Cerrar gaztetxes, defender la libertad: palabras y hechos

Por Pascual Tamburri Bariain, 15 de diciembre de 2004.
Publicado en Razón Española.

En la lucha contra el nacionalismo totalitario y su terrorismo no es lo mismo opinar que actuar. Opinar, desde el calor del hogar o desde el ambiente caldeado de un bar de copas burgués en una zona de ocio ciudadana, es siempre fácil. Allí todo arbitrismo es posible y todo radicalismo se sostiene, porque se trata sólo de palabras, y no hay riesgo en ello.

Las palabras tienen otro peso si se pronuncian en los lugares y los momentos adecuados. No es lo mismo, por ejemplo, denunciar la presión liberticida del nacionalismo ante personas que no participan de esas ideas que hacerlo donde hay diversidad de opiniones, donde defender la verdad y la libertad tiene un coste y un riesgo. Tampoco es igualmente fácil indignarse por los atentados y las ocupaciones de inmuebles en un caso y en el otro, por poner ejemplos bien cercanos.

En realidad, la coherencia en estos asuntos puede medirse, más que por las palabras, por los hechos. Nuestras calles están llenas, por seguir el mismo ejemplo, de personas que han clamado contra el ambiente de ilegalidad creado por y para ciertos grupos juveniles nacionalistas, contra su impunidad, contra sus décadas de indebida tolerancia. Han protestado y hasta han levantado la voz, sí, aunque casi siempre dentro de círculos y recintos cómodos y bien conocidos. Raramente fuera de allí. Y en cuanto a hacer, los navarros ya hemos podido ver cuánto se ha tardado en actuar contra los gaztetxes «okupas».

Las palabras se las lleva el viento, mientras que sólo los hechos permanecen. Por eso, una vez más, los responsables de la seguridad ciudadana en Pamplona –no importan los nombres– merecen un aplauso porque han hecho, por ejemplo en Iturrama Nuevo, lo que la ley exigía, lo que todos los vecinos pedían privadamente.

Cerrar el «gaztetxe» «okupa» de ese barrio de Pamplona es un avance objetivo de la libertad. Que los vecinos fuesen renuentes a expresar su descontento en público es en parte comprensible por el constante chantaje violento inherente al nacionalismo vasco. De hecho, son esas mismas autoridades las que con su trabajo tienen el deber de garantizar las condiciones para una libertad de expresión real.

Realmente, en la España de 2004, ¿hay una plena libertad de expresión? No eran libres de expresarse los vecinos de Pamplona, hasta que por fin las autoridades han suprimido uno de los factores que limitaban la libertad de todos con el pretexto infame de la libertad de unos pocos. Tampoco son hoy libres de expresarse los ciudadanos de Madrid, entre bombas y amenazas de bomba, y es evidente que si persisten los actuales factores políticos y terroristas los madrileños no podrán hablar con libertad.

En estos asuntos nuestra historia reciente, también la pequeña historia, está llena de sorpresas frecuentes y no siempre positivas. Demasiado a menudo ha habido personas capaces de citar con arrobo a Paul Claudel («la juventud no nació para el placer sino para el heroísmo») pero incapaces de renunciar a una mínima parte de confort para unir la palabra oportuna y la acción adecuada, coherente y eficaz. ¡Es tan fácil criticar la acción o la inacción de los demás sin aportar nuestro estímulo y nuestra contribución! Sin duda, la acción de las instituciones ha sido criticable y lo es aún, pero los ciudadanos libres tienen algo que aportar si quieren tener verdadero derecho a esa crítica.

Esa situación tiene dos soluciones complementarias. Por un lado, los responsables de la seguridad a todos los niveles deben garantizar ésta, sólo con la Ley, pero con toda la Ley. Hemos visto cómo la receta funciona a pequeña escala en Pamplona y cómo funcionó antes en toda España. Pero, por otro lado, a quienes disfrutamos de esa seguridad se nos puede pedir que la empleemos para afirmarla con la palabra y con los hechos. No sólo con la palabra cómoda y sin riesgo, sino precisamente llevando la verdad donde ésta vacila; y no sólo con la palabra, sino con la acción coherente, que dé respuesta desde la sociedad a sus enemigos.

Es lícito llamar vocinglero, y aun bocazas, a quien llega más lejos con la palabra que con las obras. Pero es un defecto que puede corregirse; es la base del principio católico de subsidiariedad: si un problema puede resolverse directamente, no es necesario dejar que se eleve y se complique su solución.

La sociedad será libre –sin necesidad de rugir como leones en salones y chats para después balar como ovejas en aulas y calles– cuando los ciudadanos apreciemos, empleemos y defendamos por nosotros mismos la libertad.

Si nuestros antepasados no hubiesen actuado así, jamás habría habido resistencia contra el Islam, ni Reconquista, ni reino de Navarra. Tampoco hoy tenemos derecho a no dar la cara si queremos seguir hablando críticamente de los enemigos de nuestra identidad.

Por Pascual Tamburri Bariain, 15 de diciembre de 2004.
Publicado en Razón Española.