Por Pascual Tamburri Bariain, 7 de febrero de 2006.
Publicado en El Semanal Digital.
2001 – 2002 – 2003
Fernando Alonso Barahona, Eduardo Arroyo, Alonso Calatrava, Juan Garcilaso De la Vega, José Javier Esparza, Tirso Lacalle, Jesús Laínz, Íñigo Mugueta, David Fontaneda, Jaime Fontaneda, Eduardo Segura y Pascual Tamburri
El Señor de los Anillos
Ser periodista en España es un oficio arriesgado. Entre otras cosas, porque los jóvenes licenciados salen de las Facultades navegando en un océano de conocimientos con un dedo de profundidad, autorizados para opinar sobre todo y demasiado a menudo ignorando hechos básicos. Por ejemplo, en materia de cultura.
Así, la prensa ha dedicado páginas, tiempo y atención al llamado «fenómeno Harry Potter», a partir de la proyección de una película basada en los relatos protagonizados por este personaje de la literatura infantil. No está mal. Pero a continuación, ante el estreno de la primera parte de la trilogía basada en El Señor de los Anillos, se ha suscitado la polémica, la comparación y una artificial rivalidad entre ambos filmes, a mayor gloria y beneficio, por cierto, de la Warner Bros.
Pero no es aceptable que los señores de la prensa ignoren hechos básicos. Guste o no guste, la obra de J.R.R. Tolkien es un trabajo de literatura mayor, del género epopeya, con el propósito declarado de una reelaboración mítica paneuropea y la voluntad manifiesta de transmitir valores permanentes en un contexto épico, siquiera imaginario. El niño de Rowling es, en efecto, un niño, el protagonista de unos cuentos simpáticos e inofensivos, y nada más. Cosas de cultura general.
Si hace falta alguna prueba, la tendremos en unos años. Así como Harry Potter pasará a ser un producto comercial caducado, tanto en versión impresa como rodada, Frodo Bolsón puede convertirse en el símbolo de una generación. En todo caso, ni la película ni el libro, que aquí se contemplan desde diferentes puntos de vista, complementarios y hasta contradictorios, pasarán fácilmente al olvido. Ojalá que la prensa, con sus evitables simplificaciones, y los intereses comerciales, con sus decisiones arbitrarias, como la escasísima distribución del filme en versión original, no corrompan el soplo de aire fresco que El Señor de los Anillos ha traído a la cultura europea.
El Señor de los Anillos. I. La Comunidad del Anillo.
Después de veinte años como lector de El Señor de los Anillos y admirador de John Ronald Reulen Tolkien, he asistido al estreno de una película que deseo ver desde la infancia. La monumental trilogía tiene, por fin, una representación cinematográfica proporcional a su importancia sociológica y a su valor literario; quedan atrás muchas dudas y el muy lamentable intento de Bashki y Zaentz, que, completamente ajeno al sentido y al contenido de la obra tolkeniana, es preferible olvidar para siempre.
Dos malentendidos lastran aún la imagen del profesor Tolkien. Muchos bienpensantes siguen creyendo y afirmando que se trata de una literatura menor, destinada al público infantil y juvenil. Por otro lado, con alguna mayor generosidad pero no menor imprecisión, se acepta su entidad artística pero se ignora completamente su dimensión espiritual, «mítica». La divulgación inevitable que seguirá a esta película debe tener en cuenta, en cambio, que John Tolkien fue un docto medievalista oxoniense, filólogo de oficio y de vocación, editor del Beowulf, experto mundial en la cultura de los primitivos pueblos germánicos; su obra literaria, paralela a su obra científica, es de gran calado, y no sólo revela una maestría ejemplar del inglés, sino un indiscutible brillo artístico.
Más importante aún: Tolkien, con su obra, quiso expresamente rebelarse contra el sistema de valores materialistas y productivistas del mundo moderno. A diferencia de otros «mundos secundarios» literarios, y de gran parte de la inmensa literatura medieval-fantástica, la Tierra Media es la contrafigura de la Europa premoderna como pudo ser, si no geográficamente sí en cuanto a los grandes principios enfrentados. No es lícito hablar en este caso de literatura de evasión, sino de literatura de combate. El ciclo del Anillo trata de reflejar la lucha entre dos mundos antitéticos, que no se asemeja a ninguno de los conflictos del siglo XX sino, más bien, a la crisis del mundo europeo occidental que está culminando en el siglo XXI.
Cuando una película se inspira en una gran obra literaria hay que preguntarse tanto por el rigor de la adaptación como por la calidad de la película en sí misma. En este caso, no quedarán satisfechos los eruditos que busquen una fidelidad estricta a la obra literaria. Contentarles habría requerido unas dieciocho horas de proyección, que sólo unos pocos resistirían. Pero hay algo más importante: se respeta la esencia íntima del producto, haciéndolo a la vez comprensible para los no lectores y atractivo para un público amplio. La prueba de las virtudes de la película esta en que no gustará tampoco a los amantes del cine hollywoodiano al uso. Hobbiton está en los antípodas (estéticos y morales) de Hollywood, al que los autores del filme no han hecho demasiadas concesiones, y ninguna substancial. La película será comercial por su excelente difusión y publicidad, y por la preexistencia de un público bien predispuesto, pero no se adapta a los cánones que últimamente imponen las grandes productoras.
Comentario aparte merece la banda sonora. Es la gran ocasión perdida de la película. Howard Shore ha compuesto una música correcta, de circunstancias, que será otro éxito de ventas, y más contando con la colaboración de Enya. No estropea la película; pero tampoco añade nada. Si en esto no se hubiesen aceptado las imposiciones comerciales de la Warner Bros, habría sido la ocasión de recurrir al inagotable filón de la música romántica europea, de alguna manera en la línea de «Excalibur». Tal vez estén a tiempo de enmendarse en las dos siguientes entregas, cuyas obligadas escenas épicas merecerán una música no menos gloriosa.
El Señor de los Anillos (I) es, en suma, una película para todos los públicos, pero especialmente para gentes de espíritu joven, dispuestas a dejarse contagiar por la pasión y por el fervor en la defensa de principios eternos – el sacrificio, la abnegación, el amor, la lealtad, la lucha más allá de toda esperanza razonable. Sería oportuno que con esta excusa se lea o se relea el libro, insuperable en su género. Y, por supuesto, que se perciba el espíritu del autor y el mensaje más hondo que trató de transmitir, desde las amargas trincheras de la I Guerra Mundial, donde comenzó a fraguarse en su prodigiosa mente esta epopeya. Tenemos ante nosotros una síntesis de la mitología europea para una Europa que ha olvidado demasiado deprisa sus raíces espirituales y míticas. La Compañía del Anillo debe seguir marchando.
Por Pascual Tamburri
24 de diciembre de 2001
Espadas
El fenómeno del año iba a ser Harry Potter, pero ha terminado siéndolo «El señor de los anillos»: la versión cinematográfica de la saga de Tolkien está arrasando taquillas. Y lo que es más importante: no está defraudando a los tolkienmaníacos, que son legión, a pesar de que las versiones audiovisuales suelen hacer añicos los originales literarios. Verdaderamente, ha sido una suerte que el loco que ha llevado «El señor de los anillos» al cine no sea un profesional fichado por una productora, sino un fan de ese imponente mundo de hobbits y elfos en torno al cual Tolkien creó una auténtica mitología.
Hace pocos días, Urdaci despedía un Telediario recomendando «El señor de los anillos» «para los más jóvenes». A los más jóvenes, es verdad, no les vendrá mal conocer que hay héroes que pueden enfrentarse al mal sin necesidad de escupir por un lado de la boca ni llenarse la lengua de palabras malsonantes, pero Tolkien no sería lo que es en el mundo de la creación literaria si su obra se limitara al público juvenil. Todos pueden, e incluso todos deben leer «El señor de los anillos», porque la historia que ahí se cuenta tiene la suficiente densidad para saciar a todo género de público. Precisamente la grandeza de Tolkien estriba en haber creado un universo legendario de fuerza comparable a la de la Materia de Bretaña. Y la grandeza de Peter Jackson reside en que lo ha llevado al cine sin apenas mermar esa fuerza.
Eso no es habitual en la pantalla grande. Esta misma semana hemos tenido dos ejemplos en la televisión. En TVE-1 podíamos ver la «Excalibur» de John Boorman, que es una excelente versión de la vida del rey Arturo según la recreación de Malory. Pero en Telecinco nos ofrecían «El corazón y la espada», de Fabrizio Costa, miniserie donde la tragedia de Tristán e Isolda bajaba varios puntos en la escala del mito para terminar convertida en una historia sentimental, sin duda recomendable, pero bastante insatisfactoria para quien buscara algo más de fidelidad a las versiones clásicas. Lo positivo del asunto, en todo caso, es que el género «de espadas», que retornó a la actualidad hace ya más de veinte años, no pasa de moda. Sea en versión medieval, de ciencia-ficción o de fantasía, el héroe tradicional sigue siendo una figura vigente. Quizá porque el héroe es tanto más necesario cuanto más villano se hace el mundo. Y en eso de la villanía estamos haciendo grandes progresos.
Por José Javier Esparza (27 de diciembre de 2001)
La Tierra Media
La Tierra Media es, era y/o será uno de los dos continentes en que se divide Arda (la tierra). La creación de Arda se debió a Eru, también llamado Ilúvatar, dios único del que proceden los Ainur (una constelación de dioses secundarios). Algunos de estos Ainur descendieron a la tierra para modelarla en el principio de los tiempos, y fueron llamados Valar. Ellos crearon un reino, Valinor, en las tierras occidentales, que pasaron a denominarse «tierras imperecederas». Los arduos trabajos de los Valar configuraron los montes, llanuras, ríos y mares de la tierra, a la que pronto llegaron los hijos de Ilúvatar: los elfos (los primeros nacidos), y los hombres (los seguidores). A los elfos inmortales se les permitió elegir entre poblar las tierras imperecederas, o la Tierra Media (el continente oriental). Los hombres, por el contrario, hubieron de conducir su mortalidad lejos de Valinor, y viajar a Occidente.
La Tierra Media es el escenario en el que se desarrollan las aventuras de El Señor de los Anillos. Concretamente la epopeya de Tolkien se sitúa en las tierras occidentales de la Tierra Media a finales de la Tercera Edad. Todos los acontecimientos que se desarrollan a lo largo de los tres libros de El Señor de los Anillos señalan el ocaso de las edades de los elfos, y el comienzo de la época de los hombres.
Esta breve exposición de la cosmología tolkeniana es tan sólo una prueba de la «existencia» cierta, de una realidad secundaria que tuvo su origen en la mente de J.R.R. Tolkien a comienzos del siglo XX. Una realidad tan válida como la nuestra, puesto que es coherente gracias al desmedido esfuerzo imaginativo e intelectual de este filólogo inglés. Él creó continentes, y en ellos sociedades, y de ellas destacó sus lenguas y costumbres, que puso en relación con el origen de sus razas constitutivas. Basado todo ello en su inabarcable erudición, tomó de aquí y de allí elementos con los que crear un mundo más acorde con su deseo. Y así elfos, orcos, hombres, enanos, dioses… y hobbits, modelaron un mundo maniqueo en el que cada uno de ellos tenía asignado su papel de modo ineludible.
