Erotismo, o el arte secreto del sexo y de lo más prohibido

Por Pascual Tamburri Bariain, 26 de julio de 2013.

El puritanismo impuso una apariencia de moral sexual rígida. Nada que ver con la noble trasgresión pícara de nuestros clásicos. Pese a la confusión progre, han surgido grandes autores.

William S. Burroughs. Queer. Edición definitiva del 25° aniversario. Introducción y notas de Oliver Harris. Traducción de Marcial Souto. Anagrama, Barcelona, 2013. 200 pp. 16,90 €.


Sasha Grey. La Sociedad Juliette. Traducción de Nuria Salinas Villar, Verónica Canales Medina y Ana Alcaina Pérez. Grijalbo – RHM, Barcelona, 2013. 304 pp. 17.90 €. E-book 9.99 €

Nos decía hace unos pocos días Alberto, cenando con su familia, que la parte más interesante del entorno erótico es el amor por la belleza, el enamoramiento de la belleza pura. Supongo que no hace falta ser Sócrates ni Aristóteles, ni tampoco el emperador Adriano, para ver la complicada y eterna relación entre la atracción entre los hombres, la belleza concreta y la abstracta percibidas con una sensibilidad especial, una particular disposición a lanzarse a los abismos de la vida pese al ambiente corrección social y, como síntesis de todo ello, una veta especialísima de la creación artística y literaria.

Toda la tradición narrativa y poética occidental, pero más aún la contemporánea, está cuajada de ´malditos´. No sólo ni mucho menos de homófilos, y no hace falta volver atrás a Epicuro y ni siquiera al marqués de Sade. La clave de arco de todo un sector literario es que, en la medida en que el autor y sus lectores juegan al borde del área de lo socialmente admitido en cada momento, o directamente están fuera de lo socialmente aceptable, tienden a forzar también las formas y el estilo literario. Descartando lo vulgar y simplemente pornográfico, qué sería de las letras de Oscar Wilde sin sus refinados (y a menudo prohibidos) gustos, por los que pagó y no poco en sus propias carnes. Qué habría sido del mismo William Golding, décadas maldito por su trasfondo y sus sugerencias y ahora lectura obligatoria en las escuelas inglesas. Quién conocería a Allan Sillitoe, y qué se habría hecho de las reflexiones y aventuras de su corredor de fondo.

No es ningún secreto que muchos pensamos que Evelyn Waugh es de los mejores retratistas de la derrota y decadencia de Europa en el siglo XX. Si La Espada del Honor se refiere a la parte política y militar, Retorno a Brideshead abre la herida en lo cultural, lo social y también lo sexual. Pero con una magnífica prosa, con una exquisita elegancia, sin necesitar ni una mala palabra para sugerir y hacer ver hasta lo más condenado. De hecho, la diferencia entre Waugh y William S. Burroughs –aparte país, formación y edad- está justamente ahí: lo que el inglés sugiere el norteamericano lo hace explícito, se regodea en ello. No es que en Brideshead haya menos vicio en todas sus formas, es que es otro tiempo de la literatura y de la vida de nuestra cultura. Burroughs tuvo la desgracia de tener un pie en cada era, de modo que sintió la necesidad de expresar en Queer lo que veía, vivía, palpaba o deseaba, en drogas, en sexo, en alucinación, en negación de toda regla y de todo límite, mientras que poco antes Waugh, sin cerrar los ojos a nada de todo eso, había empleado recursos literarios y estilísticos bien distintos.

Nuestro tiempo es el de William S. Burroughs. Ya no vale la sugerencia, y el mismo Queer que no se pudo publicar en su primera versión (1952) es hoy una obra de culto, porque es una gran narración y un gran retrato de todo un mundo que no por ocultarlo dejaba de existir. Entendámonos: el escándalo entre los bienpensantes de Queer no es más que simple hipocresía. Naturalmente que no es una obra para menores, ni para monjas de clausura; tampoco lo son los cuentos de Canterbury, ni el Decamerón, ni La Celestina, ni Brideshead. Lo que William S. Burroughs sufrió fueron las dudas de toda una generación. A él le habían hablado de libertad, y la usó, en su vida y al escribir; luego resultó que no había tal libertad, o que al menos no había libertad de contar y de relatar y de proponer. Burroughs es protagonista de su mismo relato, una navegación en los límites de la civilización, sin reglas, sin ataduras. Digamos que Lee y Allerton están al otro lado de la línea de Sebastian Flyte, no por lo que hacen y desean y viven sino por cómo lo hacen y sobre todo por cómo se cuenta. Esto no hace de Burroughs un escritor menor o un indeseable, sino que hace a Queer atractivo para otro tipo de público pero no precisamente una literatura menor.

