Por Pascual Tamburri, 19 de enero de 2011.
A veces se acierta al designar líderes políticos. Otras no. Pero el verdadero problema está en el mecanismo que regula la composición de la casta, no en cuestiones personales.
Hace unos días Alberto Royo Mejía recordaba en La Gaceta una frase de Alcide De Gasperi: «Hay hombres de rapiña, hombres de poder, hombres de fe. Yo quisiera ser recordado entre éstos últimos«. Ningún momento y ningún lugar mejor que la España de hoy, y en particular Navarra, para retomar la idea del famoso democristiano italiano. Los políticos, en su conjunto, tienen una imagen social mala. Hay razones para que sea así, porque muchas personas se han dedicado en los últimos tiempos a la política con objetivos de enriquecimiento, enaltecimiento o cualquier otra forma de ascenso egoísta. No es una novedad, pero la sociedad de 2011 tiene más medios que nunca para conocer a sus dirigentes, y la crisis hace que el escándalo de algunos se convierta en desprestigio para todos.
También es verdad que la generalización es injusta, al menos para los que De Gasperi llamaría «hombres de fe». Como dice Royo, «También los políticos van al cielo«. Algunos, claro. El problema social al que nos enfrentamos es saber si los mecanismos de acceso y permanencia de las personas en las tareas de dirección política benefician los intereses egoístas, marginan las vocaciones de servicio a la comunidad, a la Patria, y crean la imagen de una «casta parasitaria». Qué duda cabe, hay políticos que van al cielo; pero cada vez más españoles sospechan de los políticos, a los que, guste o no, ven como una casta.
Méritos frente a desprestigio
Los políticos tienen menos defensores (fuera de sus filas) que los mismos jueces, tan criticados. Las dudosas hazañas de Santiago Pedraz ahora y de Baltasar Garzón antes crearon la impresión colectiva de una magistratura politizada, ineficaz, corrupta, prevaricadora y, llegado el caso por razones ideológicas, políticas o económicas, aliada con los enemigos de la comunidad. Sin embargo los jueces tienen en nuestro sistema una defensa mucho más fácil. Son profesionales cualificados, con unos méritos demostrados a través de unas oposiciones que, sin ser lo que fueron, siguen siendo una relativa garantía.
Cierto es que esa garantía se la saltó el cuarto turno y la socava la designación digital de los puestos más elevados del Poder Judicial. Pero en definitiva y en general, por mucho que nos parezca lamentable lo que un juez hace o dice no creemos sistemáticamente que actúe así para conservar su puesto, para lograr uno mejor, para enriquecerse o medrar con ello, o simplemente para evitar dedicarse a su verdadero oficio, si es que tiene uno. Porque el juez es, aquí, un profesional formado para serlo y elegido por ser el mejor o el menos malo en lo suyo.
La profesionalización de los políticos es, en cambio, una de las peores impresiones colectivas que crecen entre los españoles de nuestros días. Jaime Ignacio del Burgo, que ha sido político durante décadas sin renunciar nunca a la posibilidad de ejercer su oficio, ha escrito que «no se puede descalificar a priori a todo aquel que en un momento de su existencia decide dar un paso al frente para entregarse a la política» admitiendo a la vez que la conducta de algunos políticos mientras lo son y las prácticas internas de selección, ascenso y confirmación de los políticos son motivo sobrado de lamentable descrédito. El descrédito existe, pues. ¿Por qué no encontramos el camino para destruirlo? Curiosamente la profesionalidad, que los españoles vemos como buena en los jueces, es vista como una lacra en la política. ¿Por qué? Porque en los jueces la condición profesional nace de un mecanismo objetivo de méritos, mejorable sin duda pero aceptado como tal; mientras que en los políticos, hasta las urnas, y sabiendo que las urnas no son realmente accesibles más que a través de ciertos mecanismos, no hay objetividad ni meritocracia. Y la profesionalidad política, cuando existe o parece existir, es vista como privilegio por cada vez más españoles.
Razonemos sin pasión: ¿es mala en sí misma la profesionalización de la política? ¿Implica necesariamente egoísmo, luchas cainitas, mediocridad, comportamientos bajunos y corrupción? La historia por un lado y la teoría política por otro responden lo que De Gasperi y Del Burgo, desde sus muy distintas experiencias, han sabido muy bien: no, porque hay otras opciones.
