Un general golpista contra el rey y contra un «proceso de paz»

Por Pascual Tamburri Bariain, 17 de febrero de 2009.

Un campesino navarro ascendió a teniente general por méritos de guerra. Rechazó la sumisión de los Borbones a la invasión francesa y defendió la Constitución cuando todos la traicionaron.

Francisco Espoz y Mina, Memorias de un guerrillero (1808-1814). Crítica, Barcelona, 2009. 685 pp. 25,00 €

Se ha atribuido muchas veces a Napoleón la idea de que cualquiera de los soldados de la Revolución y del Imperio podía llevar en su mochila el bastón de mariscal. La suerte de los Bonaparte, los Bernadotte y los Murat, hechos a sí mismos en el campo de batalla, llegados a la gloria gracias a una ocasión histórica excepcional que permitió que sus cualidades floreciesen, ha llenado nuestra cultura romántica incluso después del siglo XIX. Sin embargo los mejores ejemplos de hombres del pueblo inesperadamente puestos por la historia al frente de los ejércitos son españoles y no franceses: son los guerrilleros de la Guerra de Independencia.

Nuestros guerrilleros no tuvieron aparentemente nada a su favor en su tiempo, y ciertamente no lo tienen dos siglos después. Arturo Pérez Reverte ha cosechado muchas malas críticas en 2008 por quienes siguen la moda de menospreciar la guerrilla y explicar la derrota francesa en España por la brillantez de los políticos, la eficacia de los cuerpos de oficiales, el supuesto vigor de la España ilustrada o el genio de Wellington. De todo hemos leído. Sin embargo, a pesar de la fama actual de la guerrilla popular, sin ella no habría habido victoria, o ésta no habría sido como fue. La guerrilla es mucho más que un mito romántico, y aunque sus protagonistas puedan parecer duros, crueles y contradictorios –exactamente como Reverte describe a nuestro pueblo de hace dos siglos- ignorarlos es renunciar a una parte de nuestro pasado y de nuestra identidad.

Una reedición en el momento adecuado

Crítica ha acertado al reeditar la primera parte de las Memorias de Francisco Espoz e Ilundain, llamado desde aquella guerra y para siempre Espoz y Mina. No es desde luego la primera vez que leo estas páginas, y espero que no sea la última, porque cada relectura me ha dado nuevos motivos de satisfacción por un lado y de reflexión para otro. Es una excelente idea que españoles y extranjeros de generaciones más recientes tengan acceso a la vida y obra del más exitoso y volcánico de nuestros guerrilleros contra Napoleón. No todo va a ser, pese a la moda imperante, hablar de las supuestas bondades de los afrancesados, por explicable que sea (y nunca heroica) la elección de algunos de aquellos.

La vida de Mina es mucho más azarosa que las novelas de aventuras de nuestro tiempo. Nacido en una familia de hidalgos de abarca en Idocin, bajo la peña de Izaga, tuvo la educación normal de un labrador acomodado de su tiempo en la Navarra rural. Hasta los veintisiete años nada en su vida hacía prever cómo sería el resto de ésta. Napoleón la cambió. Como otros muchos navarros se negó a aceptar la invasión francesa, y se alistó voluntario en una unidad del ejército regular español. Cuando Jaca iba a rendirse se echó al monte, y siguió a su sobrino Javier Mina en las primeras empresas guerrilleras contra las fuerzas de ocupación francesas. Pero la hora de Mina aún no había llegado: al ser capturado su sobrino y deportado a Francia él quedó al frente de un puñado de desanimados rebeldes, a los que en sólo tres años convirtió en una división completa capaz no sólo de liberar por sí misma Navarra de franceses sino de batir a éstos en batallas convencionales, de asediar Pamplona y de llevar su acción militar desde Burgos hasta Huesca.

