa Claus es el sucedáneo mercantil de los Magos, como el Hombre del Invierno fue su sucedáneo marxista moscovita -igualmente materialista- y como el Olentzero lo es ridículamente en el torpe materialismo microscópico del nacionalismo vasco.
Tal vez estas tres opciones cargada de marketing traigan a nuestras casas más y mejores regalos que los Reyes, que san Nicolás, que la Befana o que el Niño Jesús. Tal vez hagan que las siguientes generaciones sean más blandas, más individualistas, más materialistas, más frágiles ante los avatares de la vida y más ignorantes de lo realmente importante. Pero cuando uno ve, esta mañana de Reyes, a los niños que prefieren a menudo el juguete más humilde, o la caja del más caro despreciando el contenido, uno tiende a pensar que no todo está perdido, que tenía razón Tolkien con su costumbre de regalar mathoms en vez de recibir regalos, que tenía razón Pound cuando -en su locura- reclamaba una civilización basada en el regalo y no en el beneficio.
Si aún estamos a tiempo, acepten ustedes un consejo: que los Reyes visiten su casa, pero que nunca dejen allí dinero ni lujos; que dejen amor y alegría, que son el fundamento de una sociedad sana y no de un mercado.
Por Pascual Tamburri Bariain, 5 de enero de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.