Por Pascual Tamburri, 2 de febrero de 2004.
Publicado en El Diario Exterior.
España, hace cinco siglos, convirtió la muralla infranqueable en un puente e hizo del Atlántico el lago interior de la civilización europea.
Séneca, en su Medea, anunció el tiempo en el que el Océano por excelencia, el Atlántico, dejaría de ser una frontera y uniría nuevos mundos, más allá de los confines domésticos de Europa. Venient annis saecula seris / quibus … Tethys novos delegat orbes / nec sit terris ultima Thule. Colón conoció las fronteras del mundo, las rebasó y las anuló. España, hace cinco siglos, convirtió la muralla infranqueable en un puente; e hizo del Atlántico el lago interior de la civilización europea.
Porque Europa no es sólo un continente, ni mucho menos la parte occidental de un continente. Lo que algunos europeos llaman con suficiencia la civilización occidental no es más que una parte, limitada en el tiempo y en el espacio, de la vida de este gran conjunto de pueblos hermanos. Ni la vieja CEE, ni los viejos países imperiales de este rincón del mundo tienen el monopolio de lo europeo. Y una mala comprensión de este hecho evidente está trayendo consecuencias negativas para todos.
Ni la CEE tuvo la patente del ser europeo, ni la UE la ha heredado. Lo pueden creer quienes afrontan la relación entre las dos orillas del Océano como algo necesariamente problemático. Sin embargo, hay algo de artificial y de hipócrita en estas pretensiones. Al fin y al cabo, tan europeos son –humana y culturalmente descendientes de Séneca y de Colón- los agricultores de Iowa como los de Champaña. Estados Unidos es hoy, de las potencias de origen europeo, la más relevante: una superpotencia. Pero olvidar el pasado y el presente común es una concesión especiosa al voluntarismo y a la miopía nacionalista.
Porque, en efecto, hay mucha pequeñez geopolítica y moral replegada en cierto antiamericanismo de salón. ¿Se puede negar que los valores imperantes, para bien y para mal, son los mismos en Seattle y en París? ¿Se puede criticar la realidad imperial de Estados Unidos y al mismo tiempo plantear con criterios neocolonialistas la ampliación oriental de la Unión Europea? ¿Se puede negar la raíz europea de Estados Unidos para conceder después una europeidad de segunda clase a Polonia y una de tercera a Rusia?
España ha tenido que elegir su camino en los últimos años. Pudo escoger, y por un tiempo pareció escoger, ser un satélite del bloque renano. Esto implicaba, y se ha criticado con acierto, aceptar sólo las migajas de un banquete ajeno; pero suponía sobre todo afirmar que la Europa geográfica era la única Europa, lo que era ciertamente poco sensato en nuestro caso. La civilización europea tiene ante sí muchos retos, entre los cuales está adquirir una conciencia de su realidad. Sólo esto hará que los europeos, estén donde estén, puedan afrontar los verdaderos desafíos del siglo XXI, que viene dados por la aparición de potencias rivales ajenas –ésas sí- a Europa.
Por Pascual Tamburri, 2 de febrero de 2004.
Publicado en El Diario Exterior.