Weimar, mon amour; o de qué polvos vienen los lodos de Urkullu y Mas

Por Pascual Tamburri, 1 de octubre de 2012.

En la Transición se tomaron decisiones que crearon la España autonómica, y algunas otras que ahora pagamos con una crisis más cultural, política y social que económica. No nos engañemos.

Acaba de cumplir ochenta años Adolfo Suárez, duque de Suárez, ex Ministro Secretario General del Movimiento Nacional, ex Presidente del Gobierno. Unos pocos días antes murió Santiago Carrillo y entre los pésames más conmovedores estuvo el de Adolfo Suárez Illana, pues el fracasado ex líder del PP manchego se ha erigido en portavoz y memoria de su padre. Todo fueron alabanzas para el comunista fallecido y todo son loas para el centrista lamentablemente indispuesto. Ambos protagonizaron, de diferente modo, en diferente grado y con diferente responsabilidad, la transición política que convirtió el Estado español, sin destruirlo ni renunciar a su continuidad pero transformándolo radicalmente, en democrático. Podría haberse hecho de otros modos, por otros caminos, con otros matices, con muy distintos límites; en la Transición se tomaron decisiones. Aquellas decisiones condicionan la historia de España, sus instituciones, su economía, su sociedad y su cultura hasta el día de hoy. Admitamos al menos que, pudiéndose haber hecho las cosas de otro modo entonces y no yendo las cosas exactamente bien ahora, se puede discutir el acierto de los protagonistas de aquel proceso. Ninguno de los cuales, que yo sepa, ha sido aún canonizado.

España tenía en 1977, o mejor dicho los partidos políticos democráticos aseguraban tener, un problema regional. Se diseñó una forma de Estado profundamente descentralizada, mucho más que cualquier Estado federal diga lo que quiera el profesor Pérez Rubalcaba. Descentralizada y además asimétrica, pues no todos los españoles ni todas las regiones eran tratados igualmente. A aquellas concesiones constitucionales siguieron muchas otras estatutarias y posteriores. El resultado ha sido un agravamiento del problema y su conversión en un problema nacional (además de la multiplicación de las castas caciquiles periféricas, corruptas, caras e ineficaces por definición). No creo que puedan elevarse a dogma de fe la perfección ni la irreversibilidad de las decisiones que aquellos señores tomaron y nuestros padres votaron en 1978.

¿Lo dudan ustedes? El 21 de octubre votan las tres provincias vascas, con la certeza de una mayoría nacionalista y la probabilidad de un peso extraordinario del brazo político del terrorismo. Después, el 25 de noviembre, votan las cuatro provincias catalanas, con un Gobierno regional que pide la autodeterminación. Magnífico panorama. ¿Serían mucho peores las cosas sin concesiones en 1977 y desde entonces a un nacionalismo que no ha hecho más que nutrirse y reforzarse con lo que se le daba para apaciguarlo? ¿No existía la opción de construir una democracia como la francesa, por ejemplo, centralizada y no por ello menos democrática?

Es cierto, pese a la docta opinión del constituyente centrista (amén de frustrado político y vasquista converso) Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, la Constitución no es confederal ni admite más que una nación soberana e indivisible. Pero el Título VIII es en varios puntos impreciso, ambiguo, manipulable y muy mejorable, si no directamente derogable. Del mismo modo que en 1978 se creó una palabra nueva, «nacionalidad«, para hacer una concesión comprensiva, «moderada«, centrista en suma, hoy que se habla sin pudor de modificaciones constitucionales agravadas podremos hablar de una modificación en la dirección contraria a la que el centrismo impuso entonces, sin frutos demasiado gloriosos que veamos.

Juan Luis Cebrián pide «un perfil bajo que no irrite los ánimos«. Pero esta postura que siempre fue la de El País cuando no gobernaban los suyos, siempre ha sido la oficial desde antes de la aprobación de la Constitución. Y aunque para Prisa ha corrido paralela a la construcción de un gran grupo de dinero y poder, para España no ha supuesto ni más unidad, ni más libertad, ni más paz, ni más grandeza. El perfil bajo del centrismo, que en cambio no se pide a la izquierda cuando gobierna e impone su radicalismo político, cultural, social y económico, no ha servido para lo que se suponía. ¿Por qué hemos de suponer que si nos ha traído hasta este punto nos va a sacar de él? Adolfo Suárez, un político profesional básicamente huero de formación doctrinal seria, fue un maestro en el juego de las palabras, de las imágenes y de las voluntades. Pero no saldremos de ésta simplemente por querer, ni simplemente por imponer la verdad oficial de que el proceso constituyente y su gestión centroide fueron aciertos sin matices.

