España en su historia: identidad(es)

Por Pascual Tamburri, 6 de octubre de 2006.
Publicado en el Manifiesto (papel) nº6, páginas 10 a 19. PDF revista completa.

“Patria mía, noble y querida tierra,  donde mi padre y mi madre nacieron y serán sepultados, donde yo espero vivir y morir, donde mis hijos crecerán y morirán”. A comienzos del siglo XXI, ¿vale aún la definición de Edmondo de Amicis?

“…la patria para el hombre de letras no es lo que quiere la violencia del destino, sino la unión del pasado y del futuro que se hace en cada hombre vivo, la libertad que se funde en la biblioteca y la breve inquietud de la existencia mortal”. Una frase brillante de Fernando García de Cortázar en su reciente Los perdedores de la Historia de España, que refleja bien una noción ilustrada, aunque moderada y sensata, de qué es o puede ser una Patria. No un hecho cerrado en el pasado, no una sociedad evanescente, sino algo a la vez sutil e inaferrable. Pero, precisamente por inaferrable, demasiado lejano de la realidad de un pueblo.

Y es que un pueblo no es un conjunto ideal de individuos libres, ilustrados y racionales, sino una comunidad de comunidades, que difícilmente va a sentirse retratado en un concepto por otra parte tan atractivo. “Patria” es identidad, individual y colectiva, e implica pertenencia, adhesión, reconocimiento de uno mismo, de los compatriotas y de los ajenos por una u otra causa. Así, en una patria hay un elemento objetivo, que viene del pasado, y uno subjetivo, que es la adhesión de la comunidad humana efectivamente viva a esa identidad, y su proyección hacia al futuro. La cosa, tal vez difícil de entender en este siglo de individualismos y de vanidades personales, ya la explicó Pedro Laín: “la historia pasada, el proyecto de renovación y la singularidad temperamental y biográfica del hombre” como elementos de la vida de una comunidad. Con una “libertad limitada”, como alguna vez ha querido hacer ver Alain de Benoist, para quien la identidad ofrece, precisamente por lo que heredamos, un muestrario limitado de posibilidades divergentes.

Así pues, España, patria nuestra. ¿De quién? De los españoles. ¿Somos españoles por querer serlo? Indudablemente los elementos objetivos de pertenencia no son optativos, nos vienen dados, heredamos un pasado y con él una estirpe, una cultura, una fe, una visión del mundo, una memoria, una lengua. Incluso aunque tengamos –individuos o grupos- el firme propósito de ser algo diferente seguiremos teniendo en nosotros la hispanidad objetiva. En último extremo, podremos cambiar el futuro, pero no el pasado ni tampoco lo que esencialmente somos.

España afronta sin embargo un momento singular, en el que no sólo se ofrecen futuros en los que parte de los españoles dejarán de ser españoles, sino en el que se niega la existencia objetiva de España. Lo cual es tanto como negar la historia, lo que fue y por lo que somos. ¿Es esto la libertad? Afirmar la existencia de una verdad objetiva para el pasado y de unos elementos objetivos de identidad en el presente implica el riesgo de ser llamado esencialista e intolerante. España asiste hoy a una alianza entre super-liberales, que niegan en definitiva toda forma de pertenencia que rebase lo individual, lo racional y lo voluntario (por tanto lo pasajero) y nacionalistas periféricos que, no contentos con afirmar sus proyectos ajenos a España, afirman para sus neo-naciones falsos elementos de identidad objetiva, contra lo que hemos sido. Y así nos encontramos cipayos postmodernos y anticomunitarios citando a Koselleck contra España y rindiendo a la vez culto a las mentiras identitarias de Sabino Arana, de Federico Krutwig y de Patxi Zabaleta.

Contra la mentira, la verdad. Agradezco en especial al joven doctor Íñigo Mugueta el impulso que, en lo que se refiere a Navarra, me ha transmitido últimamente. Afirmar la verdad originaria -sobre los acontecimientos del pasado a los que llamamos historia, sobre esa acumulación de materiales humanos a la que algunos llaman etnia, sobre esa acumulación de elementos espirituales a la que llamaremos cultura- no es negar la libertad, sino precisamente construirla sobre bases ciertas. Uno puede ir donde quiera, siempre que sus piernas le lleven, pero sólo si sabe dónde está. Cerrar los ojos a la existencia de una verdad es un síntoma claro de que lo que se desea no es tanto afirmar identidades alternativas cuanto destruir la identidad española.