Para la comprensión de su mundo, Tolkien (y sus hijos tras su muerte), nos han facilitado textos mediante los cuales reconstruir su imaginación. De algún modo son émulos de los cantares y crónicas medievales, de las sagas nórdicas que él tanto amaba, y en definitiva de los documentos en manos de los historiadores para el estudio del pasado. Y así hoy resulta tan cierto, o más, el personaje de Gandalf, el mago, que el de Urbano II, papa; o el de Aragorn II, hijo de Arathorn, heredero de Elendil y rey de Gondor, que el de Carlos V, emperador de Alemania. Ambas son realidades que evocamos, ambas son coherentes y son ciertas, si bien una secundaria y otra principal (aunque algunos cambiemos en ocasiones ese orden de prelación).
Por Íñigo Mugueta
¿Ha llegado la «generación hobbit»?
John Tolkien nunca participó en política ni expresó convicciones políticas definidas; tampoco El Señor de los Anillos puede ser reducido a las categorías políticas al uso: ni al debate político de los años 1940-1950, fechas de la redacción definitiva, ni al de 2001. Sin embargo, no puede negarse un hecho evidente: ni Tolkien ni su obra escrita pueden ser considerados neutrales o asépticos ante los hechos fundamentales de nuestro tiempo.
«Gandalf está vivo y lucha con nosotros». No es un motivo surrealista, sino un lema político de los primeros años 70, inmediatamente después de la primera traducción italiana de El Señor de los Anillos. Ya entonces, en la Península hermana se percibió netamente la militancia estructural del mundo de Tolkien contra la evolución del mundo moderno y en defensa de determinados principios que parecían en entredicho: sacrificio frente a hedonismo, familia y comunidad frente a individualismo, fidelidad e integridad frente a transformismo, tradición y respeto frente a maquinismo, ecología y ley natural frente a la explotación de la Tierra.
Gandalf, como su creador Tolkien, no es de derechas. Ni de izquierdas. Simplemente, representan, hasta ayer por escrito y desde hoy también en las grandes pantallas, una denuncia de los males de la sociedad de consumo. Y una alternativa ética, aunque por supuesto no política ni ideológica. En muchos y distantes países, una minoría de jóvenes – siempre jóvenes, independientemente de su edad, y siempre rodeados de jóvenes cronológicos – ha asumido a Tolkien como bandera de protesta, o sólo como símbolo de una opción de personal descontento.
No se trata, desde luego, de los jovenzuelos que han tratado de convertir el estreno de esta película en un grotesco carnaval, favorecido por los intereses comerciales de la empresa productora. Hablamos en cambio de los jóvenes de todas las edades que participaron en los ya lejanos «Campamentos Hobbit», que escucharon la música diferente cantada por «La Compagnia dell’Anello», que utilizaron los nombres de «Eowyn», de «Erebor» o de «La Roca de Erech» para sus iniciativas culturales. Una juventud diversa, disidente, minoritaria y más dispuesta a seguir un mito literario antimoderno que a someterse a las modas imperantes. Una juventud si se quiere marginal, pero viva y real, sorprendentemente consciente de su «nosotros» comunitario y difusamente dispuesta a una lucha casi espiritual en un mundo poco inteligible para ellos como el contemporáneo.
¿Habrá una «generación hobbit»? En las actuales circunstancias, los valores de J.R.R. Tolkien no pueden llegar a ser socialmente dominantes. La sociedad occidental basa su organización en los principios más opuestos. Vivimos entre Morgul y Mordor. Pero sí seguirá habiendo disidentes, que aspiren a vivir en Hobbiton o en Lórien; y, lógicamente, la difusión cinematográfica del mito favorecerá que esa minoría crezca, porque habrá un segmento mayor de la población expuesto a la innegable belleza de ese mito. Con ocasión de esta película habrá más hobbits, más jóvenes de espíritu en lucha estética con las injusticias y las bajezas del presente. Para que haya una generación hobbit sería necesario que se diese a esa minoría la posibilidad de demostrar prácticamente la bondad su modo de vida.
Suceda lo que suceda, J.R.R. Tolkien no ha pasado por el mundo sin dejar un firme recuerdo.
Por Pascual Tamburri
Valor de una película y valores de película
Hollywood sabe, como industria, que tiene una rentabilidad doble en cada una de sus iniciativas. Por una parte, el cine norteamericano genera enormes beneficios y da de comer a muchas familias, además de hacer ricos a unos cuantos. Pero no sólo los hace ricos: los hace poderosos. El poder de la imagen, el poder de Hollywood, se deriva de su capacidad de crear mitos y de difundir valores, principios y modelos. A veces prevalece la rentabilidad contable, otras el beneficio propagandístico; la genialidad de Hollywood radica en su habitual éxito simultáneo en ambos terrenos.
En estas Navidades Hollywood ha lanzado un producto puramente propagandístico. El cortometraje «El Espíritu de América», de 3 minutos y 5 segundos, se proyecta en los cines de Estados Unidos como afirmación de los valores por los que el Gobierno estadounidense afirma haberse lanzado a la ofensiva mundial tras el 11 de septiembre. Dirigida por Chuck Norman (Óscar al mejor cortometraje en 1986), la película es un montaje a partir de fragmentos de grandes películas. En ella se exaltan algunos de los principios que tradicionalmente se asocian a Estados Unidos (vitalidad, valentía, espíritu aventurero) junto a otros, más recientes, más políticamente correctos, pero, al mismo tiempo, menos coherentes con la América profunda (tolerancia, mestizaje).
El protagonista de la película es el rostro de la mejor América, John Wayne, que sirve de inicio y fin a la película de propaganda. Quién sabe qué pensaría de saberse empleado en una empresa tan arriesgada. Por no hablar del inmortal Griffith, pues se han utilizado secuencias de «El Nacimiento de una Nación» en un corto que defiende una América bien distinta de la que él cantó. Indudablemente Hollywood desea enfervorizar a la población americana y unirla en defensa de su actual empresa política. Para ello hatenido que ceder cierto espacio a los principios y a los iconos de la América real, utilizándolos para transmitir su propio y más «actual» mensaje.
Puede funcionar, o no. En «El Señor de los Anillos», por el contrario, el respeto del sentido y de los valores genuinos de la obra precedente ha sido escrupuloso. Para Hollywood será una ocasión de hacer un buen negocio, pero allí son conscientes de que los valores que la película ejemplifica no son exactamente los mismos que los dueños del gran cine propugnan. Pobre John Wayne: en otras circunstancias, haría sido un excelente Aragorn.
Por Pascual Tamburri
El Señor de los Anillos. II. Las Dos Torres.
Una película para adultos, y para niños. Una epopeya en celuloide, nacida de una pluma genial. El Señor de los Anillos, en su segunda entrega, es un éxito comercial, pero sobre todo un fenómeno cultural. El mundo asiste al triunfo de un producto artístico basado en la tradición cultural europea, y ajeno a los principios políticamente correctos del mundo moderno. Una película que simboliza el renacer de una cultura que no es de izquierdas.
¡Un año! Después décadas de espera, en diciembre de 2001 se presentó la versión cinematográfica del primer volumen del el Señor de los Anillos. Y doce meses después, por fin, hemos asistido al estreno más esperado. El Señor de los Anillos (II) es, una vez más, una película para todos los públicos, para jóvenes de edad y para jóvenes de espíritu. La adaptación cinematográfica de ‘El Señor de los Anillos’ no defrauda a los más exigentes expertos en Tolkien. No es una película para pasar el rato, no es una película de acción y poco tiene que ver con un Harry Potter infantil y globalizado.
Tolkien enfrenta principios eternos – el sacrificio, la abnegación, el amor, la lealtad, la lucha más allá de toda esperanza razonable – a la amenaza, oscura, viscosa y seductora, del Mal. Es, sin duda, una síntesis de la mitología europea para una Europa que ha olvidado demasiado deprisa sus raíces espirituales y míticas. Allí donde haya un joven que se identifique con Boromir, un niño que admira a Frodo, un adulto que comprenda el drama de Gandalf, hay un síntoma de renacimiento cultural, frente a décadas de dictadura izquierdista, materialista y globalizante.
Tolkien, con su obra, quiso expresamente rebelarse contra el sistema de valores materialistas y productivistas del mundo moderno. El Ciclo del Anillo refleja la lucha entre dos mundos antitéticos, que no se asemeja a ninguno de los conflictos del siglo XX sino, más bien, a la crisis del mundo europeo occidental que está culminando en el siglo XXI. En los corazones intrépidos, reconfortados por esta admirable película, la Compañía del Anillo debe seguir marchando.
Por Pascual Tamburri
Razones para ver, y para leer
Aún recuerdo cuando mi padre me recomendó por primera vez que leyese El Señor de los Anillos, me dijo que a él le marcó y que a partir de entonces vería las cosas de otro modo. Supongo que por la rebeldía (y la estupidez) de la adolescencia no le hice caso y fueron pasando los años hasta que por fin me decidí a leerlo. Empecé casi por casualidad, sin querer, uno de esos fines de semana en los que la juventud española se encuentra vacía, sin nada que hacer.
Los primeros pasos fueron temblorosos, confusos, sin saber muy bien cómo y porqué aparecía tanta gente y qué demonios tenían que hacer. Una vez superados los primeros contratiempos que se le presentaban a alguien como yo, que no estaba acostumbrado a leer, me sumergí en un mundo paralelo que me traía a la memoria aquellos tiempos de aventuras y de grandes gestas, tan propios de nuestra historia, y que hoy han quedado apartados, en el fondo del baúl, como si nos diese vergüenza recordarlos o como si no tuviesen nada que ver con nosotros.
El libro te envuelve, te abraza y te obliga a seguir, una página más, un capítulo más. Van pasando las horas y cuando ya por fin te ves obligado a dejarlo y volver al mundo real, lo haces con pena, y no dudas en buscar unos minutos para retomar otra vez el espíritu de la Tierra Media. Y cuando por fin lo terminas, la tristeza te embarga y te preguntas dónde se puede seguir disfrutando de ese mundo maravilloso, tan distinto al actual, donde reina el amor verdadero, el compañerismo y el sacrificio.
Quizás a la juventud actual le vendría mucho mejor dedicar su tiempo libre a bucear en la obra de Tolkien, en vez de preocuparse tanto por el «botellón», por hacer tanta huelga de estudiantes y por tanto fútbol y por tanto partido del siglo. Sería interesante ver qué ocurriría si los jóvenes españoles tomasen como ejemplo a seguir a los singulares miembros de La Compañía del Anillo, en vez de a tanto Gran Hermano, a tanto cantante de karaoke o a tanto futbolista.
Por David Fontaneda Calzada
Tolkien, los intelectuales y el jabón
El otro día presencié una curiosa escena en el metro. Dos veinteañeros discutían sobre «El señor de los Anillos». Uno de ellos, con la bolsa de deporte al hombro, hablaba emocionado, -entusiasmándose más y más a medida que se oía a sí mismo-, del arrojo de Gimli, del carisma de Aragorn, de la agilidad y elegancia de movimientos de Legolas, de lo épico de la redención de Boromir…
A tan inocentes ilusiones no tardó en responder el otro con gestos cargados de la agresiva indiferencia de quien se sabe por encima del bien y del mal. «Yo no me rebajo a sentir las humanas emociones», parecía querer decir con los paulatinos levantamientos de su ceja agujereada. Su pelo, hábilmente enmarañado y grasiento, era todo un alegato contra el Sistema imperante. Con sus exagerados gestos iba desacreditando las palabras de su compañero, que él había convertido en combatiente. Y así hasta que llegó el momento en que, extasiado ante tanta inmadurez, tuvo que coger al toro por los cuernos y esbozar unas nociones básicas sin las cuales el pobre y desorientado tolkieniano tendría seguramente muchos problemas en la vida. Qué todo es mucho más difícil, que el mundo es un asco, que el heroísmo no existe, que esa película de los duendes es para niños, que qué bobadas hace la humanidad, que ser humano apesta, etc. No digo yo que esté totalmente en desacuerdo con este chico, pero creo que era un necio. Y sobre todo era cruel. Cruel y despiadado, por empeñarse en contagiar su nihilismo y desesperación a quienes sí son capaces aún de ilusionarse en esta Europa agonizante.