Federico Quevedo profirió un perfecto oxímoron al hablar del «el pensamiento de Suárez«. Lo que distinguió en su acción pública al expresidente fue su falta de pensamiento político (lean las cosas que Manuel Fraga dijo y escribió al respecto) y su voluntad de poder. Eso fue entonces su «centro«: una firme voluntad de conquistar y mantener el poder, por parte de un grupo heterogéneo de personas y corrientes, unidos más por esa voluntad y por la convicción de que sus votos podían ser obtenidos al menos en gran parte en la derecha sociológica que por ningún principio permanente. Y justamente eso permitía cualquier concesión, antes, durante o después de la Constitución… sin pensar en qué podía pasar treinta años después. No sólo con las autonomías regionales, por cierto. De aquellos polvos vinieron, queramos o no, muchos de los lodos de hoy.

El acierto constituyente no fue precisamente centrista, sino de todos los que iniciaron el proceso ya antes de morir Franco (jurídicamente Torcuato Fernández Miranda, políticamente Manuel Fraga Iribarne, y muchos más hoy olvidados u ocultados): ir hacia una España moderna y democrática, políticamente plural, con una economía de mercado, integrada en el mundo occidental pero sin negar la permanencia de la Nación ni destruir el Estado sino utilizando sus instituciones y manteniendo sus estructuras (y bien visibles están muchas de ellas, de la Corona a la Seguridad Social, de la Administración civil a los Ejércitos). Ese proceso no sólo permitía sino que requería determinados límites, garantías de convivencia y de futuro. Había que elegirlos. Puede decirse que algunos, o muchos, se eligieron en función de coyunturas políticas inmediatas o de intereses ideológicos a los que se concedía el privilegio de chantajear con éxito al resto del pueblo español. Había otras posibles «líneas rojas». Sacralizar aquellas decisiones y a quienes las tomaron no muestra ni un buen conocimiento de las capacidades y metas de los protagonistas ni una buena observación de las consecuencias que vivimos en la situación actual.

Hay algo importante que entonces no se recordó más que en alguna frase de la Constitución y que hoy se olvida a menudo: la Constitución, con la negociación partitocrática previa y la voluntad popular que la aprobó, no creó la nación. Al revés, es una emanación de ella, y las instituciones reconocen esa unidad indisoluble que se comprometen a defender por medios bien precisos. Ninguna modificación constitucional que no sea revolucionaria (con la ruptura completa del Estado y el olvido del mayor acierto de 1978, la continuidad), independientemente de qué mayoría de políticos, de votantes o de provincias digan lo que quieran, puede cambiar eso, que es causa y no consecuencia de la Constitución. No queremos inmovilismo con fin en sí mismo, pues «no queremos ser momias permanentemente inmóviles con la mirada siempre puesta en el mismo horizonte». Pero sí se han de marcar, para que todos los sepan, esta vez sí, los límites infranqueables para la vida y la prosperidad de la Nación.

Treinta años después, las cosas no van bien. Muchas opciones de entonces se han ido demostrando o se demuestran ahora, sencillamente, erróneas si las consideramos en función de lo permanente (aunque hayan dado jugosos beneficios de distintos tipos a unos o a otros). En esta España desorientada y acobardada, dividida y empobrecida, es inevitable que nos vengan a la mente las escenas de aquella democracia, que se consideró y fue considerada ejemplar, modélica, triunfal, la Alemania de Weimar. Una Alemania democrática, con un poderoso Centro, con partidos vigorosos… con desorden en las calles, con turbas violentas e impunes, con seis millones de parados, con grupos antisistema, con una crisis económica que disolvía el orden social y el político. Da miedo hablar de Weimar, y aunque la crisis económica es muy distinta y la política completamente diferente (pues no había allí ciertamente un problema separatista), sí es verdad que se trataba de unas instituciones debilitadas, deslegitimadas en medio de un pueblo que perdía la esperanza y que estaba dispuesto a buscarla casi a cualquier precio. La desesperanza, con un pueblo que no se siente respondido y con muchos políticos que parecen ir más a lo suyo que a lo de la gente. Y eso, también, aquí y allí, hace ochenta años y hace treinta como hoy, es centro.

Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 1 de octubre de 2012, sección «Ruta Norte».
http://www.elsemanaldigital.com/blog/weimar-amour-polvos-vienen-lodos-urkullu-124469.html