España y la tradición imperial en la era de la globalización

Por Pascual Tamburri, 23 de febrero de 2004.
Publicado en El Diario Exterior.

Es propio de miopes creerse los únicos depositarios de la verdad o los primeros testigos de un cambio histórico. En el siglo XX se han fraguado los desafíos del XXI.

Ya el heterodoxo Berto Ricci, hace varias décadas, utilizó términos y conceptos que hoy nos resultan extrañamente familiares. Este intelectual incómodo, inquieto y eternamente disidente, creía, ¡ya antes de la Segunda Guerra Mundial! que el mundo tendía a una cierta unidad, no de la manera estática deseada por el socialismo –por la izquierda globalizadora, diríamos hoy- y por cierto capitalismo miope, sino en el sentido de aumentar y multiplicar exponencialmente los intercambios y las relaciones entre los pueblos, los afectos colectivos y las dependencias recíprocas. Tal sería, para un heterodoxo, el único resultado real de la política moderna, que no cabe juzgar como bueno o malo, sino como efectivamente existente, inevitable y dominante, inmune a todas las teorías y a todos los actos de fuerza. No es posible ni deseable encerrarse ariscamente en el terruño de origen, hay que abrirse a las anchas vías del mundo.

Si esto era esencialmente cierto en 1930, ¡cómo no lo será en 2004! Los más fuertes del siglo XXI serán quienes, en primer lugar, mejor acepten esta realidad y la aprovechen con sabiduría y generosidad, quienes arriesguen más, den más, ofrezcan más, en vez de esperar el choque con la realidad entretenidos en contemplarse el ombligo. Defender una identidad colectiva, afirmar unos valores nacionales y unos intereses nacionales como pueden ser los de España no es cuestión de estar a la defensiva, sino por el contrario de extender e imponer esa identidad, esos valores y esos intereses superiores, para que naveguen por encima de un mundo que cambia. No se trata de negar la realidad, sino de asumirla y de imponerse a ella.

La palabra decisiva, que ha vuelto a estar de moda a raíz de la más reciente política norteamericana, es «imperio». Imperio no es siempre, como se nos ha enseñado en las escuelas, la conquista física y el dominio de unos por otros; tal sería un imperio mercantil, como lo fue en parte recientemente el Imperio Británico, y como lo fue totalmente el imperio cartaginés en el pasado más remoto. Imperio, por el contrario, para España y en sentido romano, significa la convivencia ordenada y jerarquizada de las diferencias en una síntesis elevada. Apertura al mundo, sí, pero sin negar la personalidad de los pueblos y de los individuos. Tal es la globalización, etimológicamente imperial, que conviene a España.

Frente a la globalización existe el miedo de quienes temen perder su identidad. Y es lógico frente a una globalización mercantil, y sólo mercantil, en la que la vida humana y la vida nacional se reduzca también a mercado, en la que todo el planeta se haga zoco. Si la globalización es sólo eso, es lógico oponerse a ella. Pero quienes se oponen a la mundialización desde ese punto de vista son fácilmente ganados para una globalización superior, respetuosa, tradicional e imperial que afirme la unidad del mundo a partir de la identidad de sus partes. No están ahí los verdaderos enemigos de una España abierta al mundo, sino tal vez, en un futuro cercano, sus mejores defensores desde las premisas antedichas.

Los verdaderos enemigos de la apertura de España al mundo son los sedicentes progresistas. Se trata de un tipo humano convencido de que el mundo siempre camina hacia delante, cada vez más aprisa, hacia una meta que nunca termina de llegar y que siempre genera más problemas que soluciones. El utopismo progre, aplicado a la política exterior, se dice antiglobalizador, porque desea «otra» globalización, la globalización de la pobreza, del miedo y del dolor si nos atenemos a la experiencia histórica del progresismo en el poder. Ciertamente existe la pobreza, la opresión y la injusticia, y probablemente seguirán existiendo mientras el hombre sea hombre; pero cerrar los ojos y pensar en una utopía sin ellas no las soluciona, sino que las agrava.

Está empezando un tiempo nuevo de perfiles inquietantes, pero lleno de posibilidades. España no desea una globalización economicista, España tampoco quiere limitarse a sobrevivir encerrada sobre sí misma; ni mucho menos se plantea seguir la ruinosa senda de la antiglobalización progre. Hay, sin embargo, una globalización posible, compatible con el ser nacional, que puede hacer brotar de él nuevos frutos. Sin miedo al futuro, España tiene en su pasado el recuerdo de tiempos tan abiertos como el actual. No hemos llegado aquí por casualidad.

Por Pascual Tamburri, 23 de febrero de 2004.
Publicado en El Diario Exterior.