Hoy en día la sociedad occidental emana pesimismo por todos los poros, por razones fáciles de detectar e imposibles de denunciar. Puede llegar a resultar comprensible que un hombre maduro se sienta asqueado después de trabajar horas incontables durante décadas para poder pagar con ello a los de siempre los intereses de la hipoteca de su celda en una colmena de hormigón, todo ello aderezado con el humo y los pitidos del tráfico. E incluso que durante las pocas horas libres de que dispone no tenga ganas de disfrutar, de puro cansancio, de los hijos que ya no tiene y prefiera enfangar su espíritu con la telebasura.
Pero es el colmo de la pedantería el pesimismo «como estilo» que en los últimos veinte años les ha dado por adoptar, se deduce que por contagio, a tantos adolescentes. Y son cada vez más. Unos deciden hacerse «okupas», otros «porretas», otros «heavies». Muchos, drogadictos de uno u otro tipo. Y la mayoría de ellos, pesimistas. Aunque sólo sea para hacerse los interesantes, incapaces de llamar la atención de las chicas de su edad de otra forma más digna. Se desea con serenidad el paso de esta moda, vacía y absurda por definición, como todas las demás. Y el retorno a tiempos más luminosos, en que se vuelva a recuperar la ilusión, en que la palabra «emprendedor» se vuelva a asociar con ámbitos de la vida ajenos a los mundos económico y financiero, y en que los intelectuales recuperen el sano hábito de enjabonarse periódicamente.
Allí estaban los dos, dos mundos opuestos, dos concepciones enfrentadas de la vida: la ilusión frente al pesimismo, el alegre frente al parásito.
La coyuntura parece indicar que los hombres-hongo seguirán proliferando. Cada vez más. Ha llegado su hora, y seguramente ni siquiera tengan ellos la culpa. Pero la obligación de los tolkienianos, de los que aún crean poder seguir haciendo algo constructivo en esta época difícil en que nos ha tocado vivir es hacerlo, sin pararse a pensar en sus posibilidades de éxito. Si Frodo hubiese concedido un sólo segundo a la reflexión, el Anillo habría caído sin remedio en manos de Sauron.
Por P.O.
«Las dos Torres»: vuelve el mito
Hoy me he parado a contemplar el cartel promocional de «Las dos Torres» en la parada del autobús. A menudo pasamos la mirada ante estos productos del marketing sin demasiada atención. Yo al menos así lo hago. Pero, quizá llevado por mi interés en este cuento, esta vez me han llamado la atención dos cosas: un color sepia difuminado, que envuelve la historia en esa dimensión exacta de lejanía, misterio e inalcanzable belleza que posee «El Señor de los Anillos»; y dos fortalezas desafiantes y colosales ribeteadas de ejércitos innumerables, como una marea tumultuosa.
Recuerdo que he pensado: ¿qué distancia habrá entre esas dos torres de apariencia tan amenazadora? Y, sobre todo: ¿cómo es ese mundo que se extiende a lo largo de un camino plagado de peligros? Es entonces cuando mi memoria ha vuelto a la experiencia única que supuso leer «El Señor de los Anillos» por primera vez. Aquella sensación de una profundidad histórica que se extendía más allá de los bordes de un libro envejecido después de tantas visitas; los ecos del lamento élfico ante la irrecuperable caída de un mundo largo tiempo amado, pero destinado a pasar; la esperanza forjada y esculpida a golpe de lealtad; la muerte digna de ser alabada en un glorioso cantar de gesta; esa pugna entre el amor, la muerte y la inmortalidad como caras de una misma realidad de perfiles «afilados como espadas», en palabras de Tolkien; el reconocimiento de los propios límites; el arrepentimiento y la piedad; la vuelta a la naturaleza, a un modo de vivir esencialmente contemplativo, de tempo lento; la lucha entre el bien y el mal librada en los campos de batalla de esa casi infinita gama de grises; o el final feliz que se torna amargo… porque la vida es un cuento de hadas hecho realidad, y la realidad es tan dura y tan feliz, en ocasiones, como una epopeya. Y al revés…
Y así se me ha pasado el tiempo, pensando y recordando. ¿Reflejará «Las dos Torres» este tumultuoso ir y venir de pensamientos de manera adecuada? ¿Sabrá Peter Jackson mantener la tensión épica que logró con «La Comunidad del Anillo»? Tengo para mí que sí, que estamos ante una saga cinematográfica que va a volver a fundar la épica y el arte de convertir una historia única en un poderoso guión cinematográfico. Es más: estoy convencido de que a J.R.R. Tolkien le habría gustado esta película. Pero me quedo con este pensamiento, mientras subo al autobús que me acercará al cine, donde podré ver -por fin- la película: la puesta en escena de «El Señor de los Anillos» es una ocasión única para volver a esa irrepetible experiencia que significa leer una obra de arte. Es ésta una oportunidad estupenda de recorrer el camino de vuelta desde la pantalla hasta las páginas de un libro que forma parte de la cultura de Occidente por derecho propio. Y, una vez hecho esto, no comparar: disfrutar.
El cine cuenta las cosas de una manera necesariamente distinta a como se narran los mismos hechos entre las páginas de un libro. Ambas son experiencias enriquecedoras. Así pues, ante el que nos ha sido vendido como el estreno de esta Navidad, «pasen y vean»… y lean.
Por Eduardo Segura
La música para el cine: Mea culpa de un escéptico
Howard Shore ha compuesto la banda sonora con el mismo criterio que en la primera entrega: una música enteramente nueva, compuesta en su totalidad para la obra, hilando temas comunes con las otras partes pero dotada de una coherencia propia.
Desde las páginas de elsemanaldigital.com, en diciembre de 2001, se expusieron algunas dudas obre el buen hacer de Howard Shore. Sin criticar la banda sonora, que era y sigue siendo lo mejor que la industria del cine ofreció el pasado año, nos parecía entonces que un respeto estricto al espíritu de Tolkien habría exigido recurrir a fragmentos clásicos, de música romántica, en cierto moco en la línea de «Excalibur».
Escuchando las bandas sonoras de ambas películas es hora de reconocer que aquella observación era errónea. Shore ha compuesto auténtica música, con entidad propia y digna del más alto reconocimiento. No sólo una música adecuada a la película, sino una parte esencial de la obra de arte cinematográfica. Y más aún.
Por un lado, en «El Señor de los Anillos», como antes en «Gladiator» e incluso en «La Guerra de las Galaxias» grandes producciones épicas, de profundo calado ético, llegan a una perfecta simbiosis con sus bandas sonoras. En el caso que nos ocupa, Shore ha alcanzado una de las cimas recientes de su arte. La identificación musical de los personajes, la asociación de Leitmotiv a determinados hechos, la brillantez lírica y por supuesto épica, todo esto y mucho más sería impensable sin la música. Y además en perfecta sintonía con los valores de John Tolkien y con su criterio. El mal se asocia a motivos africanos y asiáticos, siendo Mordor la síntesis de todo lo que Europa – la Europa de Tolkien – no es. Y por el contrario las fuerzas del bien se asocian a música popular europea, empleándose incluso instrumentos y temas escandinavos para los Rohírrim, manifiestamente inspirados en los germanos protomedievales.
Por otro lado, aún más importante, hay que considerar el papel de obras como «Las Dos Torres» en la historia de la música. El gran cine, en especial el poco que se hacer inspirado en valores diferentes de los políticamente correctos, es la reserva ecológica de la música culta europea. La música ligera, o peor aún, las distintas variantes de música sincopada, dominan el mercado y los ambientes. Sólo el cine permite que se siga creando verdadera música Shore merece, aunque sólo sea por esto, un Óscar. Esta vez sí.
Por Pascual Tamburri
18 de diciembre de 2003
J.R.R. Tolkien y Jackson conquistan el mundo por tercera vez
«El retorno del rey», la tercera parte de la saga de «El Señor de los Anillos», está siendo recibida con entusiasmo por un público que sabe ver el sentido de la literatura tolkieniana.
La tercera parte de la saga imaginada por J.R.R. Tolkien llega a su final con el magno espectáculo -tres horas y media de metraje- de El retorno del rey. Las fuerzas de Saruman han sido destruidas sin remisión. Ha llegado el momento de que la Comunidad del Anillo se disponga a dar la mayor batalla de todos los tiempos para derrotar de forma definitiva a Sauron, que continúa empeñado en su perversa idea de dominar el mundo. ¿Conseguirá Aragorn la fuerza suficiente para asumir su destino? Ahora se ha convertido en un héroe y una esperanza. El futuro de la Tierra Media descansa sobre sus hombros.
El «hobbit» Frodo habrá asimismo de lograr su victoria: alcanzar el Monte del Destino, aunque sea con sacrificio. Pero cada victoria precisa de esfuerzo y ahí reside el fulgor de la superación personal, la capacidad de cambiar la realidad, de capturar y hacer posibles los sueños.
La epopeya del señor de los anillos concluye, aunque sus personajes -flor de eternidad- nos acompañarán mientras continúen existiendo los libros y, ahora, el Séptimo Arte.
Peter Jackson, hasta el momento un director estimable pero no excepcional, ha encontrado en la obra de Tolkien el trabajo de su vida. Y, ciertamente, su empeño en la monumental trilogía le emparenta con los grandes creadores del cine entendido como la suma de las artes, con aquellos cineastas que hicieron del cine la expresión más grandiosa (en el sentido casi físico del término) del lenguaje artístico. David Wark Griffith e Intolerancia, Abel Gance y Napoleón, Francis Ford Coppola y la trilogía de El Padrino, Erich Von Stroheim y Avaricia, Cecil B. de Mille y Los Diez Mandamientos, Anthony Mann y Samuel Bronston y El Cid, John Wayne y El Álamo, David Lean y Lawrence de Arabia, King Vidor y Guerra y Paz, William Wyler y Ben Hur o el gran esfuerzo colectivo de Lo que el viento se llevó capitaneado por David O´Selznick y Victor Fleming.
Tal vez la única diferencia es que De Mille, Coppola o Griffith lograron películas intensamente personales y tal vez intransferibles. Jackson ha trabajado sobre un material gigantesco, la obra de Tolkien, y desde luego los libros originales no van a quedar desdibujados por la película sino que en todo caso van a ser complementarios. Peter Jackson no ha sido un creador original (aunque ha dotado a las imágenes de una violencia y de un sentido del fantástico un tanto inhabituales en las grandes superproducciones de Hollywood), sino un fiel artesano que con medios generosos y los mayores avances de la técnica, ha sabido recrear un universo literario peculiar.