Cuando empezó la guerra Mina era un labrador. Cuando terminó mandaba una gran unidad militar, con regimientos enteros incluso en suelo francés, que había recibido los más altos honores de la Regencia constitucional además del homenaje tanto de los generales franceses como del mismo Wellington. Hubo fuerzas de Mina incluso en la batalla de Vitoria. Entre ambos puntos, este tomo de memorias cuenta en primera persona y de manera absolutamente apasionante cómo un navarro de a pie pudo convertirse en la pesadilla de los franceses y en la esperanza de un país sin esperanza.

El Empecinado ha sido mejor tratado en nuestra literatura y en nuestra historiografía por su triste final, pero Mina contribuyó de manera mucho más contundente a la reconstrucción de la potencia militar española. A pesar de una nobleza afrancesada o apolillada, a pesar de una dinastía indigna, a pesar de unos políticos y burócratas más ocupados por lo suyo que por el país y muy a pesar de unos intelectuales demasiado exquisitos para descender a las necesidades reales del pueblo, un hombre de ese pueblo se negó a rendirse y combatió con eficacia el hoy podría ser vendido como un «proceso de paz». Mina lo llamó rendición y lo combatió sin pausa, antes de 1814 contra los enemigos exteriores y desde 1814 contra los adversarios interiores de la libertad.

El navarro más importante de su siglo, olvidado por unos y temido por otros

Las memorias de Mina no ocultan la crueldad de una guerra sin reglas, con dos bandos irreconciliables que se consideraban recíprocamente criminales y se trataban en consecuencia. Un monumento por suerte olvidado a las puertas de Pamplona aún lo recuerda, aunque cualquier ataque de memoria política se lo llevará por delante como ya sucedió en Olite. Mina causó terror en los soldados franceses y no pocas cavilaciones a los mariscales del emperador, acostumbrados a un recibimiento diferente en los países conquistados. Con mucha menos fortuna militar Andreas Hofer sigue siendo un signo de identidad para el Tirol –y para sus habitantes de todas las lenguas y sentimientos nacionales- mientras que la España oficial, por no hablar de la Navarra oficial, se avergüenza casi de este inesperado genio de la guerra.

Mina no tuvo, cierto es, un carácter fácil, ni tampoco su vida fue fácil después de 1814. El mismo Fernando VII que en Bayona había dejado el país en manos del invasor volvió a él negando la dignidad de los que habían luchado por España en su nombre, privándoles de sus grados, tratando de restaurar el estado de cosas del siglo XVIII y derogando la Constitución. Otros guerrilleros soportaron mejor la afrenta, pero Mina era demasiado temperamental para tolerarlo, y era inevitable su conversión al liberalismo. Suyo fue el primer intento de golpe contra el absolutismo, en 1814, y él fue el primer exiliado liberal de nuestro siglo XIX.

Sin saber que hubo un Mina liberal después de 1814 no se entiende la importancia de la vida guerrillera del navarro. Tampoco se entiende que el Gobierno de Navarra no haya publicado este libro (salvo que el personaje demostró que se puede ser navarro, y por tanto español, sin necesidad de convertir los fueros en una religión improbable) ni el silencio de los liberales de 2009 sobre Mina (que era liberal, sí, pero para nada dogmático según parece ser costumbre hoy). Por eso es de desear que Crítica sí complete la tarea de edición y publique también las memorias de Mina hasta su muerte en 1836, tan apasionantes y aleccionadoras como éstas, y su natural complemento.

José María Iribarren –heredero de una larga tradición local de desconfianza hacia Mina «el liberal» y de jocoso casticismo respecto al guerrillero- puede haber tenido un gran valor como literato navarro, pero la lectura de su biografía no ahorrará a nadie leer y disfrutar estas Memorias. Unas Memorias que son además un gran testimonio de amor conyugal, porque realmente fueron escritas a partir 1851, a partir de recuerdos y documentos del general, por su viuda Juana de la Vega, aya de Isabel II. Sus propias Memorias también merecen una reedición, pero no pidamos demasiado y disfrutemos de momento con la prodigiosa historia del primer patriota moderno que tuvo España. Que fue, por supuesto, navarro.

Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 17 de febrero de 2009, sección «Libros».
http://www.elsemanaldigital.com/general-golpista-contra-contra-proceso–93115.htm