Por Pascual Tamburri Bariain, 16 de marzo de 2004.
Publicado en Razón Española.
El Pablo Iglesias del siglo XXI quiere deshacer esa que llaman Transición, y le niega toda legitimidad. También lo hacía su homónimo del siglo XIX con la Restauración de Cánovas. Es lógico, en un marxista-leninista que aplaude la liberación de un etarra y que es hijo de otro aspirante a terrorista del FRAP: su meta no es la reforma y mejora del Estado sino su conquista y destrucción comunista. Salvo para almas piadosas llenas de candor y para los responsables políticos y morales de su ascenso, esto puede ser una preocupación, pero no una sorpresa.
Pablo Iglesias ha llamado “asesino”, en 2016, en la Carrera de San Jerónimo, desde la tribuna y ante más de cien diputados del PP, a Manuel Fraga Iribarne, uno de los padres de esta democracia. ¿Por qué? Por los sucesos de Vitoria. ¿Y con qué reacciones? Curiosamente, el pudoroso silencio del PP hijo de la AP de Fraga, y la defensa sólo de Albert Rivera.
Con sus declaraciones llevadas incluso al fallido primer intento de investidura de esta legislatura, Iglesias no hace sino continuar la obra política a largo plazo de José Luis Rodríguez Zapatero y la extrema izquierda, apoyados por lo demás en un Partido Popular que desde 2011 tuvo la mayoría necesaria para derogar la Ley de Memoria Histórica y no quiso hacerlo (y derogar la del Aborto, y enmendar la de Partidos, y…).
Mentir está al alcance de casi cualquiera. Convertir una mentira evidente en una verdad oficial está al alcance sólo de quienes controlan las instituciones y la mayoría de los medios de comunicación. Lo cual, en el País Vasco, significa los nacionalistas, y en el resto de España, la izquierda, aunque sea con capital teledirigido por Soraya Sáenz de Santamaría. Y así se ha demostrado en la conmemoración de los 40 años de los sucesos de Vitoria de marzo de 1976.
El 3 de marzo de 1976, en Vitoria, murieron cinco personas por disparos de la Policía. Eso es un hecho, aunque simplificado en sí mismo. Ahora importa saber qué sucedió y qué no sucedió en Vitoria, porque la “memoria histórica” se ha convertido en un campo de batalla política e ideológica donde el buenismo no tiene cabida. Porque estamos ante un caso dramático de mentiras y de manipulación impunes, justo cuando los españoles o no vivieron o han olvidado lo que de verdad sucedió.
Ante todo, hechos. Una huelga violenta marcó la Transición. Pero los obreros no eran abertzales ni el PNV ni Bildu pueden hoy ponerse medallas. En enero de 1976 hubo en Álava una huelga, ilegal, de uno seis mil trabajadores industriales contra el decreto de topes salariales y en defensa de mejores condiciones de trabajo. En marzo, siempre con un sentido social de que las cosas iban mal, de que había una crisis que los trabajadores pagaban, los sindicatos ilegales convocaron tercera vez una huelga general en la industria vitoriana.
¿Razones para la huelga? Sin duda las había. Una industria alavesa que había sido creada desde cero durante el franquismo, cambiando la provincia foral de arriba a abajo. Paro, 3,74% (hoy, 24,5%, y sigo en sus datos al maestro Fernando Sánchez Dragó). Muchos presos, 8.440 en toda España (más de 80.000, hoy). Deuda pública, 9% del PIB (98% hoy). Déficit público, 0,4% (8,5%, hoy). Y así sucesivamente, en un país con una industria que suponía el 36% del PIB y hoy sólo el 12,8%. Habría razones, pero más las habría hoy, si se hubiese tratado de una huelga por razones laborales o sociales.