El retorno del Rey mantiene las constantes de las dos partes primeras de El señor de los anillos, pero como buen desenlace resulta aún más colosal, aún más grandioso, tratando de recuperar el sentido de la épica (y la fantasía) en toda la extensión del término.
La batalla de los Campos de Pelennor es espectacular y nos retrotrae a secuencias similares de obras maestras como Espartaco o El Álamo, aunque el metraje se dilata en exceso, como también en otros instantes (por ejemplo en el desenlace) se percibe una presencia excesiva de la realidad virtual, los efectos especiales y una estética tan apabullante que ronda el artificio.
Pero sin duda, el despliegue de los 20.000 guerreros generados por ordenador (en la época de De Mille eran extras) para entablar el combate definitivo resulta impresionante desde todos los puntos de vista.
No sólo hay espectáculo visual en El retorno del Rey, el espectador asiste a la relación entre un rey y su hijo y vislumbra reminiscencias del Rey Lear de Shakespeare, en tanto que la fuerza arrolladora del destino que envuelve a Aragorn posee un poderío épico absolutamente colosal. Todos los elementos técnicos brillan a su máximo nivel y los actores cumplen de sobra con su cometido, desde Ian McKellen hasta Elijah Wood, aunque la envergadura de la historia y los efectos apabulle de algún modo el lucimiento personal de los intérpretes. Lo mismo sucede con Viggo Mortensen, eficaz en su personaje de héroe pero lejos del carisma individual de, por ejemplo, Charlton Heston en El Cid.
Penetrar en el mundo del Señor de los Anillos requiere el previo conocimiento de la realidad literaria de Tolkien, sin ella el espectador puede llegar a perder el contacto con el hilo narrativo de una historia plena de interpretaciones, parábolas y propuestas humanistas pletóricas de fantasía e imaginación. Los hombres y los Hobbits, los Elfos, los enanos, las razas y criaturas de la Tierra Media convulsionan la pantalla y ofrecen una explosión de luz y entusiasmo que al final se resume en lo que Tolkien quiso expresar en su trilogía, la lucha entre el bien y el mal. Una lucha eterna que según San Agustín habría de traer el triunfo, doloroso pero alegre al fin y al cabo, de las fuerzas del bien. Ése es el desenlace de El señor de los anillos, la potencia del ser humano para crear nuevos mundos, la posibilidad de que las corrientes perversas amenacen la vida y la idea final de que con el impulso del espíritu y los valores positivos, cada uno puede ser fiel a su destino y lograr la victoria.
La película concluye la trilogía, pero la leyenda no ha hecho más que empezar. Los autores de la película han logrado transmitir imágenes poderosas y sentimientos profundos a toda una generación y en una época en la que el materialismo (todo lo contrario que el universo de Tolkien) ha hecho mella. Aunque sólo haya sido por ello -y hay mucho más-, el esfuerzo ha merecido la pena.
El Señor de los Anillos. El retorno del rey. [The Lord of Rings. Return of the king]. USA-Australia 2003. Una producción New Line.
Director: Peter Jackson.
Guión: Franks Walsh, Phulippa Boyens y Peter Jackson, según el libro de J.R.R. Tolkien.
Música: Howard Shore.
Fotografía: Andrew Lesnie.
Con Viggo Mortensen (Aragorn), Elijah Wood, (Frodo), Orlando Bloom, Cate Clanchatt, Brad Dourif, Sean Astin (Samsagaz), John Rhys Davies, Christopher Lee, Ian McKellen (Gandalf), Miranda Otto.
Por Fernando Alonso Barahona
UN FENÓMENO SOCIAL IMPARABLE.
Ayer se estrenó la tercera parte de El Señor de los Anillos
Maestro indiscutible de la narrativa fantástica actual, J.R.R. Tolkien es considerado por muchos una figura clave de la cultura contemporánea. Sin duda, El Señor de los Anillos es mucho más que la trilogía cinematográfica de Peter Jackson. Para algunos, es también más que una obra literaria.
El mito vive en el siglo XXI
John Tolkien ya no necesita presentación, y a sus cientos de miles de lectores españoles se han unido los millones de espectadores de la trilogía épica que Peter Jackson ha dirigido. Se ha culpado a Jackson de infidelidad a la obra escrita -como si el cambio de soporte no obligase a un cambio de estilo comunicativo- y se ha llegado a criticar la falta de originalidad de Tolkien, que evidentemente tiene ilustres predecesores. Críticas que, por otro lado, no han hecho mella en el público.
El éxito de la Trilogía, y especialmente el triunfo de esta tercera película, ha venido a demoler uno de los mitos culturales del siglo pasado. En efecto, Tolkien no es, ni pretende ser, «original», como no es original su adaptación cinematográfica. El fenómeno Tolkien se basa, precisamente, en la fidelidad a una tradición cultural y espiritual mucho más que milenaria, ajena a todo individualismo y a todo divismo. Ayer, desde la incertidumbre de Cirith Ungol hasta el triunfo, pasando por la desesperanza de Gorgoroth, esto se hizo evidente.
Las historias de las que se nutre Tolkien son eternas e impersonales, y sus ecos se encuentran desde el Kalevala finlandés hasta su amado Beowulf, desde la Ilíada hasta los Evangelios. No se trata -ni en la obra escrita, ni en la obra filmada- de afirmar novedades, sino de transmitir una sabiduría eterna, que es mucho más que mera literatura o que cine en estado puro.
Tolkien no crea, sino que recrea; no trata de hallar una forma brillante o atractiva -aunque lo logre- sino de reunir y renovar con apariencia de ficción fantástica y novelada el conjunto de mitos que siempre ha sustentado la cultura europea. Escéptico ante la absolutización moderna de la razón individual y de la originalidad, el profesor Tolkien re-creó un mundo secundario en el que viven, entrelazados por lenguas insólitas y por recuerdos nebulosos, las sombras de Aquiles, de César, de Carlomagno y de Godofredo de Bouillon. El «Libro Rojo de la Frontera del Oeste», que como ficción literaria es el eje del relato, no sólo es un recurso literario: es también una manera de colocar en un pasado fabuloso una serie de mitos ejemplares, destinados a florecer en el presente y en el futuro, más allá de la personalidad del creador.
Nuestro siglo necesitaba a Tolkien, y seguramente Tolkien necesitaba ser llevado al cine. Frente al relativo desdén de Hollywood, el Círculo de Críticos de Cine de Nueva York eligió el pasado lunes El Retorno del Rey como la mejor película del año. Estos galardones están considerados como una alternativa a los Oscar en la que se valoran sobre todo cuestiones estéticas sin presiones comerciales. Que tanto Tolkien en su modestia como Jackson en su fidelidad han logrado su misión viene demostrado por el éxito. Éxito de público, como ayer pudo verse en todas las ciudades españolas; pero éxito moral, sobre todo, porque el heroísmo, el sacrificio, la abnegación, el amor y la lealtad han encontrado un nuevo y triunfal vehículo para llegar a una generación que, como todas, y pese a la corrección política y cultural, necesita esos principios.
Por Pascual Tamburri
El retorno del Rey: algo más que una gran aventura
Por fin llega la película que cerrará la trilogía creada por Tolkien. Por el trepidante desenlace de la novela y por las escenas adelantadas de «El retorno del Rey» se puede intuir que este último episodio no defraudará las expectativas creadas por los dos anteriores.
Pero desgraciadamente, todo terminará en algún momento. Se encenderán las luces, se abrirán las puertas, y muchos saldrán en tropel, con prisa. Porque todo sigue, mañana hay que trabajar, se acerca un examen como no ha habido otro en la historia o se celebra una reunión trascendental para el futuro del negocio. Habrá sido un buen rato, como una sesión de fuegos artificiales o un buen partido de fútbol en la tele.
Pero, además de la acción a borbotones y de los espectaculares efectos especiales, que están garantizados ¿es posible ver algo más en este «cuento de elfos, enanos y princesas»? Algunos creen que así es. Serán los que se queden quietos cuando las luces se enciendan. Sonarán los primeros teléfonos móviles y los primeros chistes, pero ellos permanecerán mudos, y mudos se irán hacia sus casas. No hay mejor señal de una impresión fuerte que el silencio.
En primer lugar, encontraremos en esta película -y en toda la trilogía-, una muestra excepcional de música romántica del siglo XXI, motivo de esperanza para sus amantes y razón más que suficiente para ir al cine.
También está la ambientación: los paisajes inenarrables en que se desarrolla la acción y la sensibilidad del director para captarlos en toda su grandeza aportan una belleza estética poco habitual en el cine actual.
Además, Tolkien nos dejó una profunda moraleja ecologista y antiurbana que Peter Jackson ha sabido transmitir a la perfección: Saruman, el ángel caído, no tiene ningún escrúpulo para arrasar hasta la última astilla del último bosque con el fin de llevar a cabo la Revolución Industrial que debe permitirle satisfacer su ambición de poder. Los propios árboles y todos aquellos que los aprecian sufren por ello. Los malos destruyen los árboles. Los buenos, los cuidan.
Pero por encima de todo lo anterior, podemos encontrar en «El Señor de los Anillos» todo un manual de ética a través de las actitudes ejemplares de sus múltiples protagonistas. Y por encima de todas ellas, quizá, está el heroísmo de Frodo. El hobbit resulta especialmente interesante porque es para nosotros un ejemplo cercano. No es ningún superhéroe cortado por el patrón de Hollywood, sino un personaje sencillo y humilde que podría ser perfectamente nuestro compañero de trabajo o nuestro vecino. Al principio de la historia es simplemente un Bolsón, es decir, un campesino con espíritu burgués. Aspira a una vida plácida, en la que el mayor acontecimiento sean las meriendas con sus amigos.
Pero los hechos se desencadenan de forma sorprendente y le sitúan en el ojo del huracán. Frodo se convierte en el responsable de una misión de cuyo éxito depende el futuro del mundo en el que vive. El portador del anillo muestra grandes debilidades. Es atraído una vez tras otra por la tentación, se cansa, y más de una vez se deja llevar por la desesperación. Pero finalmente logra reunir las características del verdadero héroe: la valentía y la entrega. La valentía, porque es capaz de superar todas esas debilidades y otra más, el miedo, y afrontar los peligros más extremos. Y la entrega, porque no sólo arriesga su vida una vez tras otra, sino que la pone al servicio de una causa superior a su propia pequeñez individual.
Así es como Frodo se convierte en héroe. Al final, su victoria más importante no consiste en vencer a Sauron, pues al fin y al cabo todo ello forma parte del argumento de una aventura de ficción. Lo esencial es que Frodo vence al burgués que lleva dentro. Se vence a sí mismo para alcanzar un estado de conciencia algo más elevado.
Éste es el guante que Tolkien nos lanza a través de Frodo. Podemos apartar la vista o recogerlo. En el primer caso, disfrutaremos sin ninguna duda de la aventura y aspiraremos a una vida cómoda y agradable. En el segundo, habrá que afrontar renuncias y asumir sacrificios y asperezas dentro de un mundo en el que hay muchos anillos que destruir. Se contará eso sí, con la satisfacción de una vida dura y recta. Y quién sabe, quizá algún día sea posible hacerse digno del elogio que Gandalf, el ángel bueno, dirige a Frodo al final de su viaje: «has crecido, mediano».
Por P.O.
