Por Pascual Tamburri, 5 de abril de 2004.
Publicado en El Diario Exterior.
En situaciones tan difíciles como las que se están produciendo en los últimos tiempos, surge la duda de qué se debe anteponer, si la conveniencia o el honor.
Hace ya casi dos siglos el pueblo español hizo decir a Napoleón Bonaparte que «los españoles se habían comportado como un hombre de honor». En efecto, el alzamiento nacional del 2 de mayo de 1808 demostró al mundo que este viejo país, decadente, mal gobernado, abandonado por una clase dirigente extranjerizada y corrupta, era capaz de sacrificar su bienestar material para defender un bien colectivo e intangible: el honor.
Tras mucha sangre, España venció, y conservó su honor. Tal vez pudo ser más cómodo para los españoles, y más conveniente para su prosperidad económica, y menos comprometido para sus soldados, avenirse a un acuerdo con Francia, y renunciar a su independencia. Renunciar, en suma, a la dignidad colectiva y a la independencia, al honor y a la palabra empeñada, a cambio de sus intereses. Pudo ser así, pero los españoles decidieron de otra manera: y tras sacrificios sin cuento vencieron, de manera que aún ayer –cuando se estudiaba todavía historia en las escuelas e institutos- los españoles se sentían colectivamente identificados y honrados en aquel gesto gallardo de rebeldía.
El honor tarda en ganarse, y puede perderse en un segundo. Es inapreciable en comercio, y sin embargo los grandes países siempre han sido conscientes de poseerlo. Es más: han sido grandes en la medida en que lo han querido mantener. No se trata de resultados ni de victorias, sino de la premisa que engrandece unos y otras. Un país puede ser derrotado, puede sufrir las más severas pruebas, pero tendrá en sí mismo el germen de la grandeza y de la restauración si conserva el honor colectivo. Al menos, tal fue la opinión de los españoles hace dos siglos.
Pero esa opinión no siempre ha sido universal y constantemente mantenida. Otros países, y España en otros momentos, se han rendido ante la tentación de lo fácil, ante la dificultad de lo áspero, ante la fatiga inherente a mantener la palabra empeñada. Porque conservar el honor no es fácil, y no siempre es rentable a corto plazo. Un ejemplo de deshonor y bajeza se dio en nuestro país, por ejemplo, cuando Abd-el-Krim asesinaba millares de españoles, cuando los mutilaba vivos y muertos en la guerra de Marruecos. Entonces, algún periódico que defendía el abandono de Ceuta y de Melilla, que consideraba deseable una derrota, que pedía calurosamente con sólidos argumentos mercantiles que España renunciase a sus derechos y a su honor, publicó el retrato del enemigo y ensalzó su figura. Deshonor para el periodista que lo hizo y para el político que lo aprovechó, y para ambos que en definitiva pedían una España menos honorable y más práctica.
En estos días nuestra prensa se ha llenado de las imágenes macabras de unos norteamericanos asesinados y descuartizados en Irak. Hace unas semanas se colmó del dolor de Madrid. En ambos casos, cierta prensa y cierta política se han coaligado para pedir que España se desdiga de la palabra empeñada, que España abandone sus compromisos y sus aliados, en el peor momento, a cambio –tal vez- de un menor riesgo. Una vez más, y a diferencia de 1808, la conveniencia por encima del honor.
Y sin embargo, el honor es un patrimonio colectivo de segura rentabilidad futura. ¿Qué España dejaremos a nuestros hijos si cedemos al terror y al miedo? ¿Qué España será aquella que prefiera la vana ilusión de una seguridad que nunca será gratuita en vez de la certeza, dura pero firme, de su honor colectivo? Un Gobierno podrá decidir legalmente que así sea, pero carecerá de legitimidad ante la historia y ante los españoles de mañana. Una parte del honor de España está en Diwaniya. También su interés.
Por Pascual Tamburri, 5 de abril de 2004.
Publicado en El Diario Exterior.