¿España en las cavernas?

Hace dos décadas Indiana Jones desencadenó una moda arqueológica; las aventuras de Schliemann habían tenido un efecto equivalente un siglo antes. En las Facultades de Historia, como antes en el momento más positivista del siglo XIX, florecieron incontables vocaciones de pre-historiador. Sin embargo, si una virtud tiene la muy discutible división del pasado en edades es precisamente que excluye de la Historia lo anterior a la memoria escrita. Y esto sigue siendo razonable. Antes de que una comunidad tenga referencia de sí misma en sus recuerdos orales o escritos de cualquier forma el método de trabajo es diferente, y además es diferente el impacto de ese pasado en la vida de las comunidades humanas.

Porque, sea lo que sea España –y terminaremos hablando de eso- es hora de afirmar que se trata de un conjunto orgánico de personas y de las relaciones entre ellas establecidas en la historia. Para que haya un sujeto llamado “España”, del que esbozar la biografía, lo único imprescindible es que haya habido a lo largo de los siglos un grupo humano con unas características distintivas, con una identidad. Queda dicho que esa identidad no puede ser, por definición, un fósil, pero también que debe poderse trazar una continuidad entre pasado y futuro.

Por esa razón España en la Prehistoria no se puede identificar con lo que hoy es el territorio homónimo; si España es un conjunto de personas deberá identificarse necesariamente con sus antepasados biológicos y con sus antecesores culturales. Y en ese sentido sólo muy marginalmente la España del siglo XXI debe sentir como propia la vida del pequeño grupo que vivía en Atapuerca hace un millón de años. Hace un millón de años España no existía, y nuestros antepasados genéticos y culturales vivían en espacios muy distantes, más que probablemente. Y lo mismo puede decirse hace tan solo cinco mil años. Hablar de una “prehistoria de España” es una exageración nacionalista decimonónica. Hubo, como mucho, una pre-España, una “acumulación de materiales” que preparó elementos que después habrían de formar parte del sujeto-España.

¿Y antes de España, qué? Por un lado el territorio, poblado por gentes de diverso origen y cultura, llegados en sucesivos impulsos aunque dotados de una evidente y genérica matriz común. Por otro nuestros antepasados, en lo físico y en lo espiritual llegados desde el Este y desde el Norte, pobladores de la Península cada uno a su vez, pero carentes de una identidad común diferente de la derivada de ese origen. La vida embrionaria de España tal vez tenga más que ver con procesos y acontecimientos que tuvieron lugar en estepas lejanas que con los cavernícolas más antiguos de la Península.

Ex Roma lux

¿Qué era Hispania, antes de Roma? Un simple concepto geográfico. Los Escipiones, al desembarcar, se encontraron con pueblos inconexos, con diferentes raíces, culturas, lenguas, creencias y orientaciones. Celtas e íberos, probablemente, habían tenido un remoto pasado común y compartían una tradición espiritual lejanamente emparentada. Pero unos hablaban lenguas indoeuropeas y otros no; unos sembraban y otros pastoreaban; unos construían y otros migraban. No había ni hispanos ni Hispania. Unos y otra son obra de Roma.

No quiere decir esto que seamos exclusivamente fruto biológico de los, por lo demás numerosos, colonizadores itálicos. Roma, a lo largo de poco más de dos siglos, conquistó políticamente Hispania, dando al territorio peninsular y a sus naturales extensiones insulares y norteafricanas un gobierno unificado. He ahí, pues, la unidad política.

Junto a ella, y con mucha mayor importancia, la unidad cultural, espiritual, biológica, humana en suma. Hispania –primero dos, y después hasta siete provincias del mundo romano- fue gracias a Roma y dentro de roma una comunidad viva, unida, con su personalidad distintiva y con sus matices internos. Si hoy hay una España es porque Roma creó –vía, templo, espada- una Hispania. Cuando los españoles de otros siglos echaron la vista atrás destacaron la resistencia de Viriato y la de Numancia contra Roma; pero ni el caudillo lusitano ni el heroico castro celtíbero eran España sino, a lo más, antepasados de algunos españoles. España, en su unidad y en su personalidad, iba en las mochilas de los legionarios.