Entre el libro y la pantalla
El Retorno del Rey ha llegado por fin a las pantallas, la trilogía cinematográfica ha terminado. La obra de J.R.R. Tolkien se ha convertido en un objeto fácil de consumir para la mayoría del público. Ya no hay hacer el esfuerzo de leer los tres volúmenes de El Señor de los Anillos. Lo que antes estaba reservado a aquellos que habían mostrado interés y se habían preocupado por conocer la Tierra Media, ahora puede saborearse casi por casualidad, dejándose caer en el cine más cercano o en el videoclub del barrio.
Esta globalización de El Señor de los Anillos está bien. La película tiene muchos mensajes positivos (menos que los libros, por supuesto, pero con más fácil acceso) y puede dejar alguna semilla en los millones de espectadores de todo el mundo que vayan a verla. Incluso puede encender la curiosidad en éstos para ponerse a leer el libro. En estos tiempos en los que hay tanta facilidad para acceder a la información y en los que hasta El Señor de los Anillos se globaliza, se corre el riesgo de hacerse una idea equivocada de lo que en realidad Tolkien quería transmitir a todos sus lectores.
Para los jóvenes españoles, educados en nuestra peculiar ESO, El Señor de los Anillos puede quedarse en una simple película de aventuras, con final más o menos feliz, para pasar el sábado por la tarde antes de irse al mítico y glorioso botellón, que sí que es verdaderamente importante. Gracias a la anterior reforma educativa, la historia de Frodo Bolsón puede quedarse en una suma de caballeros, duendes y magos que se ha alargado demasiado. La juventud, hoy en día, no tiene claro, ni mucho menos, lo que es una empresa común y grandiosa, en la que es necesario el trabajo de toda una comunidad para conseguir llevarla a cabo. La juventud de hoy tiene suficiente con encerrarse en su cuarto a jugar horas y horas a la PS2 o perder el tiempo chateando sobre cosas intrascendentes en chats estúpidos, viviendo absolutamente al margen de la sociedad, buscando su propio placer y bienestar, siguiendo el axioma «si me gusta, por qué no lo voy a hacer» tan propio de la generación ESO. Mi generación, a mi pesar.
Resulta cómico pensar en algún miembro de La Compañía del Anillo poniendo excusas infantiles y burdas a la hora de llevar el anillo hasta el Monte del Destino. No me imagino a Sam de resaca, durmiendo hasta las tres de la tarde, diciéndole a Frodo «hoy mejor no, mañana» porque el día anterior se había pasado con los calimochos y había caído algún que otro peta en el botellón de la Comarca. ¿Qué les hubiese pasado a Merry y Pippin si Aragorn, Legolas y Gimli se hubiesen puesto a ver Crónicas Marcianas o alguno de esos talking-shows tan sórdidos que engullen todas las tardes nuestros jóvenes y se les hubiese hecho tarde? Deberían haber grabado unas tomas falsas representando a La Compañía debatiendo si era o no justo que lo estuviesen pasando tan mal. Haciendo manifestaciones folclóricas para perder el tiempo o alguna que otra fiesta universitaria para recaudar fondos. En suma, buscando mil y una excusas en vez de hacer lo que realmente tenían que hacer.
Peter Jackson ha hecho tres buenas películas. Las dos primeras han sido un gran éxito en todas las salas españolas y lo está siendo la tercera. Miles de jóvenes ESO -mis compañeros de clase, no lo olvidemos- irán a verlas, algunos las disfrutarán y otros no. Algunos leerán el libro y la mayoría no. Se hablará muchísimo de la trilogía y seguramente «El Retorno del Rey» se llevará un par de oscars de la Academia. Pero lo más importante se habrá conseguido si por lo menos alguno de esos jóvenes, que parecen orcos por la cantidad de abalorios y agujeros que gastan en su cuerpo, es capaz de entender que El Señor de los Anillos es la historia de un grupo de individuos que es capaz de sacrificarse y sufrir por el que tienen al lado, que son capaces de trabajar y luchar codo con codo por una empresa imposible que a cada momento se vuelve más y más difícil.
Si algún joven espectador, después de conocer la obra de Tolkien, es capaz de apagar su PS2 o de dejar de chatear para preocuparse de formar un grupo de amigos sano y con las mismas inquietudes, de volver la vista a su familia y comportarse de tal forma que el grupo se vea beneficiado, entonces, las películas de El Señor de los Anillos habrán valido mucho más que los millones de dólares y euros que sin duda van a recaudar.
Por David Fontaneda
Un fenómeno social sin precedentes
«Un anillo para gobernarlos a todos. Un anillo para encontrarlos, un anillo para atraerlos a todos… y atarlos en las tinieblas». A finales de los noventa, sendas encuestas de la BBC y el Daily Telegraph, preguntando por el mejor libro del siglo XX, dieron como resultado «El Señor de los Anillos». En España, el ABC Cultural lo situó como el séptimo mejor libro de todos los tiempos, a pesar de haber estado marginado hasta hace poco en nuestro país como «literatura juvenil». Hasta la fecha, unos cien millones de lectores han sido «atraídos y atados» al fantástico universo de la Tierra Media. Ahora, con el estreno de la última entrega de la versión cinematográfica, se cierra el ciclo que habrá de multiplicar la difusión del mensaje de Tolkien, elevando definitivamente su genial creación a la altura de obra inmortal.
No cabe ya la menor duda de que estamos hablando de una de las cumbres de la literatura del siglo pasado. En palabras del profesor de la Universidad de Lancaster, Jeffrey Richards: «es una obra de una envergadura, una imaginación y un poder únicos. El lenguaje de Tolkien es rico y evocador. Sus descripciones son maravillosas». No obstante, no debemos buscar la fuente de su irresistible magnetismo en factores meramente estilísticos o literarios, puesto que la raíz de su éxito se halla sobre todo en la plasmación de un nuevo mundo mítico, comprensible y aceptable en pleno siglo XXI.
El pulso eterno entre el bien y el mal, la vida como misión personal que debe ser cumplida de forma noble y la inevitable tentación del Poder, son los ejes principales en torno a los cuales gira la trama. Estos temas, que el autor tomó de las mitologías indoeuropeas, forman parte del núcleo central del subconsciente humano, lo que le confiere al relato un halo de atemporalidad y profundidad extraordinario e indescriptible. Mientras que la mayoría de los críticos consideran el mito como falsas invenciones, para Tolkien es la única manera de hacer tangibles ciertas verdades superiores y trascendentes. Así, revistiendo su trama con el manto de una pseudo Edad Media claramente inspirada en la occidental, consigue salvar la inmensa distancia existente entre el lector contemporáneo y las enseñanzas míticas, haciendo comprensibles los valores de estas últimas.
Sin embargo, el fenómeno social sin precedentes que se está formando en torno a la historia del Anillo nunca hubiese alcanzado semejante magnitud – ni tendría tantos visos de seguir creciendo – de no ser por la versión cinematográfica de Peter Jackson. Pese a las reticencias de algunos – el propio hijo del escritor, Christopher Tolkien, rechazó asistir al estreno de la primera entrega en Londres – la película se ha mantenido fiel al espíritu del libro, y le proporcionará a este una fama inaudita. Ha habido pequeños cambios al adaptar el guión a la pantalla, pero lejos de desentonar, le dan al argumento vitalidad, haciéndolo comprensible para quienes aún no han leído la epopeya. Y es aquí precisamente donde reside la importancia de estas tres cintas: «la inspiradora defensa de virtudes inestimables tales como la lealtad, el servicio, la camaradería y el idealismo» – en palabras del profesor Richards – llegará ahora, a través de la imagen y el sonido, a decenas de millones de espectadores que traspasarán así la mágica puerta de la Tierra Media.
Hace un año, al término de la proyección de la segunda parte de la saga, «Las Dos Torres», me di cuenta del valor real de lo que acababa de ver. Tras el encendido de las luces, se mantuvo aún el silencio durante unos segundos, a pesar de que la sala estaba repleta. ¡La misma juventud apática del botellón y la telebasura se había quedado literalmente pegada a sus butacas, con los ojos abiertos como platos y el rostro radiante! Inmediatamente después, decenas, centenares de voces se alzaron estruendosas narrando nuevamente las gestas que hace solo unos minutos estaban presenciando. Cada uno levantaba más la voz que el de al lado, intentando hacer patente que había sido testigo de algo extraordinario: el heroísmo. No la violencia gratuita que habitualmente nos venden desde Hollywood, sino el heroísmo de verdad, puro, sincero y altruista.
Ahora, con «El Retorno del Rey», el mito vuelve a encarnarse – por última vez – en Frodo y sus compañeros, haciendo vibrar a jóvenes y mayores como ya se hizo en Europa con «La Ilíada» o «El Cantar del Mio Cid». El heroísmo arde de nuevo, reinterpretado por la magistral pluma de Tolkien y también, aunque de forma indirecta, por las cámaras de Peter Jackson. ¡Qué no se apague la llama!
Por Juan Garcilaso de la Vega Muñoz
20 de diciembre de 2003
ESTRENO DE «EL RETORNO DEL REY»
Vence la Luz y el cine bien hecho
Peter Jackson no ha decepcionado. Naturalmente, por largo que fuese el metraje de El Retorno del Rey, resultaba imposible incluir todas las escenas, todos los lugares, todos los personajes y todas las referencias de la tercera parte de El Señor de los Anillos. Había que elegir, y había que hacerlo manteniendo el equilibrio entre la fidelidad a la obra literaria y las necesidades de la película, que es una obra de arte independiente. Además, era importante evitar la pedantería de los eruditos y estudiosos fanáticos de El Señor de los Anillos, de los que tanto desconfiaba el profesor Tolkien en vida.
Otro medievalista, Marco Tangheroni, ha recordado este recelo del maestro inglés, más abierto a las sugerencias profundas y abiertas que a las exégesis frígidas. Y Peter Jackson ha acertado al asumir el reto, aunque se le haya negado hasta ahora un reconocimiento adecuado en forma de Oscar.
Tolkien explicó al editor Milton Waldman, ya antes de publicarse el libro, que éste se articulaba en torno a tres temas fundamentales: la Caída, la Muerte y la Máquina. No se trata sólo, ni esencialmente, de una historia de aventuras; esas aventuras, y el mundo imaginario que las sustenta, sirven de vehículo para una empresa cultural y espiritual de gran calado. Se trata, nada más y nada menos, que de reelaborar amplios sedimentos míticos y éticos de la tradición europea y hacerlos asumibles tras el fin de la modernidad. Por eso es lógico que Tolkien -un medievalista, un católico, un conservador en estado puro- sea llevado, y con éxito, al cine.
Aragorn es en esta tercera película el elegido, el rey largamente esperado que regresa a su reino, asumiendo la dignidad de salvador, de liberador profetizado. Junto a él, Frodo Bolsón comparte el protagonismo desde la humildad de quien lleva una carga demasiado pesada, pero que no renuncia a ella por un profundo sentido del deber. Por último, más humilde aún pero no menos digno, Samsagaz Gamyi, representación viva de la lealtad personal más allá de toda esperanza y de toda comprensión. Nacidos los tres personajes de la pluma de Tolkien y de unos cuantos milenios de elaboración, han encontrado en esta trilogía una sede digna y no por adecuada a los tiempos menos efectiva.
«Deep roots are not reached by the frost», las raíces profundas no se hielan. Afirmando esto, John Tolkien cimentó su obra en sólidas raíces, y sobre ellas Jackson ha elevado un monumento que, con el tiempo, será valorado mejor que ahora.