No era una huelga laboral, sino un uso político de la movilización de los trabajadores. Ni la Plataforma Democrática ni la Junta Democrática querían aceptar la modernización y democratización del franquismo por Carlos Arias Navarra bajo el recién iniciado reinado de Juan Carlos I. A muchos, dentro y fuera del régimen, interesaba dar la sensación de una España en crisis y tensión. Y por eso a muchos interesó exacerbar la tensión en Vitoria, aprovechando la torpeza en la gestión policial y dando la puntilla a cualquier reformismo; aunque eso implicase dolor y muertes de trabajadores, que creían luchar por algo diferente.
El 3 de marzo, encerrados parte de los trabajadores en asamblea de huelguistas en la iglesia de San Francisco de Asís en Vitoria, la Policía Armada recibió órdenes de disolver la asamblea y sacarlos de la iglesia. Se les dijo que por todos los medios. Usaron los gases para hacerlos salir. Algunos de los que salieron por la puerta frontal parecieron salir con violencia. Cumpliendo sus órdenes, y superados los límites, la Policía disparó. Hubo heridos de bala, tres de los cuales morirían después, y dos muertos en el acto. Pedro María Martínez Ocio, Francisco Aznar Clemente, Romualdo Barroso Chaparro, José Castillo y Bienvenido Pereda eran trabajadores, eran jóvenes y murieron desgraciadamente. De lo que se trata ahora es de que, a 40 años de aquello y a 39 de una amnistía que sustentó toda la Transición nadie se ponga las medallas ni lance las condenas que no se fundamenten en los hechos.
Un inocente ausente y un engreído distante cargaron con la culpa política. Las consecuencias políticas importaron más a los jóvenes políticos demócratas que la suerte de los obreros muertos. En la oposición, por una parte se multiplicaron las huelgas políticas y la movilización, y por otra se reforzaron las alianzas y pactos, con generoso apoyo exterior. Huelgas, manifestaciones y cargas policiales llenaron aquellas semanas y meses, usando Vitoria como bandera. A la vez, con violencia en las calles y un Gobierno perplejo y paralizado con un Rey que no lo quería, la Junta Democrática y la Plataforma se fusionaron el 26 de marzo en la Coordinación Democrática o Platajunta. Incluyendo a los comunistas. Su programa, en principio contra cualquier reforma desde el franquismo, suponía amnistía, libertad sindical y democracia. Fueron los enemigos del orden establecido, por tanto, los beneficiados por las muertes de Vitoria. ¿Y los culpables? Empecemos por los que sin serlo lo parecieron.
Uno puede pensar, como es normal, que la Policía respondía al Ministerio de Gobernación, hoy del Interior, y que por tanto el ministro sería el responsable de las muertes en último extremo. Ministro de la Gobernación era, por cierto, uno de los líderes de la democratización “desde dentro”, un tal Manuel Fraga Iribarne. Que de hecho vio sus planes truncados en gran medida por lo sucedido en Vitoria. Pero ese día Fraga estaba en Alemania y, ausente, no podía de ninguna manera tomar decisiones de su ministerio. De hecho, quedarían pruebas escritas o grabadas si lo hubiese hecho.
A falta de Ministro uno puede pensar en el Presidente del gobierno, Carlos Arias Navarro. En realidad, no intervino en los asuntos de Álava pero con su pésima comunicación –al menos en términos modernos- asumió responsabilidades que no eran suyas. Vitoria aceleró su fin político o al menos el fin de su democratización limitada, por otra parte algo bastante querido tanto por el honesto Juan Carlos de Borbón como por sus amigos ricos y poderosos dentro y fuera de España.
Dos culpables impunes, responsables directos del asunto, habitualmente olvidados y disculpados, aprovecharon los muertos y la crisis política para consolidar y acelerar sus azules carreras. Ambos fueron políticos sin convicciones, como la mayoría de los dirigentes en los últimos tiempos del franquismo, razón por la que les resultaba fácil pactar, cambiar, olvidar y rehacer el pasado.
Ministro de Relaciones Sindicales y por tanto encargado de prever y solucionar crisis como la de Vitoria era Rodolfo Martín Villa. No se le atribuyó responsabilidad por los muertos del 3 de marzo, que aceleraron el fin del sistema que le había visto nacer y crearon la democracia que lo vio ascender aún más.