Antes de Roma Hispania no era parte de ninguna civilización, no había un ser español y una manera española de estar en el mundo. La conquista hace posible la transmisión de la civilización romana y su arraigo y florecimiento entre nosotros. Octavio Augusto completó la conquista y desarrollo sin límites la unidad de España en lo romano; Roma no combatió la diversidad, ni empleó dinero público en la difusión de su lengua y de su cultura. Pero nuestros antepasados, entreverados de sangre romana, eligieron por nosotros. No somos otra cosa ni podríamos serlo, aunque quisiésemos. Mientras haya España la obra de los césares –que fueron, también, hispanos- seguirá viviendo.

España, sin enigmas: identidad y unidad

El eclipse imperial del siglo V en Occidente y la sucesión de invasiones bárbaras –es decir de entrada de pueblos no civilizados en el orbe romano- no destruyó la personalidad de España, pero la sometió a una dura prueba. Desaparecido el Imperio, y con él la garantía del orden y de la paz, quedaron los provinciales hispanos como huérfanos y sin sentido. Pero al desorden sucede por definición el orden, y Hispania no fue una excepción.

No obstante, antes de la desaparición política de Roma –que una milenaria tradición concibe sólo como temporal eclipse-, la civilización clásica sembró en el solar de España una nueva fe. El cristianismo, nacido bajo otro sol, arraigó en Hispania en la época apostólica, y se extendió haciendo suya aquella civilización urbana y dicen que decadente. Ya la Roma precristiana había esbozado la unidad de las conciencias y de las creencias; pero fue Cristo, hecho romano, el principal fermento de unidad y de identidad en los siglos por venir. Al hacerse cristianas las provincias del extremo Occidente no sólo hubo entre ellas un vínculo más, sino que en ellas perduró, cristianizado, lo esencial del legado romano. A partir de Constantino y desde luego desde Teodosio sería empresa de locos deslindar lo cristiano de lo romano en lo hispano.

Hispania, una diócesis con siete provincias, dentro de la Prefectura del Pretorio de las Galias, en la Parte Occidental del Imperio, perdió con las invasiones germánicas su organización política. Tras una defensa brillante del Pirineo por la nobleza de la zona –Dídimo y Veriniano contuvieron meses o incluso años a suevos, vándalos y alanos, y el emperador Honorio dicen que felicitó a los pamploneses por su lealtad- el orden político desapareció a partir de 409. Sólo mediado el siglo los visigodos, en nombre de Roma y desde sus bases en el sur de la Galia, se extendieron por la Península. Paulatinamente estos germanos ósticos, herejes arrianos, fueron asentándose en tierras dejadas libres en parte por la nobleza hispano-romana. Derrotados en Vouillé por los francos, a partir de comienzos del siglo VI visigodos e hispanos tendieron a ser una sola cosa.

A lo largo de un siglo decisivo los visigodos arraigaron en Hispania y, pese a las diferencias religiosas y jurídicas, se fue produciendo una fusión de poblaciones. “Godos” e “hispanos” pasaron a ser sinónimos, especialmente desde que, en el tercer Concilio de Toledo en 589, el rey Recaredo abrazó el catolicismo afirmando así una unidad religiosa de la comunidad política destinada a durar nada menos que hasta 1931. Advertencia para incautos: la identidad española no surge en 589, salvo en opinión de algunos güelfos extemporáneos y francamente mal informados. Y para malintencionados añadamos que, hasta las guerras de religión, las comunidades con credos diferentes al de la comunidad política son admitidas normalmente, siempre que acepten su subordinación jurídica; cosa no siempre fácil.

Unamuno, que no era nada tonto, ya advirtió esto, y creía que nuestros antepasados –una “casta originaria” puramente “medieval, cristiana, latina y germánica”- en la Alta Edad Media poseían una gran riqueza de posibilidades históricas. Podían ser muchas cosas, sin dejar de ser leales a sí mismos y a lo que heredaron. La Hispania goda pudo ser un reino “normal” de la Europa Occidental, incluso el más poderoso y prestigioso de ellos; pudo serlo, pero no lo fue, porque la ruptura del Mediterráneo por la irrupción musulmana, que para Henri Pirenne supuso el verdadero inicio de la Edad Media, implicó un giro radical para España.

Hundimiento y resurgimiento: el “hecho diferencial” musulmán en la raíz de la diversidad regional

Giro, pero no destrucción. Entre 710 y 714 toda España fue invadida por los musulmanes del Norte de África, que acababa a su vez de ser conquistado. ¿Toda Hispania? Prácticamente toda. Los godos witizanos llamaron a los musulmanes contra los godos rodriguistas; unos y otros fueron arrollados por la férrea voluntad de los invasores. Desde entonces, cada cual se las arregló como pudo. La resistencia institucional fue aplastada. Algunos nobles godos se convirtieron al Islam, como los banu Qasi en el valle del Ebro. Otros conservaron su fe pero sometidos mediante pactos de sumisión al poder califal, como Teodomiro en el valle del Segura y probablemente los Íñigos en la comarca de Pamplona. La población hispanogoda no abandonó el cristianismo, pero quedaron como mozárabes tolerados en Al-Andalus. El goteo de conversiones y persecuciones, más la inmigración desde el resto de Dar-al-Islam, haría el resto.

