Por Pascual Tamburri Bariain, 23 de agosto de 2005.
Publicado en El Semanal Digital.
El número de la revista «Area» de este verano contiene, entre otras cosas de gran interés, un reportaje sobre la fiesta española de los toros. Una reflexión poco habitual, sorprendente, que Francesca Petrucci desarrolla con una frescura y brillantez que pocos extranjeros logran. Que lo haya conseguido esta italiana, que se reconoce ecologista, vegetariana y amante de los animales, es una sorpresa particularmente grata.
Para Petrucci la corrida -y los festejos taurinos en general- son una representación simbólica de la vida y de la muerte, un vestigio precioso de nuestro pasado religioso. Se trata para ella, en efecto, de un legado ritual que, aunque incomprensible en su esencia para nuestros contemporáneos (también y tal vez sobre todo para los que en tales festejos participan como espectadores) nos une a unas raíces insondablemente profundas.
Franco Cardini y Mircea Eliade como historiadores han insistido en este punto. Las fiestas tradicionales europeas tienen raíces muy remotas, y quienes participan en ellas no son ni lejanamente conscientes de su antigüedad, de su origen y significado o de su importancia. De hecho, no es una novedad sino un dato esencial: una utilidad básica de la «fiesta» es que permite transmitir a través de los ritos, costumbres y comportamiento de la gente del pueblo un legado espiritual rico y complejo.
La única sombra sombre la fiesta, como legado milenario, es el cambio de sentido que ha experimentado en las últimas décadas, que podría llegar a anular su significado milenario.
La segunda mitad del siglo XX, en opinión de Marcello Veneziani, está ocupada progresivamente por el uso de la fiesta como irreligión civil, como signo de emancipación de todo orden sagrado, una pura extensión de la condición infantil y adolescente, y un exorcismo colectivo del dolor, la pobreza, la soledad, la lucha, la enfermedad, la vejez y la muerte. Siguen existiendo, pero la fiesta moderna sirve para negarlos
La fiesta tradicional era -y es en la medida en que vive- exactamente lo contrario, pues pertenecía al ritmo vital de las personas y de las comunidades, con un sentido siempre religioso aunque no por ello, llegada la ocasión «menos» festivo. Ahora vivimos la fiesta como una falsa normalidad; ya no es la interrupción temporal y rítmica de la costumbre y la irrupción de lo excepcional que, lejos de romper los vínculos comunitarios, los refuerza.
Consecuencia de la desaparición de la diferencia ontológica entre fiesta y vida ordinaria es que ya no hay verdadera fiesta, sino sólo «tiempo libre» en el que no se trabaja, que se entiende como la «verdadera vida» reduciendo el tiempo de trabajo a una falsa alienación. La fiesta tradicional supone la existencia de una comunidad con un lenguaje orgánico a la fiesta, y no puede recrearse, sino todo lo más simularse, una vez que ha muerto la dimensión comunitaria concreta. El «tiempo libre» es individualista, la «fiesta» es comunitaria.
Ahora bien, la fiesta de los toros, en sus múltiples variantes, no es sino una de las más importantes pervivencias de la fiesta tradicional europea. Inconscientemente quienes participan en ella enlazan con un pasado que se hace presente y que llevará hacia el futuro saberes y sabores atávicos. Frente a los males de nuestro siglo la nostalgia de lo que no volverá a ser no es remedio. La fiesta tiene aún, siempre, un contenido mágico, sagrado, de reconstrucción comunitaria y de ruptura del orden «normal» que implica una continuidad que no debe romperse.
Por Pascual Tamburri Bariain, 23 de agosto de 2005.
Publicado en El Semanal Digital.