Por Pascual Tamburri Bariain, 29 de junio de 2006.
Publicado en El Semanal Digital.
Un Rey debe estar por encima de lo ilegal y de lo inmoral. Lo sabe Víctor Manuel de Saboya, encarcelado en Italia. ¿Lo sabe Diego Prado y Colón de Carvajal en España?.
Víctor Manuel de Saboya nació en Italia como nieto del rey Víctor Manuel III. Nombrado Príncipe de Nápoles, era el primogénito del Príncipe de Piamonte, que sólo reinó durante el mes de mayo de 1946 como Humberto II. El 2 de junio de ese año un referéndum popular estableció la República por amplia mayoría, después de que la dinastía y sus representantes perdiesen todo su prestigio político con su participación en el golpe de Estado del 25 de julio de 1943 y en la rendición incondicional del 8 de septiembre del mismo año, que dio paso a la guerra civil.
Curiosamente los Saboya, después de todo esto, no han acabado en la cárcel de Potenza por razones políticas. Tras un prolongado exilio que terminó hace dos años gracias al centroderecha de Silvio Berlusconi y a la excepcional generosidad política de la Alleanza Nazionale del entonces ministro de Asuntos Exteriores Gianfranco Fini, el príncipe pudo volver a Italia, de donde había salido siendo niño. Humberto II compartió exilio en Portugal con el conde de Barcelona don Juan de Borbón, y la ex reina María José, tía de Balduino de Bélgica, vivió en Suiza como la reina Victoria Eugenia de España, también separada de Alfonso XIII en cuanto el exilio permitió abandonar las apariencias de convivencia marital. Criado en ese ambiente, Víctor Manuel adquirió una formación, unas costumbres y unas amistades que hoy lo han llevado a un total desprestigio.
Desde luego la vida sexual de Humberto II no debió de ser estrictamente convencional, como después de décadas de consistentes rumores publicó el historiador Pierre Milza. Tampoco es delictiva, aunque sí antiestética dadas sus pretensiones regias, la «afición al sexo» y a la prostitución confesada por Víctor Manuel. Ni su gusto por el dinero fácil y los negocios difíciles, como los que le unieron a su primo Simeón de Bulgaria (de Sajonia-Coburgo-Gotha, en realidad). Ni las amistades sórdidas con gentes, agentes, negociantes, testaferros y crápulas de todo tipo. Tampoco es ilegal, pero sí insólito, que el heredero Manuel Filiberto, casado desigualmente con la actriz -comunista y francesa- Clotilde Courau, viva como «trepador social», relaciones públicas de un restaurante y modelo publicitario. No es la manera de que una casa real, cuyo linaje se remonta a Humberto Biancamano y que está entroncada en la más rancia nobleza europea, conserve su prestigo. O su trono, si no lo hubiesen perdido ya.
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Prostitución, amantes, favores políticos, concesiones telefónicas y prebendas públicas. Protección de políticos amigos, leales o aduladores. Es una combinación explosiva que se ha llevado por delante a Víctor Manuel de Italia y que ha confirmado la elección republicana de 1946, compartida por izquierdas y derechas sesenta años después. Manuel Filiberto de Saboya y su padre serán recordados por su cercanía a las alcantarillas de la vida pública, por sus peculiares vidas sentimentales y por episodios patéticos como la pelea con su sobrio, discreto y regio primo el duque de Aosta en la boda de los príncipes de Asturias.
Esta misma semana, en la que ha salido de la cárcel -dejando en ella su dignidad- el que pudo ser rey de Italia, han sido condenados a distintas penas de prisión, también por escándalos de corrupción y tráfico de influencias personajes españoles como Javier de la Rosa y Diego Prado y Colón de Carvajal. Periodistas como Jesús Cacho y José García Abad han apuntado sin disimulo a las graves repercusiones de estas condenas, y de otras que vendrán o que deberían haber venido, en la familia real española. Don Juan Carlos está para muchos españoles más allá del bien y del mal, pero en su nombre y sin desmentidos se hacen y se han hecho negocios no siempre claros y en todo caso siempre antiestéticos.
La nobleza y la monarquía tienen un origen histórico, una regulación histórica y unas obligaciones históricas. La institución puede ser, además, funcional en un Estado moderno. Pero si renuncia a sus normas históricas -y el pretendido cambio en la sucesión monárquica aún dará muchos quebraderos de cabeza, si es que llega a concretarse- y renuncia a su primer deber histórico, que es la ejemplaridad, no puede pretender la adhesión del pueblo, como se ve en Italia.
Vivimos tiempos de crisis. En 1808 la familia Borbón demostró su indignidad ante Napoleón en Bayona, cediendo la soberanía a cambio de prebendas personales. Y de esto fue tan culpable Fernando VII como su padre Carlos IV y su hermano don Carlos María Isidro. El resultado de tanta bajeza es bien conocido. Dos siglos después Juan Carlos I, don Felipe y doña Letizia tienen en sus manos evitar a su dinastía una vergüenza como la que vemos en Italia, y tienen el deber de ahorrarnos otro espectáculo colectivo degradante. Los Saboya han llegado tan bajo por una peculiar combinación de traición al pueblo y de degeneración moral. En España, mientras tanto, la izquierda que recibe sonrisas envía cada vez más manifestantes republicanos, y la derecha -maltratada desde Maura hasta Aznar- calla. Por ahora.
Por Pascual Tamburri Bariain, 29 de junio de 2006.
Publicado en El Semanal Digital.