Pero mientras que Astérix es un personaje de ficción don Pelayo no lo fue. Rota la comunidad política y sometida la comunidad humana un puñado de godos decidió, en principio, resistir en las montañas. Hispania vivió como idea entra peñas y bosques. En Covadonga no se decidió nada más que la subsistencia de la pequeña comunidad resistente. Pero con Alfonso I y su clarividente visión estratégica, y más aún con Alfonso II, al norte de la Cordillera Cantábrica la España cristiana siguió viva. Más aún, al principio con timidez y luego con claridad articuló un proyecto político a largo plazo: la recuperación de la España perdida, es decir, la expulsión de los invasores y la restauración de la monarquía toledana.

Tal fue el proyecto explícito de la Reconquista; y como tal fue compartido por los distintos núcleos cristianos. Porque aunque Oviedo vio nacer el primer reino neogótico, el mismo germen y la misma meta alumbró después a León, a Castilla, a Pamplona, a Portugal, a Aragón y a los condados catalanes. Y es así que la principal consecuencia de la invasión musulmana no fue ni artística, ni cultural, ni religiosa, pues todo eso quedó, como mucho, en la superficie de nuestro pueblo. Lo más notable del proceso de reconquista y repoblación es la ulterior fusión de poblaciones en los núcleos de resistencia del Norte, y la articulación de diferencias regionales entre los distintos reinos, con diferentes dialectos del latín y con diferentes matices dentro de lo español. Las regiones españoles como hoy las conocemos nada tienen que ver con pueblos prerromanos ni con provincias romanas, pues nacen en la Edad Media, y concretamente en la Reconquista y por la Reconquista, producto del sucesivo desdoble repoblador de Norte a Sur. Y cualquier hipótesis diferente es, me temo, propaganda neorromántica para obviar el sello español.

Los reinos hispánicos cumplieron prácticamente su misión en el siglo XIII tras las Navas de Tolosa los reinos del Norte se repartieron los despojos del islam, y sólo la habilidad de los sultanes nazaríes de Granada, con el apoyo de los benimerines africanos, unida a las disputas entre cristianos, permitió que la Reconquista durase hasta 1492. Pero para esa fecha una sola familia reinaba ya, de una manera u otra, en todos los reinos cristianos; una familia con un proyecto político muy claro, los Trastámara, y entre ellos el mejor equipo político que ha conocido España: Isabel y Fernando.

España, Estado. La unidad política

España no es, como vemos, obra de los Reyes Católicos. En Isabel y Fernando de Trastámara se realizó la unión política de los principales reinos españoles –ni siquiera de todos, pues Fernando no se hizo con Navarra hasta 1512, y Portugal quedó como tarea de una generación posterior-, pero es inadmisible la idea, no siempre bienintencionada, de que “España ha cumplido cinco siglos”.

España ya existía. Cumple ahora algo más de quinientos años la forma política moderna de lo español, es decir el Estado. Cuando, entre finales del siglo XIV y finales del siglo XV, los descendientes de Enrique de Trastámara renovaron el proyecto neogótico, panhispánico, tomaron las raíces vivas de lo español (la necesidad de completar la Reconquista y de dominar el Estrecho, la importancia de la autoridad regia, la conveniencia de restaurar la unidad política junto a la unidad espiritual) pero lo hicieron con las formas propias de su tiempo. Y así la España reconquistada fue renacentista, fue humanista y fue Estado. La Corona afirmó, de momento para sí misma, el monopolio del poder, junto al monopolio de la autoridad, y esto sin negar para nada la personalidad y la autonomía de las regiones-reinos medievales. España no es un Estado, aunque tenga un Estado.

¿Imperio?

