Por Pascual Tamburri Bariain, 22 de febrero de 2006.
Publicado en El Semanal Digital.
Debían de ser alrededor de las seis de la tarde. No he comprobado el dato en los innumerables reportajes que estamos padeciendo estos días, pero yo volvía del colegio en el autobús así que la hora era esa. El conductor iba escuchando en Radio Nacional la sesión de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, y la verdad es que a nosotros nos aburría bastante aquello.
Faltarían diez minutos para llegar a casa cuando escuché en directo la entrada de Antonio Tejero en el Congreso, que tantas veces hemos oído después. La voz entrecortada del locutor, los gritos, los disparos. Disparos que tampoco sorprendían totalmente, porque yo tenía, sí, diez años, pero vivía en Pamplona, y era 1981, y ya había visto sangre en el suelo, y había ido a más de un funeral y a más de una manifestación, porque también entonces existía ETA. La violencia política no era una desconocida, ni siquiera para un niño; y justo antes había ocurrido aquello tan feo, en televisión, de los nacionalistas vascos contra el Rey en Guernica, y aún me gustaría saber si las dos cosas -parlamentarias, antidemocráticas y violentas- tuvieron o no tuvieron algo que ver.
Literariamente sería bonito decir aquí «y luego, el silencio». Pero no es cierto: luego lo que escuchamos fue música. Música militar, por cierto, aunque no recuerdo bien cuál fue la primera pieza. Sí sé que al llegar al barrio y bajar del autobús -alguno mayorcito bajó más aprisa que de costumbre y se fue a casa sin jugar-, en el portal José Luis Villanueva -benemérito portero- escuchaba también Radio Nacional, y lo que sonaba era «Los Voluntarios». Alto y claro. Nunca nadie me ha terminado de explicar por quién o contra quién estaban ya a esa hora los jinetes del «Villaviciosa» en Prado del Rey. Hombre, deduzco que su acción debía de ser buena, tomando el control de los medios de comunicación en medio de un intento de golpe, porque ningún miembro de ese Regimiento de brillante historial fue acusado al día siguiente de nada malo. Pero entonces les debemos una condecoración, digo yo.
Condecorados o no, los hombres más ocupados en esas horas fueron seguramente los del CESID -la eterna Segunda Sección, ahora lo llaman CNI-. Tan ocupados que se han desvanecido en el aire. Aunque les confieso que yo entonces no sabía nada de esto ni había manera de saberlo. Casualidades de la vida, ese día operaban a mi padre de una fractura de muñeca, así que el 23-F en mi casa el único adulto era mi querida Loli Pérez porque mis padres y mi abuela estaban en el hospital. África Dufaurre, que venía a ayudarnos con las tareas, ese día no vino, debía de estar muy ocupada también. Rafael y yo, después de reñir para variar, como dos niños buenos nos fuimos a la cama temprano. Nos acostamos, eso sí, conscientes de que el destino de España dependía de los hombres de uniforme. Tampoco era tan terrible, porque estaba reciente por ejemplo aquella huelga salvaje de los marxistas y los abertzales que dejó Pamplona sin pan, y ya habíamos comido chusco del cuartel.
En el cuartel, en fin, no creo que se durmiese mucho aquella noche. Nunca se publicó, pero supe por los hijos de los oficiales que iban al colegio conmigo que la tropa se municionó y estuvo dispuesta para salir. No me pregunten cómo ni para qué; creo que debe responder a esa pregunta el comandante Cortina, al que nadie se ha atrevido a entrevistar. Pero seguro que sabe cosas interesantes, de esas que todos queremos saber aún; y ya que Ronald Reagan no es accesible, sí sería momento, por ejemplo, de que George Bush padre nos contase por qué el Departamento de Estado avaló el resultado del golpe, fuese cual fuese, diciendo que era un «asunto interno» de España. El «asunto interno» se fue diluyendo felizmente a lo largo de la mañana del día 24, y no voy a decir quién se alegró en cada momento, y quién apareció o desapareció al hilo de las noticias; pero no porque no me acuerde, que los niños son pequeños pero no tontos ni ciegos. Algunos, aquellos días, demostraron tener algo de las dos cosas. Veinticinco años hacen que ya sea, casi, historia. A la sombra de los almendros en flor, claro.
Por Pascual Tamburri Bariain, 22 de febrero de 2006.
Publicado en El Semanal Digital.