Por Pascual Tamburri, 14 de abril de 2005.
España es una nación católica. No lo es porque lo haya escrito recientemente José María Aznar. No lo es tampoco porque Juan Pablo II así lo afirmase en su último y triunfal viaje apostólico a España. No es ni siquiera porque el catolicismo sea la religión de la mayoría de los españoles, tanto si la practican habitualmente como si no. El catolicismo está en la raíz misma de lo español.
España es una nación católica. No lo es porque lo haya escrito recientemente José María Aznar. No lo es tampoco porque Juan Pablo II así lo afirmase en su último y triunfal viaje apostólico a España. No es ni siquiera porque el catolicismo sea la religión de la mayoría de los españoles, tanto si la practican habitualmente como si no. El catolicismo está en la raíz misma de lo español. Sin Roma, sin los germanos y sin la Cruz no se entiende qué es este país ni su papel en el mundo. Un papel pasado, por supuesto. Las horas más gloriosas y también las más difíciles de nuestra historia común y de nuestra presencia en los cinco continentes han estado ligadas a la identificación entre España y la Iglesia. Cada persona y cada partido puede tener su opinión sobre ese hecho, pero eso no cambia la realidad histórica.
Fue así, desde Flandes a la Patagonia, desde el Danubio al Mekong, como despliegue planetario de la misma identidad forjada de nuevo en ocho siglos de lucha ininterrumpida en nombre de la fe contra el invasor musulmán de nuestro propio solar. Hechos. Un papel no sólo pasado, además. Lógicamente, salvo que se defina de nuevo España y lo español el catolicismo sigue siendo parte de nuestra personalidad colectiva.
En consecuencia, y aunque el Gobierno de turno dijese lo contrario, España será vista en el mundo como avanzada del mundo católico. Así ha sido durante muchos siglos, y así está en nuestra propia naturaleza, en todos los asuntos internacionales. Desde el siglo XIX, al menos desde el canónigo Llorente, ha estado de moda ver esto como una desgracia colectiva.
La mentalidad progresista consideró que el catolicismo había sido causa del atraso de España, de su retraso industrial y de su pobreza. Hoy, cuando España no es pobre pero no ha dejado de ser católica, y cuando se ha demostrado lo infundado de esa idea, es el momento de plantearse el papel de lo católico en la dimensión exterior española. Desde luego, puedo optarse ideológicamente por anular esa dimensión. Puede enviarse un embajador militantemente ateo al Vaticano, y puede apoyarse a los regímenes anticristianos del uno al otro confín del orbe.
Habrá en España una minoría satisfecha de que así se haga. Pero ¿estarán así mejor defendidos los intereses de los españoles? La respuesta es no. Y ¿será ésa la opción preferida por los españoles? Quienquiera que haya visto la pasada semana las calles de Roma y de Madrid sabe cuál es el pulso de nuestro pueblo. Puede asumirse, en cambio, con naturalidad, que España continúe su papel histórico, lo modernice y saque de él un provecho tanto material como moral.
Será lógico no sólo pensando en el pasado y el presente, sino también y sobre todo pensado en los intereses futuros de la nación. Pensemos por ejemplo en el ahora tan codiciado mercado de Extremo Oriente. España tiene allí miles de agentes que difunden o que potencialmente pueden difundir el prestigio del país, además de su lengua y su cultura. Algo que nadie más tiene en esa medida: los misioneros.
Y gracias al catolicismo, además, España ha creado el único país cristiano de la zona, Filipinas, una base envidiable que precisamente por los vínculos religiosos y culturales podría darnos una ventaja competitiva. Pero ¿eso podría hacerlo una España hipotéticamente ajena al catolicismo?
Pensemos en Oriente Medio. España, un reino ligado históricamente al de Jerusalén, ha ejercido ciertos derechos tradicionales en los Santos Lugares, y sólo por dejación tardía Francia ocupó esa posición. Pero el factor cristiano, en todo el Creciente Fértil y en el mismo Egipto, puede ser una vía de acceso hasta ahora menospreciada para una participación europea en una solución de paz. ¿Podría hacerlo una España laicista?
Pensemos en fin en el África negra. ¿Alguien puede imaginarla sin nuestros sacerdotes y nuestras monjas? ¿Alguien piensa que en la inmensa mayoría de esos países España sería conocida, y para bien, sin ellos? Sin esa presencia España no contaría para casi nada en África, y no tendría siquiera la veterana y excelente revista africanista «Mundo Negro», encomiable obra de los misioneros combonianos. Por poner sólo un ejemplo.
La realidad del mundo es compleja y cambiante. Pero los sujetos que en él se mueven, individuos u países, tiene su identidad. La de España pasa, se quiera o no, por esa identidad católica que ha cambiado en su expresión pero que la muerte del Papa ya recordado a todos. En muchos rincones del mundo España o es Roma o no es nada. Sólo quien quiera anularla insistirán en el complejo antirromano.
Pascual Tamburri
El Diario Exterior, 14 de abril de 2005.
https://www.eldiarioexterior.com/roma-la-importancia-de-la-4487.htm