Por Pascual Tamburri
La gran música y el cine: Howard Shore
Alrededor de la Primera Guerra Mundial y de la gran crisis política e ideológica de la que ella fue a un tiempo causa y consecuencia, tuvo lugar en Europa un fenómeno insólito que cambió para siempre la producción artística occidental: la pérdida de la inteligibilidad.
Hasta ese momento el arte occidental, al igual que en las demás civilizaciones, se había caracterizado por su sujeción a las normas de la belleza y la comprensión. No importa la época, el género o el estilo, toda manifestación artística se había sujetado siempre a dichos principios.
Pero llegó el siglo XX, y ya desde su inicio dejó clara su voluntad de romper con toda tradición y crear un mundo enteramente nuevo según principios sacados de la nada. La pintura y la escultura, hasta entonces dedicadas al cultivo de la forma, optaron por darle la espalda y, paso a paso, desembocaron en el arte abstracto. La literatura, hasta entonces sujeta a las normas de la gramática y la sintaxis, intentó autodestruirse alejándose por los aparentemente originales y sin embargo necios caminos de la incomprensibilidad. Y la música, que vivía los todavía vigorosos coletazos de la gran época romántica, decidió romper con la eufonía y, mediante la eliminación de la armonía, la melodía y el ritmo, abrir entre ella y sus amantes un abismo que no se ha vuelto a cerrar.
Curiosamente este abismo vino a ser llenado, sobre todo a partir de los años 50 y 60, por lo que se ha venido conociendo como «música popular», aunque, para ser exactos, debería denominarse «comercial», pues nada más alejado de lo popular, nada menos relacionado con la producción musical de cada pueblo, que esas uniformes creaciones ajenas a cualquier tradición y destinadas a un fugaz consumo internacional de masas.
Pero lo que es indudable es que esta débil y perecedera rama del gran árbol de la música ha conseguido aparecer ante la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos como la única música posible. Hasta tiene ya sus clásicos -Elvis, Lennon-, origen último, según parece, de toda la música que en el mundo ha habido y que merece la pena de ser escuchada. Y, mientras tanto, la gran música, a pesar de sus muchos siglos de inabarcable riqueza, ha quedado arrinconada como un aburrido fósil, carente de interés salvo para una ínfima minoría de pedantes y digno de reposar en los museos de arqueología.
Sin embargo aún queda un ámbito, y de no pequeña importancia, en el que la gran música sobrevive: el cine. Porque, muy significativamente, cuando se necesita apuntalar las imágenes con músicas que reflejen, acompañen y expliquen las realidades más profundas del ser humano -el amor, el odio, la alegría, la tristeza, el miedo, la desesperación, la grandeza, el heroísmo- no queda más remedio que acudir de nuevo al lenguaje musical clásico, fundamentalmente el decimonónico, arquetipo indudable de la gran música.
El último ejemplo es el trabajo de Howard Shore para El Señor de los anillos, cuya tercera y última entrega acaba de ver la luz. Porque, como tantos otros compositores pasados y presentes que han puesto su mayor o menor talento al servicio del séptimo arte (Miklós Rózsa, Erich Korngold, John Williams, John Barry…), Shore ha utilizado en su partitura, con gran acierto y sin renunciar a su propia personalidad musical, la arquitectura y el lenguaje orquestal del romanticismo, en concreto el del gran sinfonismo germánico de la segunda mitad del siglo XIX -Liszt, Wagner, Bruckner, etc-.
Ojalá sirva esta notable aportación de Shore, merecedora sin duda del Oscar, para que quienes se sientan conmovidos por la música que acompaña la épica tolkieniana experimenten curiosidad por conocer las fuentes de las que ha manado. Y quizá así consigan sorprenderse al adentrarse en el inmenso y maravilloso mundo de la música de verdad.
Por Jesús Laínz
La Tierra Media vista por un hobbit del siglo XXI
Los hobbits tienen la reputación -entre los adultos de hoy- de ser los niños de la Tierra Media. Esto se debe a que no tienen un papel muy importante en el mundo de Tolkien, y claro está a que son bajitos y en apariencia tiernos, insignificantes, comodones e incapaces de cosas importantes. Pero los hobbits, por muy pequeños que sean, son muy importantes en la historia del Anillo y eso llega a los chavales que disfrutan de la obra y les/nos hace pensar que aunque sean insignificantes pequeños y estén «al borde del ancho mundo» también pueden/podemos luchar porque cambien las cosa. Sin rendirse a la Oscuridad.
Un niño asiste a las películas de El Señor de los Anillos de una forma que no se aleja demasiado de lo que nos transmite el libro. No puede ser de otro modo: el bando de la Luz lucha para que reine el bien y no haya maldad. Enfrente, la Oscuridad crece donde triunfan el miedo, la ignorancia, la codicia y los «caminos fáciles».
Los más jóvenes, al fin y al cabo, podemos entender esto muy bien, aunque no hayamos leído hasta hace poco los libros de Tolkien, y aunque no sepamos dónde se inspiró él. El honor de Boromir -que vence pese a la tentación de la Oscuridad-, la abnegación de Aragorn y amistad entre Legolas y Gimli -que florece en una lucha sin esperanza- son algo fácil de comprender incluso en el patio de un Instituto. Son principios que llegan a nosotros través de Tolkien y del cine, porque no es demasiado frecuente que se nos ofrezcan.
Nunca se es demasiado pequeño para entenderlo. No importa que los hobbits sean las criaturas mas pequeñas y más insignificantes, pues tienen un valor inimaginable. Es Frodo quien lleva la carga del anillo y Sam quien siempre está a su lado, y aunque se encontraban en las peores situaciones no se lo pensaban dos veces ni tampoco pensaban en su beneficio. Siempre miraban hacia delante, como tal vez el más forzudo y barbudo guerrero no habría conseguido hacer. Además de la fuerza física, está la fuerza que cada uno lleve dentro, y eso es verdad aunque la programación de mi E.S.O. tenga más en cuenta otros valores.
Pippin y Merry podían haberse vuelto a la Comarca y vivir en paz sin que nadie les molestase. No piensan en ellos mismos y siguen luchando y gracias a sus esperanzas los ents luchan en Isengard y dan un gran paso en contra de Sauron.
Aunque el libro no es fácil de leer para un niño merece la pena. Yo encuentro triste, en cambio, que haya jóvenes que no hayan leído el libro y hayan ido a ver la película haciéndose unas ideas falsas de lo que representa El Señor de los Anillos. Por ejemplo el amor entre Aragorn y Arwen, que no es esencial en la acción del libro pero que en la película tiene mucha importancia. Jackson, que ha hecho una película muy buena, ha tenido que pensar en esa inmensa mayoría de espectadores que (aún) no ha leído el libro, y sobre todo en la parte de la juventud que normalmente no lo leería y apreciaría. No es que disguste ver más a Lyv Tailer, pero lo mejor de la trilogía tolkieniana es todo lo que hay en ella de tolkieniano, la épica, las batallas, los héroes, la pasión, la fe y la victoria sobre la debilidad humana. Jackson & Tolkien nos han abierto una puerta a todo un mundo, mucho más importante que las armaduras, que los efectos especiales y que los millones gastados en el rodaje. Espero que se ruede finalmente El Hobbit y se complete el proyecto, pero lo que es seguro es que gracias a esta oportunidad hay muchos más chicos dispuestos a ser hobbits.
Por Jaime Fontaneda Calzada, 2º E.S.O.
La Tierra Media y España
La tercera entrega de «El Señor de los anillos» ya está en las pantallas españolas. La película tiene ciertas diferencias con el libro, pero en general conserva su esencia y su mensaje.
La esperanza, la solidaridad, la unidad y la férrea voluntad son valores que inundan el libro y también la película. «Donde no falta voluntad siempre hay un camino» dice Eowyn a Merry en este tercer libro. Valores en un mundo imaginario que fueron la base de un mundo real que desapareció y que son recordados por Tolkien en forma de cuento fantástico.
El libro de Tolkien y ahora la película reflejan el ideal que ha caracterizado a la original nobleza europea, que es también la de los antiguos caballeros cristianos. Éstos, a semejanza del Cid, eran fieles a su patria, amantes de la familia, generosos con el enemigo vencido, cautos y prudentes en el gobierno, serenos y humanos en la justicia, defensores de una causa despreciando lo mezquino, arrojados, intrépidos, altivos, cultivadores del honor, conocedores del valor de la vida y de la muerte.
Muchos pueblos del mundo reconocerán en sus historias legendaria hechos y gestas que se asemejen a los protagonizados por Aragorn, Frodo, Legolas, Gimli… La unión por una idea del bien, de la belleza, de la tierra, de la amistad. España, por ejemplo, al igual que Gondor y Rohan, contuvo la expansión del invasor musulmán durante ocho siglos de reconquista.
En palabras de Sánchez Albornoz «siempre en permanente actividad colonizadora, siempre llevando hacia el Sur el romance nacido en los valles septentrionales de Castilla, siempre propagando las doctrinas de Cristo en las tierras ganadas con la espada, siempre empujando hacia el Sur la civilización que alboreaba en los claustros románicos y góticos de catedrales y cenobios, siempre extendiendo hacia el mediodía las libertades municipales, surgidas en el valle del Duero, y siempre incorporando nuevos reinos al Estado europeo, heredero de la antigüedad clásica y de los pueblos germánicos.»
Castilla como Gondor fue en un tiempo de caos la esperanza en la que los distintos reinos de la Tierra ibérica se apoyaron para recobrar una idea de bien y de unidad que se llamo en un pasado anterior y remoto Hispania y que tras el triunfo de esa unidad se llamo España. La unidad de España no fue una leyenda tolkeniana sino una realidad histórica refrendada hoy por una Constitución democrática.
Hoy, cuando en España algunos orcos instigados por algo oscuro y egoísta plantean la división, la insolidaridad y el odio, creo que es oportuno recordar la vigencia española del pensamiento de Tolkien, ya que «en verdad nada revela tan claramente el poder del señor oscuro como las dudas que dividen a quienes se le oponen». Y tal vez «…no nos atañe a nosotros dominar todas las mareas del mundo, sino hacer lo que esta en nuestras manos por el bien de los días que nos ha tocado vivir, extirpando el mal en los campos que conocemos, y dejando a los que vendrán después una tierra limpia para la labranza».
Realmente me ha emocionado todo lo positivo que hay en la película y que no es fácil de encontrar en la mayoría de las producciones hollywodienses. Aun así es fundamental leer esta obra magistral del siglo XX. Es posible imaginar a nuestro don Quijote en el mundo de Tolkien, y sabemos qué lugar ocuparía. Tampoco es difícil imaginar dónde estarían las fuerzas del mal en nuestra Mancha y en nuestra España.
Por Alonso Calatrava
(22 de diciembre de 2003)
Esperando al rey que retornará
La avalancha de naves espaciales, mutantes y psicópatas asesinos que pululan por el cine actual tiene el nefasto cometido de aislarnos respecto de los relatos que conforman nuestra propia tradición y que nos ubican a todos en un determinado contexto cultural.
