Por Pascual Tamburri Bariain, 5 de noviembre de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.
Soy católico. Sin más, sin apellidos y sin especiales cualificaciones. Católico como los hay muchos, un mal católico, un pecador. Conozco los deberes del cristiano, y fracaso a menudo en el empeño de cumplirlos. Y trato a menudo de volver a intentarlo. En fin, una historia como muchas. En esa historia, eso sí, tengo la inmensa ventaja de saber qué debo creer, afirmar y vivir como católico, cómo debo actuar; y pese a mi debilidad humana conozco los límites del bien y del mal, sé que son objetivos y tangibles y que no dependen de que yo «me sienta bien» o de que «me apetezca», como patéticamente veo a mi alrededor. Incluso en personas muy queridas, pero no formadas.
Navarra es una tierra católica. Esto quiere decir, sobre todo, que nuestra comunidad, nuestros antepasados, se agruparon y definieron su existencia en común en torno a la fe compartida y vivida. Y que de esa fe surgieron las normas de conducta de la Navarra histórica. Navarra es históricamente cristiana, y lo es también hoy culturalmente, independientemente del número de personas que creen, que practican o que se preocupan mínimamente por vivir conforme a lo dispuesto por la Iglesia de Cristo.
Que Navarra sea católica quiere decir, también, para bien y para mal, que el factor religioso está estrechamente ligado a la vida pública y a la política. Y que ser católico, además de implicar una fe y una vivencia de esa fe, tiene un coste político y un beneficio político. No sólo ser católico, sino también parecerlo, y no parecerlo, y quererlo parecer, y quererlo ocultar. Puede parecer una manera muy cruda de decirlo, pero es así.
La política es un juego confuso en el que las apariencias y los rumores cuentan a veces más que las realidades y las certezas. Es curioso contemplar la vida política con cierta distancia, porque los movimientos de los distintos actores aparecen caricaturizados. Puede resultar incluso divertido, si uno sabe de qué va el juego. Pero no cuando se ponen en juego cuestiones tan esenciales como la fe.
De todos los especímenes que pueblan el zoológico de la política el más versátil, camaleónico, veloz y venenoso es el «católico profesional». Es un ser dotado con rara frecuencia de la certeza de que sólo él es católico en la vida pública, y de que sólo militando en la DC se asegura a un tiempo el bien del alma y del Estado. Navarra, por fortuna, tiene pocos de éstos y ningún grupo organizado de los mismos, pero si de algo vale la experiencia italiana hay que advertir contra cualquier tentación en ese sentido. Las consecuencias son espeluznantes.
Un político puede ser católico. Y un católico puede ser político. Si lo es, tiene determinadas obligaciones morales, inapelables. Y un ejemplo claro en santo Tomás Moro, patrono de los políticos cristianos. Puede y debe agruparse con otros católicos si se trata de defender a la Iglesia y su magisterio en la ciudad de los hombres. Pero no puede pretender que sólo un grupo o partido sea católico, como si la Iglesia fuera un partido. Ya lo advirtió Pío XII. Puede y debe vivir conforme a su fe (y será mejor que lo haga con coherencia y sin ostentación ni fariseísmo), pero no puede pretender que su fe le sirva para trepar puestos en la vida pública.
Tales son algunas de las contradicciones en las que se debaten los católicos que en nuestro tiempo, y no sólo en Navarra, tratan de hacer política. El político católico tiene tres obligaciones, claramente jerarquizadas: primero las obligaciones para con Dios y con la Iglesia; después las obligaciones para con la Nación y el Estado; por último, sólo por último, sus intereses personales legítimos. La enfermedad degenerativa del democristiano, en política, ha sido tradicionalmente una cierta confusión en esas prioridades. Sobre todo, porque la DC ha sido demasiado a menudo una manera de colocarse una cómoda etiqueta de «católico oficial» sin ninguna de las obligaciones y con todas las ventajas de imagen.
El catolicismo, en la vida pública, no puede consistir en la atribución de una oficialidad católica de nombre. Debe consistir en una coherencia profunda, exigente y por definición nada fácil en 2004. Si resulta fácil, o no es España, o no es católico. La indudable rentabilidad y prestigio que sigue teniendo en un hombre público la profesión de fe cristiana debe ser correspondida con la firmeza en lo esencial y la necesaria clarividencia en lo posible. En particular, en una Navarra tan católica, donde la rentabilidad del asunto es tan tentadora, no está de más recordar cómo terminó la inmensa DC italiana y cuál era la real catadura moral de muchos de sus angelicales representantes. El paso del tiempo terminó por poner a cada uno en su lugar, y por mostrar que algunos catolicismos oficiales u oficiosos, ostentados u ostentosos con más o menos conveniencia, no encubrían sino miserias personales que no deseamos ver en nuestra tierra.
Por Pascual Tamburri Bariain, 5 de noviembre de 2004.
Publicado en El Semanal Digital.