¿Y si el rey abdica para casarse con una extranjera divorciada?

Por Pascual Tamburri Bariain, 25 de septiembre de 2009.

La muerte de lady Di y la vida íntima de los Príncipes de Gales son palabras menores. La campanada la dio otro miembro de la familia, que rompió todas las reglas. Por amor, y no sólo.

José Miguel Romaña, Los Duques de Windsor. La pareja más enigmática y controvertida del siglo XX. Actas, Madrid, 2009. 340 pp. 28 €

La realeza está, por definición, encima de las vidas ordinarias. Una vez que esto se ha olvidado todo es posible, y la vida de las monarquías que han sobrevivido a los siglos XIX y XX dista mucho de ser fácil. España ha dado pruebas de todo tipo de estas dificultades de adaptación, desde Carlos IV hasta los hijos de Juan Carlos I. Pero el más famoso de los inadaptados, de los escandalosos y de los transgresores no es uno de nuestros personajes regios. Es, eso sí, un pariente cercano tanto de Don Juan Carlos como de Doña Sofía: el eterno príncipe de Gales, breve Eduardo VIII, largamente duque de Windsor.

Eduardo, conocido en su familia como David, fue el mayor de seis hermanos –originalmente los duques de York, de Gloucester y de Kent, así como la condesa de Harewood que murió sin descendencia y el príncipe John que murió en 1919 siendo aún niño- y cuando nació en 1894 aún vivía su bisabuela, la reina Victoria, al frente del mayor imperio en la historia de la humanidad. José Miguel Romaña, sin haber tenido acceso a fuentes originales para investigar la vida de este príncipe, presta cuidadosa atención a las consecuencias personales de este entorno. No es fácil nacer y ser educado desde la infancia sabiendo que uno va a ser rey y emperador.

El príncipe Eduardo, durante los reinados de su abuelo Eduardo VII y de su padre Jorge V, creció con la carga de su nombre. Inquieto, emocionalmente frágil, inteligente pero inadaptado para los esfuerzos académicos sistemáticos, Eduardo nació para reinar y fue tratado en consecuencia. Alemán por los cuatro costados, combatió en las trincheras de la Primera Guerra Mundial –aunque menos de cuanto habría querido, por ser su vida preciosa para el imperio en la mentalidad de la época- y compartió la decisión de su padre de romper los vínculos simbólicos con su país de origen. Nacido Sajonia-Coburgo-Gotha se convirtió entonces y ya para siempre en Windsor.

No fue más que una de las muchas contradicciones de una era contradictoria. La monarquía, desde siempre distante, prestigiosa, respetada y libre, se convirtió en el siglo XX en polémica. Carente constitucionalmente de poderes vio cómo progresivamente se le exigían más y más deberes sin ninguna contraprestación. Esto, que pudo ser molesto para un hombre de otro siglo como fue Jorge V, fue decididamente explosivo para un hombre con ideas propias como fue su hijo. El libro que Actas dedica a su biografía deja claro que sus problemas personales no fueron sino una parte del problema real: ¿qué sentido tiene una monarquía sólo simbólica en nuestro tiempo? ¿Se puede impedir al rey que tenga ideas propias o vida privada, como cualquiera de sus súbditos? ¿Y cómo mantener esa ficción, cómo compensar esa pérdida de libertad, cómo dar salida a las naturales inquietudes especialmente si el hombre es capaz?

«Su Alteza Real, sabiendo tan poco de historia, seguirá creyendo siempre que en tanto realice sus deberes públicos para satisfacción de la prensa y del hombre de la calle, su vida privada es asunto enteramente suyo». La indignada opinión del secretario privado del príncipe de Gales, recogida por Romaña, fue la de muchos británicos de su época. Conservadores convencidos de la eternidad del Imperio y de la inmutabilidad de las cosas, reprocharon a Eduardo, primero como príncipe y después como rey, su amor por Wallis Simpson.

La verdadera cuestión nunca fue que Eduardo pudiese o no amar a Wallis. El debate era sobre la conveniencia de guardar las formas del siglo anterior o de aceptar que se acercaban nuevos tiempos. Los defensores de una realeza fósil se aliaron con los enemigos de toda monarquía para negar la libertad al príncipe, en nombre de una hipocresía burguesa y puritana que nunca había sido la de sus libertinos antepasados. Otros, incluyendo a Winston Churchill pero también a sir Oswald Mosley, creyeron en un imperio renovador; fortalecido por el Estatuto de Westminster y con un rey joven como Eduardo a la cabeza. Era eso, y el futuro de la monarquía, lo que se debatía, mucho más que las cuestiones personales de la señora Simpson.

Eduardo eligió ser libre –con cierto toque de eterno adolescente- y no ser emperador de opereta. Acertó en su apuesta, porque el imperio no sobrevivió a la victoria en una guerra que él no había querido. La venganza de la historia radica en que los hijos y los nietos de su sobrina Isabel II están mucho más cerca de su modo de ver las cosas que de los prejuicios victorianos. Lo que muestra una monarquía viva, algo por cierto muy de envidiar y que merece la pena ser conocido a través de este libro de Actas.

Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 25 de septiembre de 2009, sección «Libros».
http://www.elsemanaldigital.com/abdica-para-casarse-extranjera-divorciada-100674.htm