Al Estado monárquico de los Reyes Católicos se adhirió, por razones históricas diversas, un conjunto de territorios, de obligaciones y de lealtades ajenos a España. Y aun este “ajenos” debe matizarse, porque lo cierto es que, si bien España tuvo el primer gran Estado moderno éste no fue nunca totalmente moderno, y conservó importantes vestigios del pluralismo medieval, completamente ajeno a la rígida razón moderna. Sicilia no fue estrictamente España, pero dinástica y feudalmente quedó, desde 1282 hasta 1860, como legado de los Hohenstaufen a los reyes españoles, con un entramado de relaciones que nunca ha terminado de morir.

Desde el Garellano hasta el Rin. Porque la herencia habsbúrgica y borgoñona fue para la corona de España siempre carga y nunca beneficio, pero los reyes y el pueblo asumieron con sufrida naturalidad el hecho imperial. España fue Imperio, en todo menos en el nombre, en los siglos XVI y XVII, no por su extensión territorial sino por su vocación universal, es decir su asunción de ser portadora de un mensaje universal. Imperio cristiano, ciertamente, pero bastante más gibelino que otra cosa. Como era lógico en una estirpe regia y en unos reinos semejantes.

Las Indias no fueron nunca la razón de ser del imperio; la enorme extensión de la monarquía desde 1492 no justificó en sí misma el rango imperial de España, que se explicaba en cambio por los esfuerzos en defensa de la fe y en la identificación entre ésta y el bien de la monarquía. España pudo ser de otra manera, y tanto racional como mercantilmente pudo ser de otra manera; pero España era esencialmente Roma, y no podía ser una Cartago, como pedían los nuevos tiempos modernos. Con el siglo XVIII España perdió algo más que un puñado de posesiones europeas: perdió para sus reyes y para gran parte de su aristocracia de sangre y letras su razón de ser, en medio de lamentos por las posibilidades perdidas.

Don Marcelino Menéndez Pelayo identificó la perfección de lo español con la grandeza histórica de España en los siglos XVI y XVII. Los hombres del 98, y los del 14, y los del 27 –los que hicieron la Guerra Civil- vieron en la España imperial una de las posibilidades de la grandeza de España, pero sólo una de ellas. Frente al puro historicismo anhelante el regreso al pasado, los regeneracionistas y sus seguidores quisieron volver a la raíz de lo español, pero sin asumir para el futuro las formas pretéritas. Ese debate, que empieza tal vez con Carlos II, aún no ha concluido.

La modernidad ¿La normalidad?

Está de moda hablar bien de Carlos III de Borbón. Y ciertamente, en comparación con lo que se había visto y con lo que había de venir, España no fue mal, al menos en apariencia. Ahora bien, era una España que no sabía dónde ir, enorme aún en extensión y en potencia, pero atrapada entre las contradicciones de la modernidad ilustrada, llegada de Francia, y el nunca bien definido ser de España. La España a la vez unida y foral, moderna y católica, espléndida y ruinosa, se adaptó mal al siglo XVIII. Y el reinado de Carlos III no solucionó bien ninguna de las contradicciones.

En 1808, Carlos IV y Fernando VII apuraron el vaso de las paradojas. Reyes supuestamente absolutos de una monarquía que por su naturaleza sólo conocía el absoluto de Dios, entregaron vergonzosamente a sus súbditos en manos de Napoleón Bonaparte. Sin embargo, los españoles, pese a su debilidad colectiva y pese a las visiones contrapuestas de España y su futuro que ya entonces se habían afirmado, reaccionaron como un hombre de honor, y rescataron la dignidad del país arrastrada por el fango por una familia indigna.

“El Dos de Mayo es, en todos los sentidos, la fecha simbólica de nuestra regeneración”, para Unamuno. Y es cierto que fue el pueblo, privado de sus líderes naturales más o menos afrancesados, el que recogió la soberanía de la calle. España no era hasta entonces una Nación en el sentido moderno, ya que no era una comunidad política soberana. Desde el dos de mayo de 1808, y no porque lo digan las sucesivas Constituciones sino porque es así, España es Nación, sin por ello dejar de ser lo que ya era, comunidad popular, hecho histórico, étnico y cultural, monarquía y variedad regional.

España, abyección y regeneración

Los dos bandos que a grandes rasgos combatieron durante todo el siglo XIX estaban creados para entenderse. Liberales y carlistas podían diferir en todo, salvo en el amor a España y en el recuerdo orgullosos de la lucha contra Napoleón a pesar de los reyes. Faltó en el XIX, y por desgracia también en el XX, una síntesis potente y superadora, que uniese de verdad y de corazón las dos almas del patriotismo español. Porque patriotas eran todos, y en ambos bandos hubo héroes generosos, como también hubo maestros de perdición.

