Por Pascual Tamburri Bariain, 26 de febrero de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.
26 de febrero. Hubo una vez un pacto de estabilidad. Los países de la Unión Europea, como lógica consecuencia de la unión monetaria, y como premisa razonable del crecimiento económico que se deseaba, se fijaron colectivamente unos límites macroeconómicos, para impedir el despilfarro y la hipertrofia del sector público, y para favorecer el crecimiento sobre bases sólidas de la economía real. Aunque unos eran más ricos y otros más pobres, y aunque las medidas pactadas convenían de momento más a unos que a otros, todos los países que lo desearon se adhirieron al pacto.
El pacto, además, no era cosa de broma, porque preveía duras sanciones financieras contra quienes lo incumpliesen. Y así, los países más pequeños, o menos favorecidos, se tuvieron que apretar el cinturón, con un coste social evidente. Pero todo esto se hacía en nombre del bien común, de un proyecto futuro compartido por todos. España tuvo serias dificultades para cumplir, pero cumplió; e incluso quien no cumplió, y fue sancionado, acató las consecuencias de su incumplimiento.
Otra cosa fue cuando la hora de los incumplimientos, y de las sanciones, llegó a los países antes más ricos, a quienes se creían propietarios en régimen de monopolio de la idea de Europa. Una cosa es imponer a Portugal la rigidez de un pacto, cuando éste conviene a Francia y Alemania, y otra bien distinta que España, de quien se esperaban tantos incumplimientos que nunca tuvieron lugar, puede reprochar a los países renanos la ruptura del acuerdo. Porque, como se ha visto, el pacto de estabilidad, como casi todo en la Unión Europea, era sagrado sólo si beneficiaba a París y a Berlín.
Puede discutirse el contenido concreto del pacto. De hecho, las políticas económicas nunca son eternamente válidas, y deben cambiarse al servicio del pueblo. Nada hay de metafísico en el superávit estatal, como tampoco lo hay en el déficit. Pero el verdadero debate, y la vergüenza continental de estos días, no está en la sustancia, sino en las formas. Si Europa ha de existir, ha de gobernarse para todos los europeos, sin liderazgos antidemocráticos, sin privilegios y sin dobles raseros. Si hay pactos, deben respetarse; si no se respetan, nadie respetará a Europa. Europa no es, al menos para España, una excusa para aceptar la hegemonía francesa o alemana, sino una realidad sustantiva. Si alguien cree que unas naciones pueden imponerse a otras Europa estará recreando un absurdo colonialismo interno, que ni nuestro país ni sus aliados pueden aceptar.
Por Pascual Tamburri Bariain, 26 de febrero de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.