Por Pascual Tamburri Bariain, 31 de enero de 2011.
Inglaterra ofreció al mundo en los dos primeros tercios del siglo XX una generación literaria excepcional. Todos se conocían y apreciaban, pero eran escandalosamente distintos.
Joe Randolph Ackerley, Mi padre y yo. Presentación de Javier Marías. Traducción de Rafael Ruiz de la Cuesta. Anagrama, Barcelona, 2010. 256 pp. 19,50 €
Joe Randolph Ackerley, Mi perra Tulip. Introducción de Elisabeth Marshall Thomas. Traducción de Adriana Astutti. Anagrama, Barcelona, 2010. 192 pp. 16,50 €
En la década ya larga que llevamos del siglo XX hay pocas críticas literarias casi universalmente compartidas. Una de ellas es, sin duda con no poca ayuda de la presentación en 2001, 2002 y 2003 de la versión cinematográfica del El Señor de los Anillos, así como de la más reciente de las Crónicas de Narnia y de la previa la serie de televisión (1982) de Retorno a Brideshead, el indiscutible valor de la generación de escritores británicos nacidos a finales del XIX y comienzos del XX.
Es difícil encontrar, con todos los matices que se quiera, alguien que niegue las virtudes literarias de P.G. Wodehouse, J.R.R. Tolkien o Evelyn Waugh, por sólo citar tres ejemplos de personas muy distintas vitalmente y también artísticamente. Una interpretación materialista nos diría que el ambiente del final del Imperio generó las condiciones sociales y económicas para que ellos creasen y sus creaciones triunfasen. No creo que esto baste, aunque tenga su fondo de verdad. Lo cierto es que un número desproporcionadamente alto de ingleses de esa generación, siempre de clase media y alta, siempre formados en public schools, siempre pasando por Oxford o Cambridge, siempre con una experiencia bélica en general como voluntarios en una o las dos guerras mundiales, se dieron a la escritura y lo hicieron renovando en buena medida la literatura, con consecuencias que llegan hasta nosotros.
Casi todos ellos tuvieron una experiencia religiosa intensa, a menudo católica; y una proporción aún mayor (pero no Tolkien, aparte sus cervezas) tuvo una etapa de vida disoluta en todos los órdenes y sin límites puritanos de ningún tipo (algo por otra parte heredado de la aristocracia y de la Universidad tradicionales). Una biografía conjunta de todos ellos puede dar material tanto para una obra de apologética católico-romana como para un manual escandaloso de heterodoxias nocturnas. Y a menudo encarnado en las mismas personas, por otra parte conocidas por el público por obras que en parte reflejan ese mundo y en otra buena parte nacen de su escepticismo por la decadencia que les rodeaba o de su nostalgia por lo que fue o pudo haber sido.
Pero en la descripción de esa generación olvidamos con frecuencia un nombre que ahora Anagrama ha rescatado para el público español. Joe Randolph Ackerley responde casi a la perfección al esquema básico de la generación: clase media alta, familia peculiar pero manteniendo las formas, escuela privada, Oxford, voluntario en 1914, herido, ascendido a capitán, prisionero de guerra, condecorado, libertino y escritor en la inmediata primera postguerra, colaborador en la BBC casi desde los inicios, menos autor que crítico literario, tarea que ejerció hasta su muerte en 1967. ¿Uno más de la banda? Sí y no, pues como todos los demás tuvo sus peculiaridades. Sólo que las suyas afectaron a su obra en mayor medida, hasta el punto de hacerlo menos conocido, y no por menor calidad.
En Mi padre y yo, que se publico póstumamente como casi toda su escasa obra, Ackerley nos describe su investigación, en diferentes momentos de su vida, sobre la verdadera vida de su propio padre. Sorprendente en sí misma, Ackerley la hace aún más entreverándola con su propia historia vital y sus reflexiones desde las distintas edades. No es una novela, ni una biografía, ni una autobiografía, sino esas tres cosas a la vez, y además en un estilo totalmente personal que, muy bien traducido, hace el libro de grata y rápida lectura.
¿Y por qué escandaloso? Porque el padre de Ackerley mantuvo dos familias a la vez, con dos parejas y dos series de hijos, en mutua ignorancia unos de otros; y porque tuvo una vida sexual amplísima y aparentemente muy variada desde su adolescencia hasta su muerte, conectada además con su éxito como burgués, y manteniendo al mismo tiempo ciertas formas victorianas. Divertido, aleccionador y maravillosamente contado por Ackerley, y sólo eso lo haría digno de la lectura.
Pero es que además Ackerley cruza su historia con la de su padre. Y Ackerley, como buena parte de sus coetáneos tuvo experiencias homófilas en su juventud, pero a diferencia de casi todos los demás fue homosexual toda su vida y aplica todo su saber literario a contarnos sin tapujos sus sentimientos, su evolución, sus ilusiones y desilusiones, de una manera que lo coloca tanto en estilo como en crudeza a la altura de un Pier Paolo Pasolini. Siempre a la búsqueda de un Amigo Ideal y condenado por la vida a una soledad sólo interrumpida, Ackerley se nos muestra como un enamorado, sí, del placer, pero sobre todo de una amistad y un amor idealizados y sólo en parte sustituidos por la amistad real de los amigos reales. Puede escandalizar –creo que no debe hacerlo a hombres maduros- pero merece conocerse, y ayuda a entender todo un mundo que ya no existe salvo en papel.
Una verdadera amiga inesperada
La vida es muy dura con quienes aman el amor o idealizan la amistad, porque se presenta como una sucesión de decepciones y pérdidas. Las cicatrices de esas heridas terminan por hacer aceptable lo que años antes habría parecido ridículo o imposible, y la literatura, especialmente la inglesa, está llena de delicadas narraciones nacidas de esas mutaciones sentimentales. Amor y sexo entre quienes antes no habría podido ni mirarse por clase, por edad, por aspecto o por cultura; amistad y afecto entre quienes en otro contexto ni se habrían conocido. Estoy convencido de que dentro de un siglo se describirá nuestra época como una multiplicación de esto mismo, porque Internet está permitiendo relaciones en otro caso insólitas. Pero Ackerley, por suerte o por desgracia para su vida sentimental en todos los órdenes, no conoció la red.
Inesperadamente conoció, y poseyó, una perra, un pastor alemán llamado Tulip. Un Ackerley ya maduro y de vuelta de muchas cosas seguía considerándose lo contrario de un amante de los perros. Tulip sin embargo cambió su vida, entró en ella casi por azar, convivió con él dieciséis años y cambió su vida social e incluso la sentimental. Mi perra Tulip ha sido descrita como la mejor descripción del amor por los animales domésticos, y probablemente lo sea en el siglo XX. Ackerley volcó en Tulip su capacidad de apreciar, cuidar y entender a alguien radicalmente distinto, y a cambio recibió una lealtad, literalmente, canina.
Muestra cumplida de la calidad de la prosa de Ackerley, este libro es también en cierto modo autobiográfico pero es, sobre todo, una introspección enormemente luminosa para quien, como el autor, vea pasar la vida sin encontrar el sentido sentimental que deseó o que fue educado para tener. Brillante, casi a la par –aunque no totalmente, y muy distinto en todos los sentidos- de La espada del honor de Evelyn Waugh.
Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 31 de enero de 2011, sección «Libros».
http://www.elsemanaldigital.com/cara-oculta-generacion-tolkien-waugh-wodehouse-112418.htm