Por Pascual Tamburri Bariain, 26 de junio de 2007.
Publicado en El Semanal Digital.
España tiene tropas en varios escenarios de guerra. El Gobierno ha decidido que los intereses de nuestro pueblo se defienden con las armas en Líbano, Afganistán y Kosovo, por ejemplo. Siempre ha sido así y será así: un atributo esencial de la soberanía es que el orden y los propios intereses pueden defenderse por la fuerza militar. Paparruchas propagandísticas aparte, lo mismo sucedía en Irak y lo mismo tendrá que ser posible mientras el país sea independiente. Negar esa posibilidad -que no es lo mismo que discutir la oportunidad de una u otra intervención- es negar la dignidad de la nación.
Pero ahora que seis soldados de España han muerto en Líbano podemos apreciar todas las diferencias. Hay una guerra, nuestros hombres mueren, el Gobierno los mandó al peligro sin los medios necesarios, y no he visto aún manifestaciones histéricas de necios a las puertas de las sedes del partido gubernamental. No hay pancartas de «No a la Guerra». No hay titiriteros por la paz gimoteando contra el presidente. No se sabe nada de Pilar Bardem. No hay avalanchas de opiniones solemnes, de izquierda o de derecha, pidiendo una huida conejil de Líbano porque Al Qaeda o quien sea no nos quiere allí, o porque hayamos hecho algo que algún leguleyo fláccido quiera llamar ilegal. Cómo cambian las cosas, y eso que en Marjayún nos jugamos lo mismo que perdimos en Diwaniya: la dignidad del Ejército que nos representa.
Ausente, además, el Jefe del Estado. Se impone una reflexión colectiva. Don Juan Carlos, durante su primer exilio sólo Juanito, es capitán general de los tres Ejércitos, después de pasar cinco años en las Academias en los que, además de sufrir algunas novatadas, aprendió a llevar la gorra de plato y a saludar decorosamente. Don Felipe, en versión abreviada, en sólo tres años de estudios ha llegado a comandante, y es heredero de esa jefatura que el pasado explica pero que no se entiende en el presente. Ahora bien, sin un vínculo especial con las Fuerzas Armadas no se entiende la monarquía, ni esta ni ninguna, y ese vínculo se está rompiendo: indignamente.
No es decente que el jefe de la familia militar se quede tranquilamente en China, hablando de negocios, mientras seis hombres que le han jurado lealtad mueren en combate. No es normal que salga dos minutos a contarnos cuánto le duele todo en un comunicado rutinario y con una alegre corbata amarilla, vestido tan de paisano como los Almodóvar y los Bardem. No es prudente siquiera que en los funerales esté el Príncipe pero no esté el Rey, después de dos décadas aburriéndonos a todos con lo bueno que fue en la Transición que el Rey contase con la fidelidad ciega de los militares. Una ausencia que traerá cola, aún más que el Toisón saudí y empresarial. Una ausencia lamentable, cosa que no diré de la desaparición de los titiriteros y demás pacifistas de todo tipo. Por definición, indignos.
INEXPLICABLE
Hay momentos en los que uno debe estar, ninguna ausencia es disculpable y toda excusa se convierte en acusación. No se puede exigir lealtad ciega a unas personas a las que, en definitiva, se trata con un desapego que ningún borboneo puede ocultar.
Él SÍ LO PUEDE ENTENDER
Alberto Ruiz Gallardón prestó su servicio militar como alférez de la Brigada Paracaidista que ha sufrido las seis bajas mortales. A diferencia de otros políticos él sí conoce el Himno de Infantería y la Oración del paracaidista que ayer hicieron vibrar al país.
Por Pascual Tamburri Bariain, 26 de junio de 2007.
Publicado en El Semanal Digital.