Sin reconciliación popular, las victorias y las derrotas nada solucionaron. Para Jaime Balmeslas causas que habían promovido la guerra civil continuaron intactas; los carlistas se vieron por entonces perdidos, mas no se dieron por vencidos, ni por convencidos, ni por satisfechos”. El Empecinado y Tomás de Zumalcárregui habrían encontrado sin duda buenas razones para combatir juntos enemigos comunes, como ya habían hecho; pero las plañideras nostálgicas de un tiempo muerto y tal vez sólo imaginado, por un lado, y los sectarios racionalistas y positivistas de la nueva religión laicista, por otro, dividieron profundamente las conciencias, haciendo creer a los mejores españoles que el verdadero problema de España eran los españoles de enfrente. En la guerra de Independencia y en todas las luchas del siglo XIX se pueden ver tal vez los movimientos, convulsos pero vitales, de un pueblo que se agita porque quiere algo y no sabe qué es. Así lo vio Pío Baroja y así lo recordó Pedro Laín.

De nuevo en la encrucijada

¿Qué necesitaba España? Antonio Cánovas creyó que una ficción de acuerdo y la prosperidad material. Pareció acertar, y sólo agravó el problema. Otros creyeron que España necesitaba una reacción absoluta, o una revolución igualitaria, o una disgregación de sus partes en nuevas naciones con sus pasados de ficción. España no encontró una respuesta a su problema ni en el siglo XIX ni en el XX, y sólo se vendaron las heridas más aparatosas, sin por ello curarlas. “Los pueblos no mejoran su suerte sino en medio de calamidades y a dos pasos de su ruina”. Tal vez el pesimismo de José María Blanco White no sea enteramente justo, pero ciertamente si alguna vez ha encontrado justificación es en el siglo XX español.

España, en suma, buscó sin saberlo una manera de ser moderna sin dejar de ser ella misma, y de conservar su identidad sin petrificarse. Sin hallar nunca el modo, pese a las intuiciones de algunos de sus mejores políticos y escritores, España vivió sucesivos bandazos tras la falsa paz canovista. A la ilusión reaccionaria sucedía la ilusión destructiva que, ora en nombre de Europa y de la democracia, ora en nombre de Rusia y de la revolución, siempre consiguió dar una respuesta peor. España nunca vivió lo mismo que Europa, y ese aislamiento hizo que nuestras diferencias con el resto de Europa creasen la idea absurda de una España no europea. “Si la República no es convivencia dentro de la democracia no es nada”, anunció el ministro centrista de la República, Manuel Giménez Fernández. Y la República jamás fue democracia entre las democracias, del mismo modo que el franquismo jamás fue totalitario en la Europa totalitaria ni liberal en la Europa liberal. Una minoría dirigente que, pese a sus radicales diferencias, tenía en común el miedo a la verdad y al futuro, el perpetuo azoramiento al borde del terreno de juego, como si España en el fondo no mereciese más. Ramón Serrano Súñer nunca pidió, a lo largo de su vida intelectual, más que el final de esa inferioridad absurda; por eso Serrano pidió la libertad frente al anquilosamiento primorriverista, pidió el Estado total frente a la evidente tentación nacionalcatólica, y en 1945 pidió de nuevo la democracia en una Europa que obviamente iba a serlo. Pero, a ambos lados de las trincheras, faltaron patriotas clarividentes como don Ramón.

La cuestión palpitante

Francisco Franco venció una guerra civil en los campos de batalla y renunció a combatirla –o al menos a vencerla- en los campos de la cultura y de las ideas. No es aquí nuestro tema, pero el bando vencedor de la guerra de 1936 sorprende aún hoy por muchas cosas: por su composición heterogénea, por su aparente debilidad inicial y por la cohesión que le permitió vencer, por la brillantez indudable de sus intelectuales –ahora negada desde la envidia, el rencor y más a menudo la ignorancia- y, sobre todo, por la facilidad con la que su vanguardia cultural se dejó avasallar por la de los vencidos, ya en la década de 1940.

