Por Pascual Tamburri, 24 de septiembre de 2012.
Benedicto XVI predica paz y unidad en Beirut. Los catalanistas han impedido que se celebre el aniversario de una intervención de otro Papa, en la que Cataluña confirmó cómo era España.
Benedicto XVI ha intervenido profundamente en la política mundial a viajar a Líbano en medio de una guerra, con la rabia desatada por una película antimusulmana y justamente cuando se cumple el aniversario de una gran masacre, la de Sabra y Chatila. Se reprocha al Papa esa intervención, al colocarse en medio de un conflicto largo, complejo y con perspectivas de enquistarse y empeorar; y de hacerlo predicando a todas las partes, políticas y religiosas, el mensaje cristiano de paz, unidad y concordia. Benedicto XVI no hace en realidad más que lo que como cabeza de la Iglesia le compete, que es predicar la verdad y las consecuencias sociales de ésta.
Hace seis siglos, en un centenario que nuestra clase política ha preferido olvidar (a diferencia del de la Constitución de Cádiz en 1812 y del lamentable espectáculo provinciano de la Navarra de 1512, las Navas de Tolosa de 1212 y el Compromiso de Caspe de 1412 se han alejado de la opinión pública), otro Papa, también llamado Benedicto, intervino en política y lo hizo en el mismo sentido pacificador y unitario. Los catalanistas en general y los regionalistas en general no aprecian el resultado de la acción política del Papa Luna; y sin embargo ocultar la verdad o manipularla no la anula, salvo en la memoria de las generaciones más manipuladas.
El reino de Aragón y los condados catalanes se habían unido cuando, a la muerte de Alfonso el Batallador en 1134, Pamplona y Aragón quedaron sin heredero directo y fueron llamados por la nobleza aragonesa Ramiro II el Monje y luego su hija Petronila, prometida desde niña al conde de Barcelona Ramón Berenguer IV. No había habido hasta entonces y nunca hubo después, por supuesto, un reino de Barcelona ni de Cataluña, y los reinos orientales de España –a Aragón se unieron Valencia y Mallorca desde Jaime I, el reino de Sicilia y el de Cerdeña desde la herencia Hohenstaufen y las Vísperas Sicilianas, con la lógica precedencia formal sobre los condados catalanes- tuvieron su propia y única casa real, estrechamente emparentada con las demás de la Península. Tal fue la gloriosa Corona de Aragón, una singular construcción política de la Europa medieval, a la que nunca nadie soñó en su tiempo con llamar «confederación catalanoaragonesa» ni nada parecido.
En 1409 murió Martín el Joven, rey de Sicilia (al que dedicó páginas y palabras inolvidables nuestra querida Maria Rita Lo Forte), heredero de Martín I de Aragón. Quedaba la Corona sin sucesor directo, y abierta una disputa entre los varios candidatos, a los que con mejor o peor derecho apoyaban los estamentos, las instituciones, los reinos y los condados, de manera que todo hacía prever la guerra civil y la ruptura violenta y dramática. El rey Martín murió sin dejar nombrado cuál de sus parientes tenía mejores derechos a la sucesión, lo que abría la puerta a lo peor, incluyendo la secesión y la guerra civil.
Fueron la prudencia de algunos juristas y clérigos de los diferentes reinos, el miedo de los más sensatos a perder los frutos de la unidad y la paz, y la intervención de la Iglesia sin ningún disimulo, los que llevaron a un singular arreglo jurídico y político. En la Concordia de Alcañiz representantes de todos los reinos y partes de la Corona acordaron que tres representantes de las Cortes de cada una de las tres partes principales (las peninsulares, lógicamente) votaría, conforme a un elaborado y cuidado protocolo cuál de los candidatos tenía más derecho a la sucesión. No se trataba de «elegir» rey, sino de determinar quién tenía mejor derecho.
Así se ve en el acta del Compromiso de Caspe, de 25 de junio de 1412, donde los nueve –aragoneses, catalanes y valencianos- proclamaron rey a Fernando de Trastámara, que había sido regente en Castilla y que era también nieto de Pedro IV el Ceremonioso de Aragón. No es exacto que en él se uniesen las dos casas reales, es que los reyes de Aragón y de Castilla formaban ya una única familia real española, íntimamente emparentados, y él era el más cercano pariente al rey muerto –con la única, posible y sorprendente excepción de su sobrino, el mismo rey de Castilla, que no se consideró candidato.
Un infante de Castilla fue proclamado por nueve súbditos de todos los estamentos y reinos aragoneses, y después por las tres Cortes y por los restantes reinos, rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Sicilia, Cerdeña, conde de Barcelona y todo lo demás. Fernando I fue padre de Juan II, rey de Navarra (y de Aragón después), abuelo de Fernando el Católico y tío abuelo de Isabel la Católica. Benedicto XIII, al promover en Caspe (y allí estaba gente tan poco sospechosa como san Vicente Ferrer) esta solución de paz, de unidad y contraria a los intereses egoístas de algunos grupos privilegiados, no sólo construyó la paz para la Corona de Aragón sino que sentó las bases del reinado de los Trastámara en toda España y de la unificación política de toda ésta, por lo demás cultural, social y religiosamente ya una sola realidad. La consecuencia no tan remota del Compromiso de Caspe fue, por tanto, la construcción de la monarquía católica que, en teoría, aún perdura de algún extraño modo.
Los que reprochan a Benedicto XVI ahora su intervención libanesa a favor de la verdad, la paz, la unidad y la concordia son, en buena medida, los mismos que ocultan la realidad histórica del Compromiso de Caspe –un modelo de acción pública cristiana-. Allí Cataluña y los catalanes actuaron como lo que eran y confirmaron su rumbo; algo que quizá no guste a Artur Mas, y quizá alguien prefiera, a seis siglos de distancia, que hubiese habido una brutal guerra civil y una desunión. Pero la historia es la que es y las obligaciones de un Papa (y de quien diga seguirle) también.
Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 24 de septiembre de 2012, sección «Ruta Norte».
http://www.elsemanaldigital.com/blog/papa-hace-politica-como-hace-anos-aunque-quiera-124330.html