Por Pascual Tamburri Bariain, 13 de julio de 2005.
Publicado en El Semanal Digital.
Hoy terminan los Sanfermines, y la impresión es que todo un mundo de alegría acaba. Termina al menos la alegría superficial y aparente de las fiestas, y llega para quienes ponen el centro de sus vidas en la superficie de las cosas un período difícil. Sólo los viajes turísticos, las fiestas de otros pueblos y ciudades y, en suma, otras tantas cosas pasajeras conseguirán llenar las vidas de algunos de mis conciudadanos.
Cuando nuestras vidas lleguen a su ecuador haremos balance. Y es ya seguro que contemplaremos un gran cambio respecto a la España y la Europa que nos vieron nacer en 1970 – 1980. Aquella España y aquella Europa, aun con sus problemas, estaban aún vivas. Europa hoy se nos muere, y técnicamente podríamos ver el final del proceso antes de nuestro previsible final biológico.
Yves-Marie Laulan ha explicado, en el caso alemán, cómo desde hace más de veinte años no hay una reposición generacional, es decir, nacen menos alemanes que las parejas que salen del periodo fértil de sus vidas. Alemania tiende a envejecer, y en consecuencia a desaparecer. Circulan ya cálculos de cuántos millones menos de ciudadanos tendrá la actual República Federal dentro de unas décadas, y cuánto más ancianos serán.
Ahora bien, el problema no es sólo alemán. Alemania es, sin duda, el país donde antes comenzó este proceso, pero todos los países de Europa -primero los occidentales y hoy por contagio también los orientales- siguen el mismo camino. En realidad, aunque el problema fuese sólo alemán sería un problema común de Europa, porque entre el Rhin y el Oder está el centro vital, económico y político del Continente; pero todos participamos ya de la decadencia alemana.
Para el francés Laulan y para el alemán Michael Stürmer -significativo acuerdo- el problema demográfico germano-europeo tiene necesarias consecuencias económicas, políticas y culturales. A medio y largo plazo, en efecto, una pirámide demográfica invertida convierte un país en económicamente inviable; la cohesión política interna y la potencia política exterior de un país disminuyen conforme predominan numéricamente en él los ancianos; y una cultura sin visos de renovación juvenil, o en todo caso abocada a un redimensionamiento radical en un mundo en el que todos los demás continentes crecen, es una cultura sin pulso.
Sin pulso. Europa da síntomas agónicos, pero el problema no se señala a la población. Es más: se le señalan las cuestiones más dispares, todas excepto ésa. Para tranquilidad de algunos políticos y para beneficio inmediato de algunos empresarios es preferible que la verdad quede oculta por la opulencia y por la fiesta, por el predominio de lo individual y pasajero sobre lo comunitario y lo permanente. ¿Tiene marcha atrás la muerte de España y de Europa? Todas las políticas de estímulo demográfico basado precisamente en lo económico han fracasado en sus objetivos. Las ayudas familiares, si se derraman sobre una población escasamente convencida de la bondad intrínseca de la familia, de la solidaridad nacional y de la solidaridad entre generaciones, se han demostrado ineficaces. En el mejor de los casos, positivas sólo para la minoría de europeos que ya estaban convencidos de formar una familia numerosa, y en el peor útiles sólo para atraer a Europa a personas que, pertenecientes a otras culturas, trajeron a nuestras ciudades sus modelos familiares, sin por ello hacerse europeos.
San Fermín ha pasado un año más, y es tentador pensar cómo será dentro de un siglo. Al millón de europeos congregados estos días en Pamplona, ¿quién los sustituirá? Porque nuestro problema como comunidad -a cualquier escala que se considere la decadencia- es que, en palabras de Laulan «nadie trae hijos al mundo si no cree en el futuro de la nación y del país». Podríamos añadir: sin esa creencia, pocos se sienten llamados al esfuerzo, al sacrificio, a la austeridad. Por consiguiente, para que Pamplona y Europa no mueran -o no cambien radicalmente- habrá que apelar a las creencias y a la coherencia en ellas.
Por Pascual Tamburri Bariain, 13 de julio de 2005.
Publicado en El Semanal Digital.