Contra la perversión del lenguaje

Por Pascual Tamburri Bariain, 30 de agosto de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.

Combatir la mentira con la verdad implica utilizar las palabras con veracidad. Aunque las tentaciones sean grandes, nuestros políticos no deben rendirse a la corrección política.

Los españoles se están acostumbrando inconscientemente al uso sesgado de ciertas palabras y conceptos en la política actual. Los sustantivos y los adjetivos han perdido su sentido originario para convertirse en otras tantas armas arrojadizas entre los adversarios, hasta el punto de vaciar a las palabras de contenido y de hacer de la política un puro juego de imágenes.

Esta lamentable situación no es fruto de la casualidad: es consecuencia de una serie entrecruzada de proyectos políticos y filosóficos que definen lo «políticamente correcto» y el significado válido de cada palabra, prescindiendo de la verdad de los hechos. El poder, demasiadas veces, no lo tienen los elegidos por el pueblo, sino los creadores de la corrección política.

De hecho, hoy los gobernantes responden a esa corrección política, definida básicamente por un tibio liberalismo en economía, por el progresismo izquierdista más desaforado en lo político, lo social y lo cultural y por los matices aportados por los separatistas periféricos. Pero incluso cuando esto no ha sido así han sido los gobernantes los debilitados y acomplejados por la corrección política, y no al revés, con funestas consecuencias que se conocen.

Conviene reiterar la importancia de las palabras: en cualquier confrontación quien acota el espacio de debate y define los términos, incluso los tabúes, ha empezado a vencer. Así ha sido durante milenios y así parece que va a seguir siendo.

Pero, al margen de las causas últimas de la derrota del PP y de la victoria de la coalición de izquierdas, las peores contradicciones se dan al definir a los enemigos armados, nacionalistas vascos, de la convivencia nacional. ¿Cómo llamar a esos verdugos? ¿Cómo definirlos y como definir a sus enemigos? Hacerlo es tarea para políticos sin miedo; pero tal vez se pueda empezar por definir qué «no» son los nacionalistas asesinos de ETA. «No» son franquistas, por más que franquismo y fascismo hayan llegado a ser lugares comunes del insulto político, sumatorios absolutos del Mal. Por pésimos juicios que merezcan aquellas experiencias históricas, nada tiene que ver ETA con ellas; decir lo contrario es una prueba de débil información, o formación.

Y el nacionalismo terrorista tampoco es, aunque así se esté diciendo desde algunos medios antinacionalistas empeñados en aceptar lo progresistamente correcto, «no» es medieval. Lo medieval, aún hoy, es en el lenguaje público la quintaesencia de la barbarie, la crueldad y la injusticia. Sin demasiados defensores, en este terreno al menos, al milenio medieval se refieren polemistas, políticos y ensayistas como imagen en negativo de un presente infinitamente superior en todos los órdenes. Lo que no deja de ser discutible. Difícilmente hallaremos siglos más sanguinarios que los muy civilizados XIX y XX, ni crueldades mayores que las generadas por las ideologías contemporáneas que fundamentan la misma ETA. Y sin embargo, sin respuesta, muchos bienintencionados «críticos» y aun genuinos opositores al régimen terrorista etarra insisten en asimilar la furia sanguinaria del nacionalismo a una realidad «medieval».

Las palabras son importantes. Combatir la mentira con la verdad implica utilizar las palabras con veracidad. Aunque las tentaciones sean grandes, por la incultura creciente, por la facilidad de los medios audiovisuales, por las urgencias electorales, nuestros políticos no deben rendirse. Llamar a las cosas pro su nombre es el requisito de hacer lo que es justo.

Por Pascual Tamburri Bariain, 30 de agosto de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.