Por Pascual Tamburri, 25 de marzo de 2004.
Publicado en El Diario Exterior.
La modélica transición a la democracia en España ofrece un buen ejemplo sobre el que empezar a plantear soluciones constructivas al conflicto en Oriente Próximo.
España ha asombrado al mundo muchas veces a lo largo de su historia. En ocasiones la sorpresa ha sido gloriosa, triunfal y positiva, como recuerda el pasado imperial de un país forjado en la adversidad. En otras ocasiones la perplejidad del mundo ha sido negativa, como se comprobó en nuestros amargos siglos XIX y XX, cuando Europa asistía atónita, y a menudo complacida, al espectáculo de una España dividida, autófaga, en permanente guerra civil y aislada del mundo.
La penúltima ocasión de asombro dada por nuestro país fue enteramente positiva. Pocos, dentro o fuera de la Península, creyeron que la transición a la democracia fuese indolora y casi pacífica (aparte el terrorismo), o que prácticamente pudiese acabar en un lustro (si dejamos a un lado el tumor nacionalista, enquistado). El principio democrático –al menos para los demócratas- ha venido a resolver, o a mitigar, toda una serie de problemas y debilidades históricas que habían hecho de España antes un país dividido, débil y aislado. «Un hombre, un voto»: he ahí la receta con la que España creyó solventar en 1978 su fractura social, su quiebra regional y su desunión política.
No fue casual que la República Sudafricana, al liquidar su régimen de apartheid racial, y al iniciar su propia transición a una democracia parlamentaria, se inspirase en el mismo principio, y también en algunos modos de la transición española. Al fin y al cabo, se trataba de disolver comunidades políticas predemocráticas (de base étnica y tribal en un caso, de origen autoritario en otro) en una comunidad política de ciudadanos, con unas libertades garantizadas.
Israel y Palestina se enfrentan, guste o no, al mismo tipo de problema. Ambas sociedades son, o aspiran a ser, democracias, y está en la intención de todos –europeos y americanos- contribuir a que así sea. Pero ambas sociedades son mutuamente excluyentes, étnicamente excluyentes, democracias imperfectas que limitan el «un hombre, un voto» con argumentos de origen comunitario. Y ambas comunidades, por buenas que sean sus intenciones, están condenadas a compartir un territorio exiguo entre el Jordán y el Mediterráneo.
En medio del dolor y de la confusión que vive nuestro propio país, ¿por qué no proponer una vía democrática a la paz? Si todos, árabes e israelíes, judíos, cristianos y musulmanes, pudiesen ser ciudadanos de una democracia, ¿por qué tendría que retrasarse la paz? ¿Acaso este sueño, que fue el de Moshe Dayan, es utópico? Afirmar su imposibilidad sería tanto como negar la validez universal de los principios democráticos, e implicaría la búsqueda de soluciones de fuerza. Las comunidades enfrentadas ya ha demostrado el enconamiento sangriento de la situación, y sólo quedaría, frente a la «vía española» a la paz civil, una improbable «vía iraquí»: la imposición de la convivencia por la fuerza de un tercero. ¿Quién podría asumir ese rol?
Por Pascual Tamburri, 25 de marzo de 2004.
Publicado en El Diario Exterior.