No es absurdo concebir una dirección política que, en cierto modo y grado, partiese de una selección meritocrática. Exigir de los aspirantes a gobernantes una formación y unas capacidades demostradas objetivamente no es una amenaza para la democracia, muy al contrario es una de las muchas posibles mejoras que nuestra democracia admite para seguir siéndolo. El problema de los méritos en política es precisamente la subjetividad actual en su valoración, ya que permite que el próximo sea considerado con mayor simpatía que el lejano, independientemente de las consecuencias que esa selección tenga para la comunidad política (el partido primero, y el municipio, la región y la nación después). No se trata exactamente de la búsqueda de la santidad trascendente (pues que De Gasperi muriese como un santo en opinión de Giulio Andreotti no es lo que lo convierte en un gran hombre público), sino de asegurarse dentro de lo posible de que cada puesto dentro de los partidos políticos y dentro de las instituciones esté cubierto por la persona más cualificada para él, dentro de las dispuestas a ello, independientemente de las banderías y facciones predemocráticas que caracterizan negativamente la vida cotidiana de la «casta» ante un número creciente de españoles.
Antonio García-Trevijano, referencia viva del republicanismo liberal en España, cree que sociedades que acuden periódicamente a las urnas y votan sin coacciones aparentes, en realidad aún desconocen el valor de la libertad política. Por un lado, porque la libertad individual es mucho más que eso; por otro, porque el voto ejercido a cada término de legislatura sólo da el último paso en un proceso de selección y de toma de decisiones en el que unos políticos actúan sin garantías objetivas externamente visibles. La imagen de que los políticos son una «casta» no sólo se debe a la actuación más o menos visiblemente lamentable de muchos o pocos políticos, sino también a la conciencia social de que esos hombres y mujeres no tienen un lugar mejor en el que estar y de que están donde están porque alguien los puso o los propuso, no porque siempre fuesen los mejores.
Una oportunidad histórica para solucionarlo
Me decía hace unos días en Facebook Oscar Elía Mañú que «quizá la crisis sea nuestra gran oportunidad histórica«. Sí creo que lo es para la regeneración de la vida publica, pero naturalmente las oportunidades hay que aprovecharlas, o no. Es un buen momento para exigir a nuestros políticos que sean lo que deben ser, o de colocar en su lugar a quien lo pueda ser. Este proceso, que es ante todo uno de limpieza de la imagen de los políticos, puede tener tres elementos con un amplísimo consenso social.
España necesita menos políticos: una reducción del aparato público, y muy especialmente de las Administraciones local y autonómica, debe reducir consistentemente el número de puestos políticos, y por lo tanto el número de personas que vivan de la política o aspiren a hacerlo. Además, muchas más tareas pueden ser desempeñadas por personas cualificadas profesionalmente en el curso de sus carreras; España y sus autonomías son de los pocos lugares donde las direcciones generales y miles de puestos bajo ellas son puestos para políticos, cuando podrían ser para técnicos ascendidos por méritos. Y por último, para los pocos puestos que realmente son necesariamente políticos, hay que poner y votar a los buenos, y no poner o no votar a los que no lo sean.
¿Es esto último imposible? No lo creo. No hace muchos años en España teníamos en primera fila de la política a personas que ni por inteligencia ni por patrimonio ni por formación se servían de la política, sino que objetivamente estaban en ella sirviendo y no medrando, desde Nicolás Sartorius Álvarez de las Asturias a Luis Guillermo Perinat y Elío pasando por Jorge Verstrynge o Julio Anguita. La imagen social de los políticos se ha ido ensombreciendo por las acciones de algunos, sí, pero también por la progresiva ampliación del número de candidatos que por sí mismos no eran ni son inmunes a parecer una casta de «hombres de rapiña». Afortunadamente no son todos, pueden volver más personas con aquellos perfiles, y por eso es posible conseguir que nuestros políticos vuelvan a tener mejor imagen hasta que los jueces.
Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 19 de enero de 2011, sección «Ruta Norte».
http://www.elsemanaldigital.com/blog/insumisos-contra-dedazo-politico-elijamos-casta-parasitaria-112180.html