Se debe a eso que el estreno de «El retorno del rey» evoca precisamente una tendencia contraria. Bajo el título épico late con fuerza el eterno arquetipo de la Restauración en el origen. Se trata de un mito; un mito «oscurantista y opaco», que diría Gustavo Bueno, pero lleno de luz para los que hace tiempo que no confiamos en esa racionalidad en apariencia omnipotente. El mito del retorno del rey, la esperanza en el rey que ha de volver, es algo común a todas las civilizaciones que a hombros de la religión han intentado elevarse sobre el materialismo puro. Así, el rey es el símbolo de luz que baja a la Tierra para acabar con las potencias del caos. En la tradición hindú, el Kalki Avatara, encarnación providencial de Dios, restablece de nuevo el orden perdido. Para el Islam, es el Mahdí y para el budismo el Buda Maytrey, quienes devuelven la claridad a la época oscura.
Nosotros, dentro de la tradición europea y cristiana que nos ha formado y dentro de la cual muchos nos sentimos propiamente «en casa», la Parusía de Cristo -su segunda venida- es la idea más arquetípica del retorno de Rey que, sin embargo, late también en otros mitos como Lohengrin, el Sebastianismo o el emperador Barbarroja. En la historia de Lohengrin, bellísimamente representada en el drama wagneriano y hoy mancillada por el escenógrafo semidelictivo Harry Kupfer, la injusticia de la acusación de fratricidio que pesa sobre Elsa de Brabante es dirimida por un personaje de origen divino que irrumpe en la escena, procedente del reino del Graal, a bordo de una barca tirada por un cisne. Para la nación portuguesa, el rey don Sebastián, encarnación del caballero cristiano, no ha muerto a orillas del río Mezajen, en el campo de batalla de Alcazarquivir, sino que vive oculto y espera su momento para retomar los más altos destinos de su pueblo. Tampoco el emperador Federico Barbarroja ha muerto en las cruzadas, solo duerme en la montaña Kyffhauser, en los bosques de Turingia, y volverá con sus caballeros al final de los tiempos para combatir al Anticristo; según otra versión es su nieto -Federico II- quien reposa en el seno del Etna esperando la hora de su despertar.
Todas estas historias son diferentes versiones de la irrupción de las potencias de la luz en plena era de tinieblas, a fin de restablecer un orden perdido. La misma nación española se cimienta, durante la Reconquista, sobre la idea motor de «la España perdida», anhelada por todo el pueblo cristiano y defendida en los campos de batalla durante ocho siglos. Una idea que arranca de lo sucedido en el Santuario de Covandonga. En relación con esto hay varias versiones, unas afirman que Pelayo vio en el cielo una cruz rodeada de luz con las palabras «In hoc signo vincitur inimicus» (se vence al enemigo con el signo de la cruz), mientras que otras afirman que Pelayo llegó a la Cueva del Auseva persiguiendo a un malhechor y que un ermitaño que cuidaba con veneración una imagen rústica de la Virgen, le dijo que invocara la protección divina de la Virgen para lograr el triunfo de las armas cristianas. Como reza un monolito en la misma Covadonga «aquí en el monte Auseva, morada inmemorial de la Virgen, renació la España de Cristo con la gran victoria de Pelayo y de sus fieles sobre los enemigos de la Cruz». Siempre es la misma idea: Dios reconduciendo los destinos humanos bien directamente o bien a través de un instrumento providencial.
En paralelo con la más antigua tradición europea y cristiana, desde lo más genuino de la «sophia peremnis», la obra de Tolkien, con sólidos fundamentos religiosos, describe una tierra sumergida en las tinieblas, cuya salvación depende de dos personajes de apariencia humilde pero interiormente gigantescos, unos personajes que pese a sus limitaciones se empeñan en seguir la senda del Bien y de la Verdad. Que esta obra nos sirva, en esta época oscura, sin certezas y con tantas sombras, para renovar la esperanza, para aguardar vigilantes el Retorno del Rey.
Por Eduardo Arroyo
Tolkien o la fuerza del mito. La Tierra Media en perspectiva.
E. Segura y G. Peris, eds., Libroslibres, Madrid, 2003, 268 p.. ISBN 84-96088-08-1
Todo lo que J.R.R. Tolkien escribió en vida ha sido publicado; incluso lo que no escribió o lo que tal vez no deseó publicar, pero ese es otro tema distinto del que nos ocupa. Lo cierto es que la Tierra Media, su creador, su vida, su obra y sus ideas están hoy de moda, gracias en parte a la lectura de sus libros, pero gracias sobre todo a la proyección de la trilogía cinematográfica basada en El Señor de los Anillos.
Después de Tolkien, han surgido los tolkienólogos y los tolkienianos, y basta una exploración superficial en la red o en la librería de la esquina para comprender que todo lo que se publique de, sobre o en torno al ilustre oxoniense tiene lectores y ventas garantizados. Y además han surgido las interpretaciones más o menos autorizadas del fenómeno, lo que no deja de ser curioso tanto si se considera el carácter del autor como la naturaleza íntima de su obra épica.
Eduardo Segura y Guillermo Peris son parte de esta gran e imparable corriente. Su obra, oportunamente editada en vísperas del estreno de la tercera parte de la obra de Peter Jackson, no es sin embargo un artículo para todos los públicos, sino un intento serio, aunque plural y diverso, de adentrarse en las intenciones de Tolkien como narrador y en las connotaciones sociales y culturales de su «mundo secundario».
Este concepto, el de mundo secundario, recorre los artículos que componen el libro, que en realidad son ponencias de un congreso celebrado hace once años, con motivo del centenario de Tolkien, a los que se han añadido dos más. Mundo secundario y mito, en realidad, son dos aspectos complementarios, tanto desde el punto de vista académico como en la narración de Tolkien. Cierto es que Tolkien partió de las lenguas y de su entorno como creador de este nuevo/viejo mundo, pero no menos cierto es que pronto asumió -mucho antes de publicar El Señor de los Anillos- que su Tierra Media tendría una interacción con nuestro mundo moderno.
Es interesante comprobar -con Thomas Shippey- en qué contexto histórico y cultural escribió y vivió Tolkien (con las naturales consecuencias narrativas), o de qué manera retomó la tradición romántica decimonónica, que según Chris Seeman precisamente gracias a él va a entrar viva en el siglo XXI. Sin embargo, lo radicalmente novedoso, positivo y apasionante del libro de Segura y Peris es la convicción, iluminada desde ángulos muy diversos, de que hay de un modo sublime en Tolkien una nueva y vieja ética, un nuevo pero eterno modo de entender la vida y el mundo, que está «profundamente enraizado en la cultura autóctona» (europea), en palabras de Patrick Curry.
El mito ha sido objeto de descrédito, de mofa y de disección desde que la parte occidental de Europa eligió el materialismo y el individualismo progresista como filosofía de vida. Sin embargo el mito no es más que una manera de transmitir conocimiento y de conocer, tan aceptable y tan falible como la razón o la experiencia directa, y con la ventaja añadida de permitir el legado cultural de principios y verdades intemporales. Un mito no es rechazable por ser mito, sino por transmitir valores negativos; y de hecho el mito es parte inevitable de la conciencia individual y comunitaria de los hombres, incluso de aquellos que se presumen inmunes a él. Como citaba hace unas décadas Adriano Romualdi -en cuyo entorno se produjo uno de los redescubrimientos de J.R.R. Tolkien- el mito «es el sentido de lo infinito que arde en el interior del hombre».
La obra de Tolkien es voluntariamente mitopoyética, porque retoma los viejos materiales míticos europeos, incluyendo no pocas constantes religiosas, y los vuelca en un continente moderno, contemporáneo, asumible desde la crisis de la postmodernidad. Es lógico que una parte creciente de la juventud vuelva sus ojos a Tolkien en busca de las respuestas que el mundo hoy no da. Y el libro de LibrosLibres ayuda a entender qué se va a hallar en Tolkien, por qué se acumula allí ese depósito precioso de sanos principios y adónde puede llevar todo esto a nuestra cultura.
Por Pascual Tamburri
Peter Jackson se convierte en «El Señor de los Globos»
Si se cumple la tradición y los Globos de Oro anticipan los Oscar, el director de «El Señor de los Anillos» recibirá de la Academia el homenaje que ya certificaron los espectadores.
Hoy sabremos quiénes son los candidatos a los Oscar, y todo parece indicar que El retorno del rey, tercera parte de El Señor de los Anillos, recibirá el 29 de febrero, de manos de la Academia de Hollywood, el homenaje que ya merecieron, sin conseguirlo, las dos entregas anteriores. La prueba del nueve puede haber sido la gala de los Globos de Oro del pasado domingo.
Estos premios los entrega la HFPA (Hollywood Foreign Press Association [Asociación de la Prensa Extranjera en Hollywood]), de la cual forman parte sólo dos españoles, españolas para mayor exactitud: Rocío Ayuso (EFE) y Paz Mata. La HFPA nació en 1943 con el impulso del diario británico Daily Mail, que respaldó diversas iniciativas en curso desde 1940. No tiene ánimo de lucro y en ellas están representados medios de comunicación de 55 países que llegan a un total de 250 millones de personas.
La LXI edición de los Globos de Oro tuvo un protagonista indiscutible: El Señor de los Anillos. Cosechó cuatro premios: mejor película dramática, mejor dirección, mejor banda sonora (obra de Howard Shore) y mejor canción (Into the West). Podrían ser el anticipo de una «barrida» en la gala de los Oscar, venciendo la resistencia de la Academia ante las dos primeras partes con que Peter Jackson llevó a la gran pantalla la epopeya de J.R.R. Tolkien: «El Oscar es el máximo logro y estaría muy orgulloso si lo recibiera, ya que sería la culminación», afirmó.
El neozelandés, de 43 años, era conocido por haberse especializado en películas de terror -algunas de serie B-, cuando en 1998 se supo que gestionaría artísticamente los 130 millones de dólares que New Line Cinema pensaba invertir en llevar al cine la trilogía.
Ayer los productores, que no pueden sentirse más satisfechos tras el increíble éxito de público y taquilla, sólo comparable a la pottermanía, afirmaban que Jackson es el único alma de la obra, y que gustosos le confiarían otra trilogía entera.
Por Pascual Tamburri
(27 de enero de 2004)
Jackson, ante la última oportunidad para la saga de Tolkien
En el papel, son cinco las películas que compiten por quedarse con el honor de ser elegida la mejor producción del año 2003. Pero hay una que es la gran favorita. Los hobbits de Peter Jackson deberán olvidarse de Saurón y preocuparse de la tripulación de Johny Depp y «Los Piratas del Caribe». Tampoco podrán descuidarse de los trucos de Aubrey y su tripulación del «Capitán de Mar y Guerra» o darle la espalda a Jimmy Markum y su pandilla de «Mystic River». Las arremetidas de Seabiscuit y su «Alma de Héroes» no son algo que deba ser tomado a la ligera y la orientación para llegar a la meta de los «Perdidos en Tokio» puede dar más de una sorpresa. Pero con los premios de la Academia nunca se sabe.
El Rey lucha por una nueva corona
La tercera parece ser la vencida para los hobbits, elfos y hombres. La trilogía de «El Señor de los Anillos» fue candidata el 2002 y el 2003, pero «Una mente brillante» y «Chicago» la vencieron sin apelación. Este año la situación es diferente. La saga fílmica basada en la obra de Tolkien es la gran favorita por las 11 nominaciones que logró para los premios de la Academia.