El problema del franquismo, en torno al concepto de España, fueron las varias y superpuestas visiones tradicionalistas de sus líderes políticos más representativos. Como sucede con el catolicismo, mientras que la tradición es parte de la fe, el tradicionalismo es su herejía; en historia, la tradición es la aceptación natural del legado de nuestros mayores, el tradicionalismo es la fosilización y la absolutización de ese legado o de una parte de él, de manera que la identidad de España se busca sólo en los tiempos anteriores y se confunden dramáticamente lo español y sus elementos constitutivos con las vestiduras que esa identidad tuvo en el pasado. Y así, con el mayor atrevimiento, un Calvo Serer pudo hablar de una “España sin problema” y la visión multirracial y multicultural del pasado, elaborada por Américo Castro, se convirtió en la versión oficiosa del régimen. Más o menos silenciados, en cambio, Laín, Tovar, Ridruejo y por supuesto don Claudio Sánchez Albornoz, siguieron preocupados por el problema insoluto de España y por sus enigmas.

Al término del franquismo, los nacionalistas periféricos seguían en sus trece, sin creer en España ni por asomo, y sin encontrar un proyecto de España suficientemente sugestivo. La izquierda, más o menos marxista, seguía sin sentirse española y sin adherirse a la vida histórica de la comunidad, ahora Estado-Nación. Y las derechas y los centros, o como se quieran llamar, huyeron hasta del nombre mismo de la patria, confundido con el del dictador. No fue cobardía política, sino debilidad cultural: ¿cómo no huir de una identidad de la que lo único que se conocía era la retórica zarzuelera y la identificación automática con lo más ñoño?

La identidad española, que siguió siendo estudiada por los historiadores, que nunca pudieron lealmente negarla en el pasado, se refugió en los márgenes de la vida común. La bandera se ocultó; la nación siguió existiendo porque así se incluyó en la Constitución, pero dos generaciones enteras crecieron sin que esto se explicase. La identidad española quedó casi sin portavoces intelectuales, relegada a lo más profundo del pueblo, a las fiestas populares, a los campos de fútbol y a las corridas de toros. ¿Cómo criticarlo, si nadie nunca les dio nada mejor, y mucho menos quienes con más desdén miraban estas cosas?

No es decente criticar la rusticidad de las formas de un neopatriota, uno de esos jovenzuelos que citaba José Javier Esparza, uno de esos que usan con la bandera a modo de capa, o de falda, con el toro negro de Osborne. O eso o nada, y no por culpa del individuo sino de las generaciones anteriores que renunciaron al combate intelectual por España. El neopatriota lo es sin saber casi nada de su patria y nada de la posibilidad de ser patriota en el siglo XXI como heredero de una historia milenaria. Por la misma razón, bienvenido sea mil veces el patriotismo constitucional que de repente José María Aznar nos trajo de Ultramar. Porque Aznar podrá caer mejor o peor y desde luego el “patriotismo constitucional” en su versión original es un regreso al atomismo del siglo XIX, pero aquí ha servido más por el sustantivo que por el adjetivo. Para los que no somos nominalistas, no es la primera vez que una expresión muta de sentido, y, al margen de fósiles y reliquias, a efectos reales, hoy está más o menos legitimado un patriotismo español no “de la Constitución, sino en la Constitución”, como ha escrito con acierto Luis Miguez.

¿Podrán las cosas ir a mejor? Sin duda, y también a peor. Es cierto e indiscutible que España existe, que ha existido como comunidad humana a través de los siglos y los milenios, y que sucesivamente ha ido adquiriendo sus características. Unidad política, social, cultural y étnica con Roma; independiente y unida en lo religioso gracias a los visigodos; refugiada en las montañas y los monasterios con la invasión islámica; luchadora en la Reconquista, donde adquiere una diversidad regional antes inexistente antes de culminar en la expulsión de los musulmanes. Estado moderno desde el siglo XV, pero con un estilo imperial y medieval; Nación política en la decadencia, y amenazada de destrucción dentro y fuera de sus fronteras desde entonces. Todo evidente para cualquier extranjero, y todo negado por demasiados de sus hijos como para estar tranquilos.

Unamuno, pesimista o desesperado con respecto a las élites, creyó que la salvación de España, es decir su continuidad y por consiguiente su re-novación, habría de venir del “pueblo desconocido”. La España “intrahistórica” estaba a comienzos del siglo XX formada aún por “los pobres labriegos que un día y otro, sin descanso, se levantan antes del sol a labrar sus tierras”. Esa España rural, contra lo que se ha dicho, sigue existiendo, y no hace falta buscar arqueológicamente el tañido de la campana, el olor de la tahona, el perfume del heno ni la alegría de la fiesta de antaño. Nuestro pueblo sigue vivo, aunque vive hoy de otra manera y en otros lugares, porque la modernidad ha sucedido. La identidad se llama Jonathan, viaja en metro y tiene un contrato basura, pero “es” España como lo fue su abuelo Emeterio, el último que labró los campos ancestrales tras de la reata de mulas. Nuestro pasado tiene un presente y, en la medida en que lo aceptemos y le demos una forma con raíces pero sin nostalgia, tendrá un porvenir.