Queer es un relato moderno e impúdico del amor prohibido o no querido, del vicio que siempre crece y exige más, del escándalo, de la vergüenza. Como pecador consciente, William S. Burroughs se ríe y se sonríe de sí mismo y de su mundo, y se coloca en un inframundo que inventa y en el que sin embargo sigue imperando la búsqueda y el anhelo de la felicidad, del amor, del placer y… de la belleza. No con las formas de la aristocracia europea, sino con las de la alta burguesía yanqui, pero con su versión impúdica de la exquisitez que en otras latitudes se basaba en la sugerencia. Puede gustar más o menos, pero es difícil entender la posición del deseo en la cultura del siglo XXI sin leerlo; y esto lo decimos en un país en el que todo parece ser legal, legítimo, deseable y estimulado, todo menos lo tradicional.

Ha habido más pasos tras Queer, cómo no. Otra cosa es que hayan sido pasos que hayan enriquecido nuestra cultura. Porque lo que ha sido bueno durante milenios para una elite no necesariamente lo es para la masa, para la mayoría o para todos. Obviamente esto es hoy un escándalo sólo si se piensa y no digamos si se dice, peor no deja de ser verdad. Las formas superiores de belleza y de placer no han nacido para ser entendidas, y menos disfrutadas, por todos. De hecho, por el simple hecho de abrirse a todos y de hacerse universales dejan de ser superiores y exquisitas, qué le vamos a hacer. Antinoo no es un modelo universal de conducta, no pretende serlo; y hasta el siglo XX, sin necesariamente decirlo, Occidente ha tenido varios patrones morales, del mismo modo que ha tenido a la vez varios patrones estéticos. El drama que ha vivido la generación anterior a la nuestra, la de Queer, y ahora sólo recogemos, es la democratización y universalización de todo. Aparte de para quien quiera la descomposición de esta cultura y quien quiera hacer grandes negocios a la vez, qué sentido tiene extender a todos, grandes y chicos, las sensibilidades que por definición sólo unos pocos son capaces de tener y de disfrutar. Seguramente la generación siguiente tendrá que dar una respuesta a este problema del que Burroughs se refugia con la química; y no descartemos que termine en un puritanismo del signo que sea, como ya se apunta en la universalización de las drogas y en la imposición de la ideología de género sin alternativa.

Quizá la mejor secuela actualísima del amor y sexo brutalmente realista de Queer la encontramos en la sociedad secreta de Sasha Grey, en la que todo es posible. ¿Por qué tiene sentido, y un doble punto de humor e ironía, La sociedad Juliette de Grey? Ante todo, porque supuestamente ya vivimos en una sociedad sin inhibiciones, donde por tanto las fantasías sexuales o de cualquier tipo no precisan del secreto, del misterio, de la privacidad o de la elegancia de la sugerencia, porque ya son «libres e iguales». ¿O quizá no? Y por otra parte, lo que Grey descubre es que precisamente la restricción, lo oculto, lo que no es para todos ni llega a todos ni todos conocen ni todos pueden entender o disfrutar, tiene un placer añadido, que se perdería al perderse el secreto, la restricción. Con Grey, si leemos sin cuidado, tenemos una divertida y sugerente novela erótica, o más que eso. Si nos paramos a pensar, tenemos además una reivindicación de la diferencia, de la elite, de la liberación sólo para quien puede llegar a ella. La Sociedad Juliette corre tres riesgos: el de disgustar a los puritanos de ayer, de hoy y de mañana, de aquí y de allí; el de disgustar a los igualitarios uniformistas y progres de nuestro gris presente; y en tercer lugar el de gustar a los jóvenes de cuerpo y alma de hoy, con cabeza e inquietudes, que descubran que el verdadero placer, de todo tipo, está quizá más en la trasgresión que en la extensión masificada e informe de todo a todos.

No todos pudimos ser lord Sebastián Flyte, ni podemos (o debemos, o queremos) ser Lee o Allerton o Catherine. Por la misma razón que no todos somos ni Boccaccio ni Luis XIV. Quizá sólo, conociendo la inmensa potencia de la belleza, somos como el capitán Charles Ryder o Guy Crouchback y nos limitamos a servir en el Cuerpo de Alabarderos que nos toque, con el estilo al que podamos llegar. Que no es poco, además.

Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 26 de julio de 2013, sección «Libros».
http://www.elsemanaldigital.com/erotismo-arte-secreto-sexo-prohibido-130384.htm