Por Pascual Tamburri Bariain, 11 de agosto de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.
El mal de nuestro siglo es la cobardía. Las naciones, las ciudades, las comunidades humanas no se debaten en problemas por su demilidad material o por su pobreza, sino por la vergonzosa huida de los llamados a dirigirlas, y de los llamados a dirigir los cambios espirituales y revolucionarios que sin duda nuestra época contemplará.
A esos, muchos entre los pocos, pésimos voluntarios entre los que debieron ser óptimos, cobardes excelentes que a todos los niveles encuentran excusas para justificar conductas más orientadas a su comodidad individual que al futuro de sus ideales y de su pueblo, están dirigidas estas líneas.
Como dijo un Arnaldo de otro siglo, sin conversión no hay revolución. Dicho de otro modo, no hay revolución si antes, quien deba encarnarla, no ha dispuesto su espíritu para un acontecimiento que concilia la historia (lo pasajero) con lo eterno (lo permanente). La revolución no es conmoción, sino recomposición, reconquista del sentido auténtico de la vida con la victoria sobre las bajas pasiones, con la derrota del egoísmo y de la apariencia de normalidad en todas sus expresiones y manifestaciones, con el redescubrimiento -firme- de la conexión entre el hombre, su comunidad y lo sobrenatural. Sobre estas bases, es imposible pasar de contrabando -salvo con mala fe- como expresión positiva de la vida comunitaria lo que pueden no ser más que fases avanzadas de la decadencia espiritual que lleva a la degradación del nivel de civilización.
Palabras de otro siglo, que sin embargo apelan a problemas eternos de todo individuo, de toda comunidad humana, de todo organismo social o político. Es inevitable que la esencia de toda identidad, de todo proyecto o de toda nación se encarne en un grupo más o menos reducido de personas que, conscientes de su misión, hagan de su vida sacerdocio al servicio de la mayoría. Toda comunidad tiene dos partes, como sabemos desde Platón: los que se limitan a formar parte de ella y aquéllos que, elevando su vida a metáfora y ejemplo, a cauce y a proyecto, son necesariamente menos.
Pertenecer a una comunidad humana, y tanto más a una nación, no suele ser cuestión de voluntad, sino de evidencia carnal, de sentimiento íntimo o de hechos objetivos, como dijo Ferdinand Tönnies. Pero, en cambio, pertenecer a esos «menos», distinguidos por el servicio, condecorados sólo con el ejemplo, es voluntario. Personas que pueden tener las cualidades objetivas necesarias para dirigir al pueblo en horas de duda tienen la libertad -y más en estos tiempos- de negarse a su destino, de alegar una profesión, una familia, un afecto o cualquier otro compromiso, de bucear en la mediocridad, de aparentar normalidad y de limitar su vida a lo común, lo aceptado, lo bajo, lo cómodo y lo placentero.
Pero, lejos de la honesta y sincera humildad de quien se limita a cumplir fielmente con una misión limitada porque no tuvo capacidades u oportunidades de otra cosa, el destino de los que pudieron y no quisieron, de los que fueron llamados a lo difícil y prefirieron lo fácil, de los elegidos para el deber y el servicio que optaron por el placer y la vulgaridad, ha de ser terrible.
Corresponde a ellos el destino dantesco del traidor, para ellos son las palabras evangélicas destinadas a los que escandalizan. Y, digámoslo sin piedad: si a su voluntaria y cobarde huida del deber -en todo o en parte- se une el intento de justificar lo injustificable, de defender como aceptable lo inaceptable o de presentar como correcto lo que sólo es conveniencia egoísta y ajena a la comunidad, de ellos es el destino de Pausanias, de los Pausanias. Con la ventaja añadida de que, en el futuro, quien pueda hallarse en este caso, dada la situación del sistema educativo, no sabrá nada de Filipo II y no habrá entendido qué acaba de decírsele.
Tirso Lacalle
Por Pascual Tamburri Bariain, 11 de agosto de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.