Ministro-Secretario General del Movimiento era un joven falangista llamado Adolfo Suárez. Y el 3 de marzo, ausente de España el Ministro de Gobernación, él era «ministro de jornada», encargado de cubrir ausencias. Si hubo por tanto una orden política de nivel ministerial de la que puedan derivarse las muertes –lo que no parece- no sería de Fraga, sino del beato Suárez, guste o no guste.
Imperdonable es, además, la desmemoria histórica nacionalista entre ETA y PNV. En estos días de aniversario se ha hablado mucho de “restituir la dignidad de las víctimas del 3 de marzo”, de monumentos, de condenas, de memorias… pero desde un sector al menos con manifiesta mala fe y consciente falsedad. Más aún en la feroz condena en el Ayuntamiento de Vitoria, gobernado por los nueve concejales que suman EH Bildu, Podemos e Irabazi, a los que a ciertos efectos hay que añadir los cinco del PNV.
El PNV no tuvo nada que ver, ni en su sigla ni en su ideología nacionalista, en los sucesos de Vitoria. Los manifestantes hacían huelga convencidos de que tenían derecho a mejores condiciones laborales y de que así podrían obtenerlas; querían más sueldo, más vacaciones, más derechos. Masivamente ni hablaban vascuence ni eran, por ningún lado, nacionalistas. Ni el PNV los apoyaba, eso descontando la entonces notable flojera si no inexistencia del PNV alavés. No era una movilización abertzale, por ningún lado; e incluso sus manipuladores políticos lo eran en términos de política española y de camino a la democracia, no de nacionalismo.
Así fueron las cosas, las cuente luego como las cuente el PNV. No fue una malvada policía franquista contra unos trabajadores abertzales, porque era la policía de Juan Carlos I de Borbón contra una huelga de contenido político no nacionalista. Y esa medalla sólo puede ponérsela el PNV evitado la verdad… y no preguntando qué opinaban entonces los no pocos empresarios y burgueses en sus filas.
¿Y la extrema izquierda separatista, ella sí asesina? La verdad es que ETA estaba muy baqueteada y en pleno proceso de reconstrucción, muy modesta. No hubo en Vitoria ni ETA ni ninguna presencia de ninguno de sus altavoces políticos. Nada. Cero. Excepto lo que, por supuesto, aportase la parte abertzale del clero.
La Iglesia vivía entre el Concordato y una lectura politizada del Concilio. Los huelguistas habían sido convocados a una asamblea ilegal en la iglesia de San Francisco de Asís en Vitoria. El párroco los había invitado y acogido allí, y mientras que por un lado sus huéspedes violaban las leyes del Estado por otro se quería servir del privilegio confirmado por el Concordato de 1953 entre Franco y Pío XII, que impedía la entrada de la Policía en inmuebles de la Iglesia.
Ante la petición policial de que terminase la Asamblea, el párroco se negó. «Aquí no está sucediendo nada excepcional, la gente está reunida tranquilamente». «No van a salir», concluyó. Sin embargo, nunca nadie ha señalado la responsabilidad moral, si no penal, de aquel párroco, de su Diócesis y del ambiente general de la Iglesia en la Transición. La vida de monseñor Francisco Peralta no estaba siendo especialmente fácil, entre su clero, las órdenes y el entorno; no sorprende que renunciase poco después, en 1978. Pero sin la asamblea huelguista amparada en el privilegio franquista no habría sucedido aquello. Cinco muertos en Vitoria, recordemos. ¿Cuarenta años después dejarán que la mentira impere y que la culpa recaiga sólo en el capitán Quintana de la Policía? Muy poco caritativo. Quizá por todo ello no extraña ver cómo se ha retrasado hasta después de marzo la ordenación del obispo electo de Vitoria, el buen Juan Carlos Elizalde. Que así se ha ahorrado un aniversario espinoso para la diócesis, entre los errores de ayer y las mentiras de hoy.
Por Pascual Tamburri Bariain, 16 de marzo de 2004.
Publicado en Razón Española.