Otoño de las ilusiones, primavera de las certezas

Por Pascual Tamburri Bariain, 25 de septiembre de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.

Ha empezado el otoño, con la carga de melancolía que un cierto romanticismo decadente y la lánguida civilización burguesa le han atribuido en el último siglo. Que las hojas caigan, las uvas maduren, el curso comience y los políticos despierten son hechos. Los hechos no son raíz objetiva de ninguna melancolía, sino precisamente estímulo para aceptar la realidad y afrontarla, cada uno desde sus lealtades, sus deberes y sus pertenencias. Eventualmente para cambiarla, pero nunca para dejarse doblegar por ella, ni mucho menos por la tristeza.

El otoño no es triste, sino que innecesariamente lo hacemos triste. El otoño es la culminación del año, el momento de hacer cuentas de los frutos recogidos y de la correlación entre los esfuerzos empleados y los resultados obtenidos. Si el podador podó bien en invierno, aró bien en primavera, cuidó bien en verano, las vides darán -si hay suerte con el tiempo- uvas jugosas y dulces. Pero no son vanas ilusiones, salvo en lo imponderable y superior a la voluntad humana: no hay ilusión evanescente, sino certeza.

Cosa diferente es que confundamos ilusiones y certezas, y que el otoño signifique la tristeza de una desilusión porque unas y otras no se correspondan.

Esto puede deberse a tres tipos de causas: podemos engañarnos a nosotros mismos, dando por ciertas ilusiones lejanas de la realidad; podemos ser víctimas del azar y de lo imponderable, y vernos derrotados por fuerzas superiores e incontrolables, que conviertan nuestras certezas fundadas en desilusiones; y podemos ser víctimas de nuestros próximos, que nos den elementos para falsas certezas, o que no cumplan la parte que les correspondió en el establecimiento de certezas a la hora de sembrar.

Poco importa. Lo esencial, cuando el otoño no trae la alegría que debió traer, que pudo traer o que creímos que traería, es preparar una nueva primavera, y un nuevo otoño. Si la vida es milicia -y lo es en nuestra cultura, desde el libro de Job hasta las epístolas de Séneca- tan rechazable es la ilusión sin fundamento (si su fracaso se debe a uno mismo) como la desilusión estéril y castrante. Habrá que volver a labrar y sembrar, podar y arar, de nuevo como ya se hizo -si el error no estaba en el método- o de otra manera, si es necesario.

Podremos cambiar de herramientas, de compañías, de campos y de simientes, de expectativas y de cálculos. Todo podrá cambiar, salvo las certezas en las que se asienta la futura primavera: el propio deber, cumplido de la mejor manera posible, la propia fe, vivida de la manera más correcta posible, las propias metas, buscadas de la manera más enérgica posible. Así la ilusión, en vez de desilusión, dará antes o después frutos ciertos. Y no dolerán tanto los tiempos, los amigos y los sueños aplazados o perdidos cuanto alegrarán los caminos efectivamente recorridos.

¿Importan las culpas en los fracasos? Sólo en mínima parte. Importa más que el soldado que va jurar bandera sepa bien qué significa jurar, porque si no lo sabe es mejor que no lo haga. Importa más que el viñador que poda sepa bien qué sarmiento es estéril y no dará fruto, porque podrá cortarlo, y podrá en cambio mimar el joven y sano. Importa, en fin, hacer de todo otoño la semilla de una nueva primavera, olvidar y perdonar si es necesario, pero nunca renunciar a lo que se quiso, pudo y debió ser. Todos los años hay un equinoccio de otoño, y una semana después celebramos la fiesta de san Miguel, alegre y combativa siempre, y sólo de tarde en tarde topamos con las pequeñeces humanas de los congresos, asambleas y aledaños. ¿Ilusión? Bien, pero mejor certeza. Sépanlo, en especial, los jóvenes que se inician a la vida pública.

Tirso Lacalle

Por Pascual Tamburri Bariain, 25 de septiembre de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.