APARTE

Cuatro casos ¿dudosos?

España “es”. Es decir, existe, al menos por ahora y a pesar de importantes deseos de que deje de “ser”. Ahora bien, los límites físicos y culturales de lo español no siempre son fáciles de fijar. Si España fuese sólo un Estado –un aparato político- o una nación –una sociedad soberana- las dudas serían reales. Pero España existe antes que eso y por encima de eso. Es una comunidad, la más histórica de todas.

¿Portugal, un enigma histórico? Antes de la invasión musulmana el territorio del actual Portugal siguió la suerte del resto de España, y su población en nada se distinguió. En la Reconquista, y por razones dinásticas, un pequeño condado del reino de León, en torno a Oporto, adquirió rango regio. Así, Portugal fue uno de los “cinco reinos” de la España bajomedieval. Reiteradamente codiciada por los reyes Trastámara en su proyecto neogótico, los reyes de Portugal fueron durante siglos primos de los del resto de España. Y esa familiaridad culminó en 1580, cuando en las Cortes de Thomar Felipe II se convirtió en rey también de Portugal. En el siglo XVII la ambición de la casa de Braganza, de sangre real por línea ilegítima, estimulada por Francia, Inglaterra y Holanda, provocó una secesión portuguesa. Poco a poco, al volver a ser Estado, Portugal se hizo nación. Pero eso no cambia su pasado y su origen, inequívocamente español, ni su cultura, íntimamente cercana. Portugal es una cicatriz abierta en la España medieval, y una poderosa razón para el más sincero europeísmo.

Canarias, según su más reciente proyecto de Estatuto, es un pueblo “protohistórico norteafricano, que no conoció la obra civilizadora de Roma”. Aparte de mostrar orgullo por algo que pocos exhibirían como mérito, lo cierto es que los canarios actuales son en porcentaje abrumador descendientes de los peninsulares conquistadores y pobladores desde el siglo XIV. Y la cultura canaria es, en todo y por todo, española, es decir romana, germana y cristiana. La posición geográfica del territorio no debe ocultar la identidad de las personas y de las comunidades. Canarias es España, aunque los nacionalistas quieran otra cosa para el futuro. Pero sin negar el pasado, por favor.

Ceuta, Melilla y sus dependencias pertenecen a España desde antes de existir el reino de Marruecos. Realmente, la costa septentrional africana fue una provincia romana, dentro de la diócesis de Hispania, con capital en Tánger; la primera ciudad visigoda conquistada por el Islam fue Ceuta, entregada por el traidor conde don Julián. Y Ceuta fue reconquistada, como parte que había sido del reino de Toledo, por Portugal en 1415. Como todo Portugal se unió políticamente a la corona en 1580; pero a diferencia del resto de territorios portugueses Ceuta siguió leal a Felipe IV en 1640. Melilla fue reconquistada por el duque de Medinasidonia en nombre de los Reyes Católicos en 1497. Esos territorios son, pues, españoles; y también lo es su población originaria. Ahora bien, para el futuro, Marruecos está jugando con habilidad la baza de la presión demográfica.

Gibraltar es exactamente el caso opuesto a las plazas norteafricanas españolas. Gibraltar fue ocupado en 1704 por Gran Bretaña, y su población española huyó a San Roque, levantando acta del abuso. Una base militar legalizada por el Tratado de Utrecht tras la Guerra de Sucesión. Gran Bretaña no discutió que fuese España, sino que se limitó a servirse de la fortaleza. Ahora bien, al amparo de ésta se instaló una población de orígenes variados, sólo en parte española. De hecho, nada hizo tanto para crear entre los llanitos un sentimiento británico como el cierre de la verja por la España de Franco. La incomunicación hizo más para alejar Gibraltar que tres siglos de Imperio anglosajón. Eso sí, los actuales gibraltareños podrán no sentirse españoles, pero siguen sin ser la población originaria de la colonia. Gibraltar es España, pero ha sobrado retórica y ha faltado voluntad para recuperarlo. ¿Es demasiado tarde?

Por Pascual Tamburri, 6 de octubre de 2006.
Publicado en el Manifiesto (papel) nº6, páginas 10 a 19. PDF revista completa.