Por Pascual Tamburri Bariain, 20 de septiembre de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.
El gobierno de toda comunidad implica, si es desarrollado a conciencia, un sacrificio constante. Desde Platón y Aristóteles hasta nuestros días, la doctrina y la práctica políticas coinciden en demostrar un solo hecho, capital: el hombre o los hombres que dirigen, guían y gobiernan un grupo humano -y en definitiva da igual si se trata de una pequeña asociación o de un Estado- se inmolan a su misión. En ellos terminan por resumirse los vicios y las virtudes de la comunidad, a ellos se dirigen todas las miradas en los momentos de incertidumbre, su vida es ejemplo de lo que toda la comunidad es, quiere ser o debe ser. Para bien y para mal, al menos en nuestra civilización, así son las cosas y así van a seguir siendo.
En consecuencia, el buen gobierno de las comunidades tiene su base más saludable en una formación de la juventud en los valores y para los valores, o, si se quiere mayor precisión, en los principios y para los principios. Aquello que se vive en la adolescencia y en la primera juventud a través las experiencias comunitarias que han de entreverar esos años decisivos es lo que después regirá la sociedad. Una sociedad con una vida juvenil sana y con un liderazgo juvenil -individual o comunitario, poco importa- igualmente sano tiene ante sí un futuro mejor que las sociedades que carecen de ambas cosas.
Es el caso de nuestro tiempo, de nuestro mundo, en grado superlativo. En la parte predominante de la juventud española faltan destellos de liderazgo auténtico, aunque sobra verborrea al respecto. Una serie de problemas lastran esa parte de nuestro futuro que vive ya, incluso en sus partes más sanas o teóricamente más esperanzadoras. En el seno de nuestra juventud se combate una batalla cotidiana entre una España fuerte, justa y eficiente y una España hecha de egoísmos, de bajezas y de miserias en apariencia brillantes. Las cosas no van demasiado bien.
La primera y grave cuestión es la confusión de la conveniencia propia con el interés general. Nadie dice aceptar hoy que un político planifique su tarea conforme a sus intereses y apetencias particulares. Pero en cambio se tolera, demasiado a menudo con complacencia y sonrisas, que adolescentes, jóvenes y menos jóvenes confundan sin escrúpulos ambas cosas. Un líder juvenil o un grupo juvenil con cierta vocación de liderazgo social, por ejemplo, no pueden planificar su tiempo, sus recursos y sus tareas según su calendario recreativo o de otro tipo. Si no se respeta esa jerarquía en lo pequeño no podremos el día de mañana pedir que se respete en lo grande.
Pero no se trata sólo de una realidad material. En segundo lugar, el problema radica en la tendencia a analizar la realidad según los propios prejuicios. Puede argumentarse que tal cosa es problema ideológico de los políticos; pero en realidad es un problema que se crea en la selección y formación de cuadros juveniles, cuando no se enseña -ya no se enseña, ya no se impone- a distinguir la verdad objetiva del deseo subjetivo. Y de aquellos polvos vienen estos lodos.
Nos enfrentamos a una clase dirigente -no sólo política- autoindulgente, capaz de perdonarse a sí misma todos los errores y todas las debilidades, capaz de negar todas las evidencias que contradigan el elevado concepto que de sí misma y de sus obras tiene. Pero esa flor envenenada se cultiva en la juventud, en esa juventud con una tendencia al autoerotismo (moral, que es el peor) que milenios de experiencia occidental corregían y que la modernidad contemporánea ensalza y aplaude.
La experiencia no se está transmitiendo, porque no se está dando importancia al futuro. En ese futuro tendremos, por ejemplo, líderes sociales agresivos, ferozmente incapaces de reconocer sus limitaciones y de aceptar la crítica objetiva, que será tomada como insulto; y a la vez tendremos dirigentes moralmente indiferentes, porque habrán sido educados, de hecho si no formalmente, en la idea de que ellos valen más que todos los milenios anteriores de vida europea. La agresividad y la indiferencia, por cierto, como mecanismos de defensa ante psicopatologías sociales crecientes.
Ese futuro tiene una explicación, que es el ordenar las cosas sobre el placer egoísta, sobre el interés individual y sobre la opinión veleitaria. Ustedes dirán que todo esto peca de pesimismo (si no me creen) y de inevitabilidad (si me creen). Pero ustedes me creerán si son jóvenes o si viven cerca de jóvenes, porque estarán viendo que las cosas ya son así en los ámbitos juveniles, incluso en los más selectos y teóricamente más inmunes a toda decadencia moral. Y si recuerdan cómo impone nuestra tradición clásica que sean las cosas convendrán conmigo en que todo esto nada tiene de inevitable.
Si confiamos la solución de este inmenso problema futuro, que afecta a todas las dimensiones de nuestra comunidad humana, a los poderes públicos y sólo a ellos, estoy dispuesto a admitir que el mal es inevitable. Pero no ha de ser así: en todo espacio juvenil o con participación juvenil ha de subrayarse la primacía del deber sobre el placer, de las metas comunitarias sobre los intereses individuales. Han de desinflarse los egos hipertróficos, tantas veces cúmulo de vanidades sin base real en los campos que dan verdadero sentido a la vida humana. Ha de imponerse el orden, la disciplina, la definición estricta de objetivos vitales y de planes de vida; han de informarse esos estilos de verdad, de belleza y de bondad, afirmando sin temor que lo verdadero, lo bello y lo bueno no dependen de gustos individuales, y que no nos llegan a todos con igual facilidad; ha de crearse con el ejemplo y con la exigencia un sentido de servicio y de sacrificio por metas elevadas y altruistas, con renuncia a las vanidades del mundo.
Se trata, nada menos, que de educar. Pero no de impartir clases en el sistema docente, sino de imponer en todo grupo juvenil, o al menos en todo ámbito juvenil de donde previsiblemente hayan de salir los líderes de la siguiente generación, estos principios eternos. Transigir, tolerar o disimular lo contrario nos evitará, es cierto, trabajo, disgustos y quebraderos de cabeza; pero nos condenará -a la comunidad de la que se trate, y a todos en general- a una catástrofe sin precedentes históricos.
Tirso Lacalle
Por Pascual Tamburri Bariain, 20 de septiembre de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.