Por Pascual Tamburri Bariain, 16 de junio de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.
BOLONIO. Adj. Fam. Dícese de los estudiantes y graduados del Colegio Español de Bolonia. Ú. t. c. s.
Dicho así, parece poco. Tal vez lo sea, pero resulta difícil valorar lo que uno tiene más o menos cerca, y yo sería incapaz de escribir con frialdad, o con imparcialidad -a confesión de parte, exclusión de prueba-, sobre la singular corporación de estudiantes españoles que ocupa ininterrumpidamente desde el siglo XIV una manzana en el centro de la ciudad universitaria de Bolonia (entrada principal, por si ustedes desean visitar el lugar de autos, en Via Collegio di Spagna 4, precisamente; si lo prefieren, http://www.bolonios.it).
En fin, resulta que uno -defectos inconfesables, irrepetibles pecados de juventud- es bolonio. Y haberse doctorado como colegial de aquella Casa deja marcas indelebles, aunque no diré cuáles son éstas en mi opinión, para no despertar polémicas. Pero coincidiremos todos en que así es.
No es cosa intrascendente, porque, aparte de las ovejas descarriadas que no se doctoraron en Derecho y que hoy se dedican a menos excelsas tareas -como la agricultura, la contemplación de fractales o la escritura en periódicos digitales-, hace seis siglos que los bolonios abundan en la vida pública española. Uno se los encuentra en las cátedras, en los despachos, en los gobiernos y en el sottogoverno, en fin, donde uno habría esperado encontrar un colegial mayor del Siglo de Oro.
Puede decirse que el lugar imprime carácter. Puede decirse, pero no es cierto, porque el Colegio no es un lugar, sino una comunidad de estudiantes a través de los siglos; comunidad, es cierto, unida por un espléndido patrimonio que ha hecho muy grata la vida en Bolonia a todos durante los años de estudio, y que ha dado plena independencia al Colegio frente a los poderes públicos. Pero comunidad fundada por el cardenal Gil de Albornoz al servicio de Dios y de España, para lustre intelectual de la nación ya en la Edad Media. No es, por lo tanto, un lugar, sino una adhesión personal a esa comunidad y a su esencia a través de los siglos.
La cuestión es cuál puede ser esa esencia. Sobre el papel, la cosa es sencilla de explicar: desde don Gil hasta 2004, sin cesura, un grupo de cristianos y españoles «amore scientie facti exules», incluyendo, entre los más lejanos y gloriosos, a Antonio de Nebrija y a Juan Ginés de Sepúlveda; unidos todos ellos por un vínculo sagrado y jurado de lealtad a la corporación y a la voluntad de su Fundador.
Y entre los más cercanos, aparte de su humilde servidor, indigno comensal en semejante mesa, el Ministro de Justicia, Notario Mayor del Reino, Juan Fernando López Aguilar, a quien sus compañeros de Colegio ofrecen uno de estos días una cena homenaje en un tradicional lugar del centro de Madrid. Entre los que convivieron hace ya dos décadas con el ministro en Italia hay, por ejemplo, varios protagonistas de las actuales peripecias del Tribunal Constitucional. Unidos, como los anteriores, por las mismas lealtades y fidelidades, en principio.
Es hermoso ver cómo viven las tradiciones. Sin duda así lo pensó el Papa al recibir hace dos años en audiencia a los bolonios, de quienes dijo que «los alumnos de este Real Colegio se han distinguido siempre por su condición de católicos e intelectuales», y a los que pidió una cultura humanística capaz de dar sentido a la vida y abierta a Dios. Nada que don Gil de Albornoz no hubiese podido decir, nada que más de seiscientos años de vida no confirmen, nada que san Pedro de Arbués no hubiese defendido con su sangre.
San Pedro de Arbués murió martirizado, único caso entre los bolonios que yo sepa, pero no único caso de fe consecuente. López Aguilar -el rostro amable del Gobierno y su mejor cerebro sin duda- no aspira a la palma del martirio. Yo no sería capaz de proponer las leyes que el ministro anuncia y propone -aborto, eutanasia, matrimonio homosexual, divorcio aún más fácil, canibalismo de embriones-, ni de votarlas, ni de aceptarlas como buenas, ni siquiera de considerarlas compatibles con el ser constitucional de España, ni con el del Colegio del que ambos recibimos mucho.
Pero es claro que el error está en mí. Por eso yo no voy a ser ministro, y López Aguilar, que sin duda sabe de estas cosas más que yo, tiene ante sí una espléndida carrera política. Como soy medievalista y no jurista, sigo entendiendo las cosas del modo rústico y primitivo en que las entendió don Gil, y tal vez como las entiende Juan Pablo II. Confieso mi incapacidad para llegar al nivel superior al que se mueve la mente privilegiada de mi eximio compañero. Es el caso de recordar a Parsifal, y con él la segunda acepción del adjetivo que me une al ministro: BOLONIO. 2. fig. y fam. Necio, ignorante. Ú. t. c. s..
Por Pascual Tamburri Bariain, 16 de junio de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.