Por Pascual Tamburri, 27 de enero de 2014.
Mientras se va Mayor Oreja, Europa se empeña en burocratizar algo milenario como los vinos. Sin recordar su larga y simbólica historia como nexo entre los pueblos de nuestra cultura.
Tras un consumo grande pero decreciente las pasadas Navidades, Bruselas lanza en 2014 un nuevo Programa ´de apoyo al sector vitivinícola´, que mantiene en lo esencial las ayudas al viñedo e introduce, con la natural confusión que su origen impone, nuevas medidas a la transformación y comercialización del vino. A la vez, y para mayor desorden, entra en vigor la nueva Política Agraria Común, en la que el relativo éxito del viejo MAPA vendrá matizado por las diecisiete políticas (divergentes) regionales. Un Real Decreto regula ya la aplicación de la norma vitivinícola en España, ahora las Comunidades deciden cómo desarrollar el decreto, y luego los Consejos, Denominaciones y suma y sigue.
Imagínense lo que todo este vaivén, con su papeleo burocrático y chanchulletes adjuntos, publicidad, ferias, campañas, estudios y blablabla supone para un agricultor. Un agricultor al que ya desde antes de entrar formalmente en lo que ahora llamamos Unión Europea los políticos empezaron a enseñar que podía ser más rentable producir menos y peor, o que en definitiva se podía cobrar por no producir. Vamos a decirle que puede cobrar por arrancar sus viñas y, con ciertos matices papeleros, que cobrará también por plantar nuevas viñas. Absurdo, sí, pero real. Como si las vides, o el trigo, o el ganado, pudiesen ponerse en Europa a la par de la industria sin alma o de los partidos de negocios o de las multinacionales sin moral.
Un estudio reciente de la Universidad de Pennsylvania explica con un ejemplo clarísimo por qué la agricultura, y mas la viticultura dentro de ella, no puede ser tratada en Europa como si se tratase de una actividad más. Su importancia no se puede medir en euros, en cálculos financieros ni en especulaciones globales, sino en identidad, en personalidad, y en siglos de vida en común. Resulta que las vides de la Champaña francesa, las únicas variedades con las que se puede elaborar –y sólo en esa región- el champagne con derecho a llamarse así, tienen la misma base genética que algunas variedades vitícolas de la Toscana italiana. Habría una base común que se podría situar entre 500 y 400 aC, y todo lleva a pensar que viajeros, comerciantes y emigrantes etruscos llevaron a lo que hoy es Francia el gusto por la uva y el vino y todo el saber necesario para producir racimos y transformarlos en el néctar de los dioses.
Hasta qué punto ese nexo europeo transfronterizo y milenario es importante nos lo dice el sentido común. Europeos del centro de Italia, etruscos antes de ser conquistados por Roma y latinizados, hablando una lengua sagrada y misteriosa que aún hoy no sabemos descifrar y compartiendo gran parte de nuestra base espiritual y cultural aún viva, llevaron su cultura y sus genes –y los de sus vides- al centro de lo que hoy es Francia. Una región cuya cultura hasta hoy arraiga sobre aquel contacto, anterior a la llegada de los galos y obviamente de los francos. ¿Para producir champán necesitamos acuerdos políticos o más bien conocer nuestra identidad? Quizá –véanse las decisiones, véanse los abandonos, como si Europa fuese cosa de De Gasperi más que de Eneas– alguien esté bebiendo lo que no debería.
Pascual Tamburri Bariain
El Semanal Digital, 27 de enero de 2014, sección «Ruta Norte».
http://www.elsemanaldigital.com/blog/vino-simbolo-milenario-europa-bruselas-entiende-133416.html