La avalan también los Globos de Oro que ganó, el premio que le dieron los directores a Peter Jackson y su reciente triunfo en los Bafta, los galardones que entrega la academia cinematográfica británica. ¿Se justifica tanta expectación? La película tiene méritos suficientes para ganar varios de los premios a los que postula. El de mejor película lo tiene casi asegurado, sólo podrían evitar su celebración «Mystic River» y «Capitán de Mar y Guerra», pero el favoritismo que ha generado en el público y las dos postergaciones que ha recibido podrían inclinar la balanza a su favor y brindarle un reconocimiento que le ha sido esquivo, por ser la última vez en que podrá aspirar a él.
En el capítulo de los efectos especiales tampoco tiene competidores de peso. Lo único que podría jugar en contra del trabajo de la compañía Weta, en la creación de los personajes y los escenarios de la Tierra Media, es que ya ganó los últimos dos años y los miembros de la Academia podrían optar por darle el premio a alguien nuevo, en este caso «Capitán de Mar y Guerra» o «Los Piratas del Caribe».
En las categorías musicales, la saga protagonizada por Elijah Wood, Viggo Mortensen y Sir Ian McKellen también puede obtener beneficios. En el premio otorgado a la banda sonora original, Howard Shore debería tener la posibilidad de escuchar por segunda vez la melodía del éxito gracias a su trabajo en la saga del anillo, que ya le dio un Oscar en 2002, por la primera parte de la película.
«El retorno del rey» iguala el récord de «Ben Hur» y «Titanic
La edición 76 de la gala de los Oscar ha encumbrado a «El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey» como la mejor película del año 2003. Ganó en las once categorías en los que estaba nominado, incluyendo los más importantes: el de mejor película y mejor director. El neozelandés Peter Jackson, su director, se convirtió esta madrugada en El señor de los Oscars.
La película logra empatar el récord de 11 estatuillas de «Ben-Hur» y «Titanic» y se convierte en el tercer filme que conquista todas las categorías en las que estaba nominado, después de «Gigi» y «El último emperador», ambos con nueve de nueve.
Por Pascual Tamburri
(1 de marzo de 2004)
Un nuevo ejemplo de manipulación impune
El respeto por lo creado y el amor por las criaturas, en realidad, es tan propio de Tolkien como del ecologismo. Que no son de izquierdas.
Con la trilogía de películas de El Señor de los Anillos, la sociedad española ha redescubierto a John Tolkien y todos los temas propios del filón cultural al que el genial inglés perteneció. Los ha reencontrado la derecha cultural y era bastante lógico porque es uno de sus espacios propios de acción; pero también los ha descubierto -como quien descubre el Mediterráneo- la izquierda. Y esto merece una reflexión más profunda.
El mundo de Tolkien, siendo una ficción literaria, es real y en él se juega con las mismas reglas que en la realidad. De hecho, para una parte creciente de la juventud española, Frodo es más real que Hernán Cortés, por la sencilla razón de que casi nadie estudia ya quién fue el extremeño y todos han visto el ejemplo vital del hobbit.
Y considerando la importancia del fenómeno Tolkien, profundo, vigoroso y destinado a durar, se está produciendo últimamente en España un singular acontecimiento: la izquierda, ajena por completo a los valores tradicionales de Tolkien y de su obra, alérgica a los ejemplos de virtudes propuestos en El Señor de los Anillos -cine o libro, tanto monta-, intenta capitalizar, deformándolo, el mensaje.
Es una tentación eterna de todas las izquierdas existentes o por existir, al menos desde Antonio Gramsci: si un símbolo o un universo conceptual no pueden ser destruidos se trata por todos los medios de capitalizarlos, manipulándolos sin pudor si es preciso. Es el caso de Tolkien.
Tolkien, en verdad, puede ser considerado un ecologista. El respeto por el medio ambiente, sin ocultar la dureza de la vida y de la naturaleza, y sin negar -sino más bien afirmando con energía- la dimensión trascendente de nuestro entorno, es uno de los rasgos esenciales del fenómeno Tolkien. Pero decir que Tolkien fue un ecologista es tanto como decir que lo fue san Francisco de Asís, en otro orden de cosas, y en definitiva no deja de ser una extrapolación parcial, extemporánea y que debe tomarse con cautela. Amar la naturaleza no equivale, precisamente, a afiliarse al partido de Joschka Fischer. Denunciar los abusos de la modernidad no hace a Tolkien, ni al pobrecillo de Asís, militantes de Llamazares.
Pero la desfachatez de la izquierda no conoce límites. En realidad la izquierda que conocemos en España, progresista, negociante, especuladora, incapaz de crear riqueza sin destruir esperanzas, sólo es ecologista en el sentido superficial, material y electoral del término. El respeto por lo creado y el amor por las criaturas, en realidad, es ajeno al ecologismo político, aunque ciertamente sea tan propio de Tolkien como del franciscanismo. Que no son de izquierdas, y que están esperando un centro derecha que deje de estar a la defensiva culturalmente.
Por Pascual Tamburri
Editorial del 8 de julio de 2004
J.R.R. Tolkien en Erech: nociones de política actual
«En Erech hay todavía una piedra negra que Isildur llevó allí de Númenor… y la puso en lo alto de una colina, y sobre ella el Rey de las Montañas le juró lealtad; pero cuando el enemigo regresó y fue otra vez poderoso, Isildur les exhortó a que cumplieran el juramento, y ellos se negaron».
Carl Schmitt estableció como base esencial de la política, en cualquier tiempo y en cualquier lugar, la distinción entre amigo y enemigo. El resto son florituras y matices, porque toda forma política tiene en cuenta esa realidad esencial.
Ahora bien, la amistad (política o no) supone la lealtad. La lealtad puede solemnizarse o no, pero es la premisa de la acción política. Y, viceversa, la deslealtad, en cualquiera de sus formas, es una forma de antipolítica, o de enemistad política. Es la negación de la amistad, y la afirmación de un enfrentamiento.
Por eso no es casualidad que otro católico como Schmitt, John Tolkien, incluya en la tercera parte de El Señor de los Anillos una reflexión sobre la vigencia permanente de la lealtad (dicho en palabras escandalosas para oídos modernos: total, absoluta e imprescriptible). Sin lealtad no hay acción política posible; y la deslealtad deslegitima permanentemente al desleal, al menos hasta que no haya enmendado su culpa.
«No conoceréis reposo hasta que hayáis cumplido el juramento».
El tema de Tolkien, leído a través de Schmitt, es eterno. Es el tema de Las cuatro plumas, para quienes fuimos niños cuando aún era costumbre leer; y es la esencia de Tres lanceros bengalíes, cuando aún era costumbre ver cine en blanco y negro. Pero no se trata de una cuestión esencialmente moral: es un tema básico de ética política, porque nadie en su sano juicio confiará una empresa, un secreto o una meta a quien ya antes demostró su deslealtad, a la escala que sea.
«Y ante la cólera de Isildur, ellos huyeron y no se atrevieron a combatir; se escondieron y no tuvieron tratos con otros hombres».
La deslealtad inhabilita; poco importa que se deba a debilidad de carácter, a simple cobardía, o a cálculo de intereses. El desleal está en posición de inferioridad, y recurrirá siempre, mientras se mantenga así, a mecanismos de defensa bien estudiados: la huida a otros lugares o a otros modos de vida, la negación de la situación, la desviación de las culpas, la agresividad. Pero lo cierto es que no podrá ser sujeto de ninguna actividad pública digna, al menos entre hombres de bien.
«- Perjuros, ¿a qué habéis venido? – A cumplir el juramento y encontrar la paz».
Sólo la redención hace posible que el desleal pueda volver a ser «amigo» en política. Es decir, a hacer política. Consideraciones éticas aparte, el desleal no puede estar en paz consigo mismo ni con los demás mientras su deslealtad siga viva. De hecho, es un cadáver moral; y en una comunidad tradicional europea es, de hecho, un muerto. Un muerto en vida, a quien no le es dado el descanso ni tampoco la vida.
Marco Tarchi, hace muchos años, fundó en Italia una editorial que se llama aún La Roca de Erech. Y en su larga experiencia política, salpicada de desilusiones y de abandonos, de olvidos y de cobardías, hay dos certezas, heredadas del pequeño politólogo alemán: que los libros son los únicos amigos que nunca traicionan y que nunca olvidan, y que mientras hay vida es posible seguir bregando en política con la esperanza de que parte de quienes traicionaron satisfarán su deuda y volverán a merecer la dignidad de vivos. En un siglo que, contra Tolkien, prima la doblez, no es pequeño síntoma de esperanza.
«- Habéis cumplido vuestro juramento. ¡Retornad, y no volváis a perturbar el reposo de los valles! ¡Partid, y descansad!».
Por Tirso Lacalle
11 de noviembre de 2004
El Tolkien de la LOGSE
Hay cosas que no se pueden discutir. Incluso el más acabado producto de la cultura contemporánea terminará por admitir que un libro es un libro, y que en él se dice lo que su autor quiso decir. Sin embargo, con la conversión de la obra del profesor Tolkien en objeto de culto y de comercio, se le está exponiendo a todas las tentaciones de la LOGSE.
Cuando, entre 1936 y finales del siglo XX, la Tierra Media fue campo acotado para quienes la leían, y para quienes se recreaban en ella, la saga de Tolkien cumplió las múltiples funciones que su creador entrevió en la literatura épica y mitopoyética. Tolkien dio nuevo cauce a los valores eternos de lo europeo, y criticó desde ellos los avances de la modernidad. Esos avances, sin embargo, han globalizado a Tolkien, lo han hecho universalmente conocido, aunque no universalmente estimado ni entendido. Lo que es un problema.
Hace un año -denso de acontecimientos, pequeños y grandes, positivos y negativos- se anunció en estas páginas el estreno de la tercera y última parte de la trilogía cinematográfica basada en El Señor de los Anillos. Y ya entonces, con indudable acierto, se señalaba la contradicción entre la tradición recreada por el oxoniense y la cultura de la LOGSE, del botellón, de la discoteca, de lo primario. En efecto, resulta poco probable un Samsagaz que, ocupado en sus asuntos o en su resaca, se negase a la áspera tarea de servir hasta el extremo la causa ¿perdida? de Frodo Bolsón. Y resulta risible la idea de un Peregrin o un Meriadoc que, en plena epopeya, se nieguen a aceptar como más autorizadas las decisiones de Théoden, Elrond o Galadriel.
La contradicción entre el modo de vivir que hoy se nos propone y el mito-Tolkien es radical. Sin embargo, la difusión por todos los medios de la historia por él narrada, ¿contribuye a difundir sus valores o más bien los adultera?
Un día de optimismo puede pensarse lo primero. La realidad cotidiana de la mayor parte de nuestra juventud prueba la segundo. El héroe de la LOGSE es Boromir, porque es el más violento, el más duro, el más gallo. En él se aprecia el pragmatismo, y en definitiva se entiende que pida el Anillo del mal; cuando en realidad sólo su redención por amor en sacrificio extremo lo hace heroico.
El Tolkien esencial de los medianos humildes y alegres, los elfos lejanos y sabios y los guerreros terribles de nuestra tradición, sigue vivo donde siempre estuvo: no en las hipergonadales víctimas de la LOGSE, sino en los campos hobbit, en las iniciativas que surgen vigorosas y, ay, siempre minoritarias, de nuestro filón espiritual. Para quien sepa resistir.
Por Tirso Lacalle
17 de diciembre de 2004
Por Pascual Tamburri Bariain, 7 de febrero de 2006.
Publicado en El Semanal Digital.