Por Pascual Tamburri Bariain, 14 de febrero de 2013.
Publicado en La Gaceta.
Llevamos más de dos siglos creyendo no sólo que somos distintos sino que además somos peores que otros europeos, y que una parte esencial de esa diferencia y de esa inferioridad es nuestra aparentemente eterna división en “dos Españas”. Luego nuestros historiadores, nuestros periodistas y nuestros políticos han hecho el resto: para explicar los problemas del presente han recurrido a supuestos errores del pasado, elevando a categoría permanente a celtas e íberos, agramonteses y beamonteses, colegiales y manteístas… como si fuesen querellas precursoras de las de liberales y carlistas, rojos y azules, izquierdas y centro (derecha en España no hay).
Hace unos meses, en una nueva biografía de Pedro I el Cruel, Arsenio e Ignacio Escolar retomaban el viejo lugar común: “En estos dos estratos sociales enfrentados [ciudades y alta nobleza] se puede ver el germen de las dos Españas. Una, la de los comunes y la baja nobleza: las villas y ciudades de los fueros, los campesinos, los artesanos y los comerciantes. La otra, la de los ricos-homes: la alta nobleza y el poder eclesiástico, los grandes terratenientes que vivían de la explotación y la extorsión de las clases más bajas y de los privilegios que obtenían de la Corona con las armas”.
¿Dos Españas? Probablemente muchas más, pero no eternas ni de “buenos y malos”. España es plural como todas las naciones, y es más que llamativo que muchos españoles de todos los colores crean hoy que la división en dos y la miseria moral están “grabadas en nuestro ADN desde los tiempos del Cid”. Si algo hace española a España es su unidad –que no uniformidad- identitaria desde la gloriosa fusión de Roma y sus conquistados, de los hispanos y los godos, de los cristianos entre sí contra la invasión magrebí, y así sucesivamente. Una, por muchas que sean las disputas.
Por Pascual Tamburri Bariain, 14 de febrero de 2013.
Publicado en La Gaceta.