Por Pascual Tamburri, 29 de febrero de 2012.
El duque de Palma se ha implicado en un escándalo que afecta al prestigio de la institución. La izquierda pide la república, y sólo el centroderecha defiende a los Borbones.
Ahora mismo lo que menos importa a los españoles son las decisiones del juez Castro sobre el futuro de Iñaki Urdangarín. La gente, en lo que ahora se ha dado en llamar «pena de telediario», ya tiene una opinión ampliamente compartida sobre el duque de Palma y sus actividades. Una opinión negativa, condenatoria y difícilmente reversible, que es independiente de su posible condena o de su probable absolución. Para cualquier español de la calle, con escasas excepciones, la conducta del marido de la Infanta Cristina no fue la adecuada, los movimientos de sus empresas no son aceptables y las cosas no se han hecho como se deberían haber hecho.
Lo curioso del asunto es que la familia reinante ha conseguido una vez más, como sólo ella ha sabido hacer en los últimos siglos, que españoles de todos los orígenes, niveles, clases, regiones, ideas y facciones estén de acuerdo en una opinión, y que ésta sea negativa. Republicanos y monárquicos, izquierdas y derechas, revolucionarios y nostálgicos, de todo hay formando esa heterogénea e indiscutible mayoría que, además de condenar al duque, sospecha de la Infanta, no cree que el comportamiento general de los Borbón haya sido siempre el adecuado, dadas las circunstancias, y no parece dispuesta a dar al Príncipe de Asturias el mismo crédito del que en su tiempo y también después ha gozado el antes Príncipe de España.
Fernando en Bayona. Cuando en 1833 murió Fernando VII tuvo la dudosa habilidad de hacerlo indispuesto por una razón u otra con casi todas las fuerzas políticas, sociales y culturales existentes en el país. Todos, liberales y absolutistas, patriotas y afrancesados, si en algo coincidían es en haber sido maltratados por un hombre que había gobernado para sí, para su fortuna y para su familia, con la astucia de conservar el poder aunque fuese perdiendo un Imperio. Entre el servicio a España y el servirse de ella, retórica y propaganda aparte, el rey de Bayona nunca tuvo dudas en sus prioridades. Y a pesar de todo hubo hasta el final quien le fue fidelísimo, quizá más en nombre de la institución y de su pasado que del titular de la corona o de su dividida familia.
Contra Isabel en Ostende. Su hija Isabel II reinó, de un modo u otro, entre 1833 y 1868, y en 35 años de reinado (que eran sólo 38 de vida hasta entonces) no sólo no respondió a las ilusiones de unidad y resurgimiento que en ocasiones despertó sino que se enajenó poco a poco las simpatías de las que gozó en distintos momentos. Liberal por decisión de su madre (y también de los amores y negocios de ésta), partió con la hostilidad de los carlistas y tradicionalistas de todo tipo. Divididos los liberales, progresistas, unionistas, e incluso muchos republicanos y también conservadores, estaban de acuerdo a finales de los años 60 del siglo XIX en que los Borbones eran parte del problema y no podían ser parte de la solución. Hay que tener en cuenta que eran personas con grandes enemistades entre ellas, pero firmaron el Pacto de Ostende acordando que tras el destronamiento de la reina España merecía una nueva dinastía, una que respetase la Constitución y las leyes y que no se considerase por encima de ellas.
Contra Alfonso en San Sebastián. Lo dijo el viejo conde de Romanones, los Borbones siempre vuelven. Lo cierto es que en 1876 volvieron. Y fue precisamente un nieto de Isabel II, Alfonso XIII, el que creyó que en el siglo XX también todo les estaría permitido, en política y fuera de ella. El resultado de su presunción, de sus errores, de su vanidad y de su miopía política fue la II República y, después, una guerra civil que aún recordamos. En 1930, cuando los republicanos firmaron su Pacto de San Sebastián contra el rey, la mayor parte de la derecha, sin ser republicana, no estaba dispuesta a luchar por un rey cuya palabra valía poco y al que interesaban más la caza y los amoríos que ciertos problemas de todos. De manera que el hijo póstumo de Alfonso XII murió en el exilio sin que hubiese ningún lamento popular. Y no, no murió en Roma (en 1941) por ser un demócrata antifranquista, dos cosas que ni él ni su hijo que nunca reinó fueron. Estaban en el exilio porque ni los españoles pedían su vuelta ni la dictadura quería más problemas en un país en el que grandes partes de los dos bandos coincidían sólo en rechazar esa monarquía. El único tesoro político que heredó el infante Juan de Borbón fue el profundo sentimiento monárquico de Francisco Franco.
Y ahora, Iñaki en Palma. Instaurada la monarquía por Franco, democratizado el Estado por Juan Carlos I, los Borbones reinaban sin ningún problema demasiado público del tipo de los ya padecidos. Y ahora esto, y encima en un país harto de sus políticos, empobrecido y frente a una realeza sin el halo de distancia y misterio de la tradicional. No es un episodio más de la ya caduca y acabada batalla en torno a la monarquía liberal. Es difícil negar la habilidad política a corto plazo de estos descendientes de Luis XIV; es imposible no ver en la historia reciente, en muchos de ellos, una explosiva carga de codicia, egoísmo, desprecio por muchos en especial por los más leales, confusión de lo familiar y lo nacional y nula visión política a largo plazo. Es curioso lo bien que se ha integrado Iñaki Urdangarín en la familia de su esposa, aunque sin la discreción que quizá sólo los siglos dan. Junto a esa mala suerte, don Juan Carlos puede estar contento de la torpeza e impresentabilidad (por sectarismo izquierdista) de nuestros republicanos. Como lo de Palma de Mallorca consiga hacer hostiles o aún más indiferentes al centro y la derecha, esas cuentas en el extranjero podrían ser de verdad útiles.
Tampoco sería la primera, ni la segunda, ni la tercera vez.
Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 29 de febrero de 2012, sección «Ruta Norte».
http://www.elsemanaldigital.com/blog/urdangarin-bayona-ostende-sebastian-palma-120056.html