Por Pascual Tamburri Bariain, 9 de agosto de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.
Navarra ha vivido un verano atípico. Las páginas de los periódicos, aparte de las fiestas de los pueblos, se han ocupado de política, de política seria y con mayúsculas. Los acontecimientos lo han forzado así, y en este mes de agosto las cosas no han cambiado. No es para menos: el segundo grupo político de la Comunidad, el Partido Socialista, ha cambiado de dirigentes. Y con los dirigentes ha cambiado también la dirección.
Visto desde fuera, lo más interesante del fenómeno es el conjunto de reacciones que la decisión democrática de los afiliados socialistas ha despertado en las restantes fuerzas políticas y en distintos sectores de la sociedad. Para un observador ajeno a la realidad navarra daría incluso la impresión de que el congreso socialista ha tenido vencedores y vencidos fuera de la propia familia socialista, lo que vendría a resultar, al menos, paradójico. De la victoria de Carlos Chivite parece sentirse partícipe un amplio sector del centro derecha navarro, si no de su expresión política sí de su entorno social. Y la derrota de Juan José Lizarbe parece ser, a su vez, la derrota de la extrema izquierda y de los independentistas vascos.
La cuestión tiene una gran importancia para el futuro de Navarra. En sí mismo, es notable el relevo de un secretario general por otro, un cambio de personas que en cualquier caso no implica un cambio programático, ni de siglas, y que deja al PSOE como lo que es, la gran fuerza de la izquierda navarra no nacionalista. Un gran partido democrático que se presenta legítimamente a sí mismo como la principal alternativa a la actual mayoría de Unión del Pueblo Navarro.
La esencia de la democracia parlamentaria es la alternancia, y que esa alternancia sea posible en paz, aceptando un marco estable de convivencia, pero al mismo tiempo expresando cada fuerza política una alternativa real, un sistema de valores y un programa que los ciudadanos puedan conocer, comparar y elegir. Y que para hacerlo puedan votar, puedan militar en los partidos y puedan ocupar cargos en el seno de éstos, elaborando sus programas, aplicando sus propuestas y optando a los cargos institucionales que democráticamente correspondan. Sin tales requisitos nuestra democracia sería puro formalismo y perdería su significado.
Un riesgo para la democracia es, por supuesto, la tentación de romper el marco institucional compartido. En el caso de Navarra, hay fuerzas políticas -con y sin representación parlamentaria, pero con presencia en la sociedad- que no consideran aceptable el actual estado de cosas, ni la íntima identidad española de nuestro pueblo, ni su foralidad, ni su inclusión constitucional en el Estado autonómico. Hay incluso -y no pocos- quienes discrepan del actual modelo de organización social, predican la lucha de clases o pretenden construir alguna forma de revolución o de socialismo. La marginalidad numérica de éstos y su apartamiento del cauce central de la vida del pueblo navarro hacen que el riesgo sea teórico o lejano. Sin embargo, en los últimos años, en Navarra se ha temido una exacerbación de este peligro a causa de la situación interna del PSOE: en efecto, si el PSN adoptaba una política de «con todos menos con UPN» podía resultar posible que estas fuerzas marginales, radicales o revolucionarias alcanzasen posiciones de poder desde las que subvertir las instituciones navarras, nuestra sociedad, nuestra cultura y nuestra economía.
Esta posibilidad ha pasado de momento, porque la mayoría del PSN parece compartir de nuevo con UPN el respeto por el actual marco de convivencia, y en definitiva con la tradición foral y española de Navarra. Podrán cambiar los nombres, podrán cambiar las políticas concretas en la medida en que la izquierda pueda reemplazar democráticamente al centro derecha, pero lo esencial no está ya en discusión. Muchos han recibido con alivio el cambio, que ahorra a la sociedad navarra una época de movilizaciones y de luchas.
Sin embargo, la nueva situación plantea algunos riesgos de diferente naturaleza. Riesgos menores, y más lejanos tal vez, pero que deben ser tenidos en cuenta.
Si uno de los requisitos de la salud democrática es el respeto de las normas y de las hormas, el otro es la posibilidad de alternancia. Alternancia implica, por supuesto, cambio en las personas, pero también cambio de políticas, cambio de ritmos administrativos, cambio de valores y de rumbos. Si el ciudadano vota, y tanto más si participa activamente en la vida política, lo hace para defender ciertos principios y para negar ciertos otros. Se trata de algo elemental: si el cambio de gobernantes y de siglas no acarrease un cambio de contenidos la democracia estaría agonizando.
En determinadas situaciones, el miedo a la ruptura institucional fuerza al acercamiento entre las fuerzas políticas principales. Es bueno que así sea. Sin embargo, de ahí se deriva el riesgo, o si se quiere, la tentación consociativa: una progresiva homologación de las políticas, de los valores, de los estilos y modos de hacer que, a largo plazo, impide al ciudadano de a pié percibir los cambios de Gobierno en la vida pública. Acercándose -santamente- para defender principios comunes y permanentes se termina a veces por no distinguir los límites del propio campo político, compartiendo una ambigua clase de altos funcionarios y cargos de prestigio ambivalentes, y compartiendo espacio electoral en un «centro» que nadie sabe definir pero que todos intentan conservar aplicando las políticas ajenas en lugar de las propias, o las políticamente correctas en lugar de las que los electores votaron.
Hay en esto una amenaza sutil para la libertad. Como los democristianos y la izquierda ya demostraron en la década pasada en Italia y en Austria, el consociativismo puede llegar en su forma más patológica a eternos gobiernos de coalición con políticas monocordes, paternalistas, aterciopeladas y sin pulso, falsamente centristas. ¿Es el centro la estrella polar de la política? ¿Es ese espacio político indefinido e indefinible el terreno necesario de todas las confrontaciones entre partidos? ¿Es inevitable la reducción de la política a mera administración, denunciada con su habitual elegancia por Román Felones?
La libertad que Navarra merece -una vez asegurada su estabilidad- procede de una verdadera alternancia. Grandes partidos centrados y moderados en lo que pueden ser centrados y moderados -las formas y los talantes- pero firmes en sus principios, coherentes en sus propuestas, inexorables en sus políticas, perfectamente distinguibles en sus hombres y en sus estilos. Liquidados los virus nihilistas, es hora de pedir a unos y a otros, a la izquierda centrada y a la derecha centrada, que sean ellos mismos, que no tengan miedo a serlo y a defender ante los navarros los resultados de su coherencia. Los resultados y consecuencias del consociativismo, por ejemplo en los casos austríaco o italiano que se mencionaban, hacen desear algo mejor para nuestra tierra y para nuestro pueblo.
Por Pascual Tamburri Bariain, 9 de agosto de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.